Cultura
Rulfo enamorado. Tres cartas a Clara Aparicio
Rulfo apasionado…
Extraordinario escritor, magnífico fotógrafo, Juan Rulfo dejó huella de su ingenio incluso en las cartas de amor que escribió para su novia Clara Aparicio Reyes, entre 1944 y 1950.
Recopiladas en el libro Aire de las colinas, las 81 cartas, publicadas por la editorial Debate, dejan constancia de un filón hasta entonces inexplorado de la vida del autor de El Llano en llamas y Pedro Páramo.
A poco más de un mes del centenario del natalicio de Rulfo, en CuartaMx queremos compartirte tres amorosos escritos custodiados durante más de medio siglo por Clara Aparicio, viuda de Rulfo.
Muchachita:
No puedo dejar pasar un día sin pensar en ti. Ayer soñé que tomaba tu carita entre mis manos y te besaba. Fue un dulce y suave sueño. Ayer también me acordé de que aquí habías nacido y bendije esta ciudad por eso, porque te había visto nacer.
No sé lo que está pasando dentro de mí; pero a cada momento siento que hay algo grande y noble por lo que se puede luchar y vivir. Ese algo grande, para mí, lo eres tú. Esto lo he sabido desde hace mucho, más ahora que estoy lejos lo he ratificado y comprendido.
Estuve leyendo hace rato a un tipo que se llama Walt Whitman y encontré una cosa que dice:
El que camina un minuto sin amor,
Camina amortajado hacia su propio funeral.
Y esto me hizo recordar que yo siempre anduve paseando mi amor por todas partes, hasta que te encontré a ti y te lo di enteramente.
Clara, mi madre murió hace 15 años; desde entonces, el único parecido que he encontrado con ella es Clara Aparicio, alguien a quien tú conoces, por lo cual vuelvo a suplicarte le digas me perdone si la quiero como la quiero y lo difícil que es para mí vivir sin ese cariño que ella tiene guardado en su corazón.
Mi madre se llamaba María Vizcaíno y estaba llena de bondad, tanta que su corazón no resintió aquella carga y reventó.
No, no es fácil querer mucho.
Juan.
Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye. Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba. Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua. Clara: corazón, rosa, amor…
Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña. Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida. Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida. Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara. No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba. Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada. ¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?
He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada. Lo han aprendido ya el árbol y la tarde… y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río…
Clara: hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre
Juan.
Chiquilla:
¿Sabes una cosa?
He llegado a saber, después de muchas vueltas, que tienes los ojos azucarados. Ayer nada menos soñé que te besaba los ojos, arribita de las pestañas, y resultó que la boca me supo a azúcar; ni más ni menos, a esa azúcar que comemos robándonosla de la cocina, a escondidas de la mamá, cuando somos niños.
También he concluido por saber que los cachetitos, el derecho y el izquierdo, los dos, tienen sabor a durazno, quizá porque del corazón sube algo de ese sabor.
Bueno, la cosa es que, del modo que sea, ya no encuentro la hora de volverte a ver.
No me conformo, no; me desespero.
Ayer pensé en tí, además, pensé lo bueno que sería yo si encontrara el camino hacia el durazno de tu corazón; lo pronto que se acabaría la maldad a mi alma.
Por lo pronto, me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 685 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás. Ahí se acabó. Y es que tú eres el principio y fin de todas las cosas.
Juan.