Ciudad Erótica
El barbero
La vida sexual, lasciva, cachonda de Guadalajara deja migas de sus encuentros en diferentes partes de la Capital, y descubrir esos detalles puede ser tan fortuito como acudir a un corte de cabello.
Así fue como conocí la anterior profesión de aquel barbero, pues de repente dejó caer el dato como si de un mechón cualquiera se tratara: prostituto, y quien repetía cual mantra no ser homosexual, casi para convencerse a sí mismo.
Tras ocho años de cortarme el cabello a mí mismo, decidí hacer un cambio y visitar una de las barberías de moda del Centro de Guadalajara, aquellas donde se emula la antigua tradición, pero ahora con cortes desvanecidos y arreglos en barba con un eterno detallado.
El local —una vieja construcción céntrica de tenue luz, adornada con afiches en sepia, imitaciones de pinturas de Velázquez y altas y delgadas vitrinas— tenía su puerta principal hacia una concurrida calle. Guadalajara, conocida por sus mujeres de arrebatadoras figuras y hermosos rostros, daba muestra continua de esa fama a través de la puerta.
—Mira nomás, ¡qué rica está esa vieja! —era la opinión del barbero tras el paso de cada una de esas mujeres.
—Y esa, ¡no inventes!, esa trabaja en un bar aquí cerquita, tiene un culo… Yo voy seguido con unos compas y está que no te lo crees.
El barbero era un hombre de unos treinta años, peinado como lo esperado de quien se dedica a dar estilo a la parte más alta del cuerpo humano. La barba cortada como con instrumentos geométricos. Tenía un acento sumamente tapatío, terminaba cada frase como si algo le causara sufrimiento y arrastraba las palabras con un ligero tono cantado. No le faltaba barrio, todo lo contrario: le sobraba.
—¿Has ido al Caudillos? —me preguntó en referencia a un bar famoso entre la comunidad LGBT.
—No lo conozco.
—Con unos compas que te digo he ido algunas veces, y hay unos que sí le llegan a estas —comparó entre las mujeres de esa calle y transexuales de aquel sitio. Luego agregó—: ¡Y conste que no soy puto!
Según me dijo, una vez fue al bar con amigos homosexuales, y al ver estos cómo el barbero atraía la atención de los locales, le pidieron coquetear con algunos para obtener una cubeta de cervezas. Y lo hizo.
— ¡Pero no soy puto!, nomás me dijeron que saludara a un güey que me estaba viendo, y pues ya luego de un rato se acercó y estuvimos cotorreando. Le dije que ya nos íbamos porque ya no teníamos pisto, y luego luego que nos pide la cubeta. Aquellos güeyes de mis compas nomás se rieron, pero pues ya le tuve que decir que no era puto, que nomás estaba cotorreando. Sí se enojó el güey, pero nos dejó las chelas.
Tras contarme más detalles sobre sus salidas fue cuando me dijo a qué se dedicaba antes de la barbería.
—Yo era prostituto —soltó de repente— pero nomás con mujeres, ya sabes que no soy puto. Lo dejé ya hace rato, pero sí me tocó echarme unas buenas pieles.
Una vez le marcaron de uno de los lugares con mayor plusvalía en la Zona Metropolitana de Guadalajara: Puerta de Hierro, el fraccionamiento donde conviven adinerados, políticos, empresarios, entre otros personajes. Al llegar a la casa, una mansión carísima según dijo, le abrió la puerta una mujer alta en tacones y con un corto vestido amarillo cual si estuviera pintado sólo sobre la piel.
—Te la voy a enseñar en Facebook nomás para que veas que no te miento y me digas tú si no hubieras hecho lo mismo —relató y enseguida me mostró en su celular el perfil de la mujer.
Tenía los rasgos femeninos acentuados hasta la exageración: pechos enormes y redondos puestos encima de una diminuta cintura en cuya base iniciaba una ancha cadera desde donde, bronceadas como toda su piel, partían unas gruesas y torneadas piernas. Cabellera muy larga, foto tras foto presumía costosos accesorios y automóviles.
—Pero la neta pues sí veías que algo estaba raro —aceptó el barbero— y le pregunté pues que si tenía… que si tenía regalito. Me dijo que ya se lo había quitado, y la neta sí me la eché, ¡pero no soy puto!