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Game of Thrones: ¿Y ahora, cómo ponemos el punto final?
Aviso: Spoilers de The Good Wife, Twin Peaks, las primeras 6 películas de Star Wars y Sherlock.
Yo abandoné Game of Thrones tras la tercera temporada. Decidí “no renovarla” hasta leer primero las cinco novelas publicadas por George R.R. Martin, o bien hasta su conclusión en HBO para devorar una temporada por mes. No porque la considerase una mala serie, sino todo lo contrario; quería entrar de lleno, pero a mi propio ritmo, cuando la conversación mediática se hubiese disipado (si tal cosa es posible). Aún en tiempos del binge watch, me gusta dosificar aquellas series que fueron hechas para saborearse, dejarse reposar y ver más de una vez. Porque aún con la espectacularidad de su apartado técnico, GoT siempre fue un ejercicio artesanal de la fantasía épica y el drama dinástico. Por lo menos en sus primeras temporadas.
Pero si de algo nos hemos enterado quienes ya no la seguimos, es de su peculiar temporada final. Leo en Metacritic palabras de desdén para la otrora reina de las nominaciones en los Emmy y los Globos de Oro. Mis amigos comparten en sus redes sociales la frustración que les provoca el sentirse timados por un equipo de guionistas liderado por la dupla de D.B. Weiss y David Benioff. Ya sin los dictados del demiurgo que dio vida a Westeros en el papel, los escritores primero elevaron a sus seguidores hasta las mieles del Olimpo televisivo, sólo para dejarlos caer estrepitosamente durante seis episodios. Una caída que, según muchos críticos estadounidenses, terminó por estropear ese fenómeno comunitario que siempre fue el favorito de muchos. Quizá demasiados, pues HBO quiso complacerlos a todos. Y si algo hemos aprendido de la ficción televisiva, por lo menos la hablada en inglés, es que dicha tarea es imposible.
Narrar en tiempos del fan service
Pero, ¿es justo considerar a Game of Thrones como una víctima de su propia popularidad? ¿Acaso los fans son los responsables cuando una trama se apresura y cierra con calzador? O para que una serie sea invulnerable a los bajones de calidad, ¿tiene que estar por fuerza destinada a un nicho específico y casi exclusivo? Las respuestas son unos rotundos sí, no y no.
Como en todos los acontecimientos seriéfilos de su tipo, el titán de HBO comenzó a ser consciente de su propia base de seguidores. De sus deseos, sus teorías y hasta sus caprichos. Sin haber visto las últimas tres temporadas, me atrevo a decir que el haber rebasado al material original puso a sus showrunners bajo una gran presión por parte de la cadena. Después de todo, ¿cómo continuar cuando el camino ya no está trazado? Aunque no dudo que Benioff y Weiss recibieron de Martin un esbozo general de la conclusión de su historia, es evidentemente imposible replicar la ejecución que el novelista tiene en su cabeza.
Pero, a pesar de ello, ninguna adaptación tendría por qué ser absolutamente fiel al material original. Se trata de animales diferentes y cada uno tiene sus propias reglas, inherentes al medio en que se crea y presenta. Es decir, no es un asunto de fidelidad al trasladar las letras a la pantalla, sino de organicidad en el argumento. Lo que una adaptación debe evitar a toda costa es menospreciar la inteligencia de sus espectadores. Tomemos como ejemplo a Sherlock, la exitosa serie de la BBC que comenzó transmisiones en 2010, y que se volvió tan popular que sus dos protagonistas se vieron impedidos de filmar una temporada por año, debido a lo apretado de sus agendas.
Tras dos temporadas monumentales, tanto Benedict Cumberbatch como Martin Freeman tuvieron que encontrar un hueco entre sus compromisos hollywoodenses para poder encarnar a Holmes y Watson de nuevo. La expectación creció al mismo tiempo que sus seguidores, ansiosos de averiguar la resolución a uno de los cliffhangers más famosos de la pequeña pantalla, en los últimos años. Pero, para cuando la tercera temporada volvió en antena, algo se había esfumado. Fue como si la mancuerna de guionistas que le daba vida se hubiese puesto a leer fan fiction durante el descanso. El resultado fue una temporada irregular que ignoró por completo muchas de las reglas establecidas en un inicio. Además de tener personajes muertos, amenazar con resucitarlos y terminar donde mismo (léase, Moriarty).
Todo cambió, nada se alteró
Pero la verdadera tragedia ocurrió en la cuarta y última temporada. Sus últimos episodios estuvieron marcados por la inevitable evolución de su pareja protagonista, como cabía esperar. El problema radicó en que dichos cambios sucedieron de la noche a la mañana, con diálogos forzados, complacientes y víctimas de la auto-referencia. “Soy yo, la serie que tanto te gusta, dispuesta a mantenerte contento y darte el final que soñaste en Reddit”, parecían gritar en cada capítulo. El aparente final (hasta hoy no hay planes de una temporada más) se sintió como la promesa de lo que pudo ser su última temporada, si tan sólo Mark Gatiss y Steven Moffat no hubiesen escuchado a nadie más que a sus propios instintos narrativos. Si tan sólo hubiesen hecho lo que David Lynch y Mark Frost, hace dos años.
En 2017, cuando la cadena Showtime anunció que sería la responsable de resucitar a la icónica Twin Peaks, el mundo seriéfilo sintió alegría y pavor al mismo tiempo. ¿Podía una serie de culto noventera hacer de las suyas en la era del streaming? ¿Era probable que un producto serializado desde su concepción, irrumpiese con fuerza en el mundo post-Breaking Bad? Pero cuando se emitieron los créditos finales de la tercera y quizá la última temporada (titulada Twin Peaks: the return), los fanáticos respiramos aliviados. Allí estaba una serie que había optado por subvertir el mundo conocido, pero sin traicionarse: personajes entrañables habían desparecido para no asomarse hasta bien entrada la temporada; el héroe protagonista estaba atrapado en un cuerpo y una realidad que lo volvían un extraño para la audiencia; la resolución a muchas preguntas seguía sin manifestarse y en su lugar se introducían numerosos personajes, con más misterios por resolver.
Todo había cambiado y, sin embargo, todo se sentía como al principio. ¿Por qué? Porque sus creadores tuvieron mayor libertad creativa y supieron aprovecharla para poner todos los recursos al servicio de la trama. Lo que presenciamos no fue el triunfo de la nostalgia, sino de la misma historia que empezó hace tres décadas. Y al frente de todo estaban sus personajes, cambiados pero consecuentes con su propia trayectoria.
“EVILution”
Esto nos lleva a considerar a los personajes como entes no estáticos, pues una buena serie entiende que casi nadie termina como inició. Así ocurre con nosotros afuera de la pantalla; las amistades terminan, los adioses se multiplican y las bienvenidas se repiten. La clave está en que seamos los propios espectadores quienes aceptemos el paso de las temporadas como la evolución de los personajes con los que sentimos afinidad. Es cierto que las transformaciones deben sentirse naturales y apegadas a la psicología del personaje, pero también es cierto que los cambios violentos suceden; muchas veces en ventaja de la propia historia. Y a veces son más emocionantes.
Pensemos en Star Wars (una tarea nada popular en estos días). La saga comienza con un villano plenamente identificable y sin muchos matices aparentes, Darth Vader. Cuando la trilogía original termina, somos conscientes de la transformación de Anakin Skywalker, a quien conocemos plenamente en las precuelas de la saga original y entendemos cómo llegó a ser quien es. Pero si la creación de George Lucas hubiese comenzado con los episodios I a III, probablemente los fans habrían explotado con el tratamiento que se le dio a Anakin. El héroe, el elegido por el Deus ex Machina para restaurar el orden galáctico, ¿convertido en villano? ¿Después de ser rescatado de una niñez desfavorable y tras un entrenamiento definitivo con las fuerzas del bien, cómo pudo Lucas traicionar a su personaje de esa manera? Visto de ese modo, Star Wars es el asegún por excelencia.
Algo similar ocurrió con The Good Wife, serie a la que aún tengo pendiente dedicarle las líneas que se merece. La hija predilecta de la CBS siempre fue una historia de redención y poder femenino que redefinió el papel de “la esposa ejemplar”; una mujer que tras sufrir la humillación de ver a su esposo –un político de alto perfil– caer en un escándalo sexual, tuvo que resucitar su carrera como abogada para mantener a flote su familia. Todo ello mientras se reencontraba con su antiguo novio, ahora convertido en su jefe. Alicia Florrick, su protagonista, hizo “el bien” durante siete temporadas, navegando siempre entre su vida privada y profesional con absoluto entendimiento de sus limitaciones y sus deseos. Alicia se convirtió en la amiga que todos queríamos, la que todos apoyábamos y a quien queríamos ver dirigiendo su propio bufete o como fiscal de distrito. Pero tras una temporada final que mostró su lado menos amable, Alicia se transformó en su esposo. La víctima se volvió la victimaria.
Pero lo que pudo ser una traición a su protagonista y al mismo espíritu feminista de la serie, terminó encajando perfectamente. Si uno recordaba con cuidado, las semillas de esa transformación estaban diseminadas desde su segundo año. Porque después de todo, lo condescendiente (y lo imperdonable) hubiese sido mantener a una Alicia inmutable, estática y bonachona. Sus guionistas, el matrimonio conformado por Robert y Michelle King, sabían que los fans nos merecíamos mucho más. Nos merecíamos un personaje que no le tuviese miedo a explorar todos los aspectos de su naturaleza, aunque en el camino perdiera mucho. Nos mereceríamos una historia de redención y caída tan emocionante al final como lo fue al principio. Tras siete gloriosas temporadas, eso fue lo que acabaron entregándonos: un personaje femenino total. Quizá por ello, para mí The Good Wife es LA serie.
Y es que justo en la radicalización de la trayectoria de un personaje, es donde los guionistas pueden encontrar terreno fértil. Si se hace con cuidado, no hay nada más emocionante que la transmutación de un personaje en una versión opuesta de sí mismo, con independencia del género del que se trate. Esos cambios deben ser consecuentes con el camino que le ha tocado recorrer, pero sin miedo a transitar por los lugares más oscuros, y con la convicción de contar una historia redonda. Poner al centro a sus personajes no es una obligación de los creadores, por supuesto, pero sí un elemento que distingue a los fenómenos culturales de las series “buenas” a secas.
Bienvenidas entusiastas, despedidas imposibles
Poner punto final a una serie siempre es complicado; no todas pueden tener el final de Six Feet Under, después de todo. Unas veces no se sabe cuándo decir basta, y otras las despedidas ocurren demasiado pronto: a veces por culpa de un guión flojo, la reticencia de la cadena a matar la gallina de los huevos de oro, o unos números de audiencia bajos. En cualquier caso, las prisas siempre son nocivas para cualquier desenlace, sea deliberado o forzado por las circunstancias. Cuando parece que los responsables detrás de una serie tienen prisa por pasar a lo que sigue, es su obra la que sufre.
Del mismo modo, es importante recordar que no todo debe encajar y cerrarse con moño. No todas las preguntas deben responderse y no todos los misterios necesitan ser explicados (y no, no me refiero a Lost). En la duda también existe un disfrute narrativo, pues a veces es más placentero el camino a la solución que la solución misma; esta última, incluso, puede llegar a ser anticlimática. Quizá por ello, y pese a todos sus detractores, el final de The Sopranos es una conclusión perfecta. La contundencia de un fundido a negro puede más que 10 explicaciones y saltos temporales. De esa forma, las series siguen escribiéndose en la cabeza de sus seguidores. Se mantienen como piezas acabadas, pero con la posibilidad de revisitarse.
¿En dónde queda, entonces, el final de Game of Thrones? Tengo frente a mí el boxset con las temporadas 1 a 7 (y la octava ya en la lista para cuando salga). Averigüémoslo.
*Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.
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Tras ser encarcelado injustamente en el temido Château d’If, Dantès sueña con su liberación y con vengarse de aquellos que lo arruinaron. Allí, su compañero de prisión, el enigmático Abbé Faria, le revela el secreto de un tesoro escondido en la isla de Montecristo.
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Un Paseo con Madeleine, del director francés Christian Carion, narra la historia una mujer mayor que, en el trayecto para ingresar en una residencia de ancianos, pide al taxista con el que viaja visitar algunos lugares de París que marcaron su vida.
Un drama con muy buena recepción por parte de la crítica internacional especializada: “El reparto es irresistible, con estrellas, veteranas, excepcionales que atrapan el corazón y nunca lo sueltan”, escribió Pete Hammond para Deadline.
“Resulta lúcida y entrañable (…) La mezcla de amargo y dulce le otorga ‘a la carrera’ profundidad (…) Las interpretaciones son muy apropiadas, en especial la de Line Renaud, que es casi milagrosa”, publicó el Diario ABC.
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