Ciudad Erótica
Al calor del placer
Ciudad Erótica…
Calor. El reloj marcaba las cinco menos cuarto. Estábamos solos, yo en una hamaca en el patio, y él con un dibujo enfrente de una mujer desnuda. Cuando decidimos vivir juntos, queríamos un lugar lleno de plantas, con un enorme jardín para los perros y para escaparse un rato mientras cada uno se acercaba con el arte a su manera.
El aire era apenas un poco reconfortante con cerca de 40 grados de temperatura. No podíamos estar adentro de la casa; mi libreta yacía sobre mi regazo y había tirado el bolígrafo a un costado, sin saber exactamente en dónde. Un letargo casi enfermo comenzó a invadirme, respiraba apenas y comenzaba a dolerme la cabeza.
La humedad…
Me levanté por un vaso más de limonada con hielos, que habíamos dejado sobre una mesita. Él se levantó para observar el dibujo desde lejos y percatarse de los detalles de perspectiva. Me miró sonriendo cuando yo disfrutaba de tocar con el vaso helado mi frente y mi pecho; la humedad había transparentado un poco mis pechos libres bajo la camiseta blanca.
Me pidió la limonada con los hielos que habíamos dejado a un lado en un recipiente de aluminio sobre la hielera. Me acerqué resoplando, y le extendí el vaso que recibió como una bendición tras darle un largo trago.
—Te está quedando bien, ¿soy yo?—, pregunté sobre el dibujo en carboncillo que había dejado junto al caballete.
—Claro—, dijo, —no pinto sobre nada más que no seas tú—.
Me acerqué a darle un beso largo. Sentí su pecho empapado de sudor lo mismo que su espalda. Estiré el brazo y para sorprenderle, tomé uno de los hielos que rápidamente arrojé bajo su pantalón. Mi risa explosiva no pareció molestarle, ni la broma. En sus ojos noté el deseo y la venganza posterior. Me miró fijamente, tiró el resto de la limonada de su vaso y se quedó con los hielos en la mano. Sabía que no podía escaparme y que ese roce helado sobre mis pezones iniciaría una batalla deliciosa.
Manos frías
Nos fundimos un rato entre lenguas y apretujones por todo el cuerpo. En su pene no parecía que hubiera pasado nada que evitara su erección, al contrario. Cuando bajé sus pantalones y me puse en cuclillas para chuparle el miembro, mi aliento hizo reacción con el hielo que había pasado hace unos minutos por ahí y lo llevó a la cima. Nada me calentó más que su satisfacción.
Nos arrojamos sobre el pasto mojado y me quitó la playera dejando al aire mis pezones erectos por sus manos frías. El roce de su lengua y sus mordiscos ocasionales, humedecieron casi de inmediato mi vulva. Tomó uno de los pocos hielos que quedaban en la cubeta que cayó a nuestro costado y sin piedad, tras bajarme el short y las pantaletas, comenzó a rozar con él mi clítoris, al tiempo que introdujo sus dedos en mi vagina. Permaneció así un rato hasta que me hizo venir.
El gemido
Agradecida, me puse en cuatro para que me penetrara por donde a él le gusta. Sabía que disfrutaba de ver mi trasero y tomarme fuerte del cabello mientras se complacía sin piedad. Yo clavaba mis uñas en el pasto y jadeaba sudando una vez que la temperatura de mi deseo superó la que marcaba el termómetro. Conseguimos unirnos en un gemido largo y agónico; regamos el pasto, lo germinamos.
Ahí, tendidos bajo el sol, exhaustos, nos miramos uno al otro y sonreímos. La alberca había terminado de llenarse. Era tiempo de un buen chapuzón.
Ciudad Erótica
Ciudad E Crónica Erótica Carmen Larracilla
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