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Treinta días, 30 tiros a gol

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30 tiros a gol…

“La pelota no se mancha”: Diego Armando Maradona

El escritor uruguayo Eduardo Galeano escribió unas cuantas veces que por las noches era el mejor futbolista del mundo y después se despertaba. Hoy, después de una larguísima espera de 48 meses llega la más importante competencia del deporte que nos pone a soñar.

Comienza un mes de fiebre deportiva con síntomas de delirio en el que millones de personas suplantan su oficio y su profesión para convertirse en especialistas de una disciplina deportiva. En este país podrán hacer falta maestros, médicos y luchadores sociales, pero por 30 días tenemos un superávit de entrenadores de futbol.

Ya es inútil discutir el futbol como un fenómeno antropológico y sociológico. La teoría se pospone para los coloquios de invierno en las academias. En todo caso, los antropólogos deberían preguntarse por qué la memoria histórica de la patria se construye en base a ciclos mundialistas y a sexenios gubernamentales. No debe ser casualidad que en ambos espectros, el político y el futbolero, en cada periodo se comienza a construir desde cero. La expresión “ahora sí viene la buena” se aplica igual cada que se elige a un nuevo presidente de la república o nuestra heroica selección tricolor se embarca en una nueva gesta mundial.   

Algo normal en una nación que prefiere aferrarse de las esperanzas que ponerse a construir certezas.

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Las justificaciones y explicaciones suelen ser tan aburridas como un 0 a 0, por muchas credenciales que presuman los expositores. A las leyendas les falta lógica y les sobran pasiones, por eso venimos a imitar a los viejos que buscaban asombrar a los concurrentes alrededor de una hoguera. Venimos a tratar de aprovechar la oportunidad de que ese objeto redondo y blanco nos dé la oportunidad de contar historias.

Treinta días, treinta tiros a gol.  Treinta oportunidades de buscar clavarla en el arco.

En un futbolista profesional se considera que las cosas marchan bien si anota un gol cada 3 ó 4 disparos a la portería. Quizá una entre por el ángulo que cubre el portero, otra se ira chorreada por la banda y quizá una más entre de chiripa tras un rebote de la defensa.

Treinta disparos para buscar una sonrisa cómplice, una reflexión, una emoción o un recuerdo.

Treinta disparos para intentar decir algo diferente sobre el deporte más popular y discutido del mundo.

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Treinta ventanas a la crónica, a la poesía, a la literatura, al ensayo y a la historia.

Treinta gambetas para demostrar que el balón y la palabra tienen una buena coordinación en la cancha.

Treinta días en los que creemos (o queremos creer) que como dijo el Diego, la pelota no se mancha aunque circule con cambios de juego de un extremo  a otro del pantano.

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El 22 de junio de 1986 en la cancha de una de las ciudades más contaminadas del planeta el capitán de la Selección Argentina le metió dos goles de antología al equipo de la nación que unos años antes les había ganado una guerra. La primera anotación pasó a la historia por haberse hecho con la mano, una trampa que sólo tres de los 114, 580 espectadores no vieron.

El segundo gol fue una epopeya para unos y una historia de terror para otros. Un gol que los argentinos no cambiarían ahora ni por una isla. Un barrilete cósmico arrasó con medio equipo inglés para anotar un gol que fue gritado como un bramido por quienes no lo podían llorar. 

El escritor argentino Hernán Casciari escribió un cuento sobre cómo una jugada que duró un poco más de 10 segundos le cambió la vida a todos los protagonistas de ese partido.

Este extracto simboliza la pasión del futbol, un deporte simple de jugar y que provoca reacciones complejas.

Rusia 2018. Hoy Telstar sale de blanco buscando su traje de gloria.

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10.6 segundos (fragmento)

Por Hernán Casciari

Antes de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al otro entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando dice:

«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».

Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.

El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.

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Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pie

Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.

Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.

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Ve el estadio de Boca a reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años, mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste derecho y el botín de Terry Butcher.

Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.

El jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos…

 

José Alonso Torres es un enamorado de los deportes y un permanente cazador del asombro.

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