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Ciudad Erótica

La lujuria

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—¡El autoerotismo es pecado! Dios ve con malos ojos esas prácticas; dicen que es natural. No lo es, es perversión. Nos engañan; que ellos se masturben, quiero ver— gritó el sacerdote durante su homilía.

—Cabrón, debe hacerse chaquetas pensando en las señoras que confiesa —, dijo en voz baja Ulises.

—Se las hace con señoras y señores; incluso piensa en ti, en ti y en mí y en Dios. Se las dedica a Jesús—, explicó Adán en el mismo tono.

Ambos rieron por lo bajo, nadie pareció reparar en ellos. Adán se mordió los labios; la señora Bellita miraba a otro lado, regañaba a un niño que se comía los mocos. Los domingos asistían a un grupo de jóvenes católicos, algo como Boy Scouts, pero sin sexo en los viajes de campamento y no usaban uniformes coloridos tipo Juventudes Hitlerianas. Sus padres los obligaban, desde el principio lo odiaron.

El sacerdote continuó con su generalización de lo que estaba “mal” con los tiempos modernos. Recitó con sorna, condescendiente, los diferentes estudios del poder de la mente sobre la materia; se burló de aquellos que caen en la tentación de la carne y las series de televisión y luego acudían a la casa del señor a pedir perdón. Miraba con cierta indiferencia, y no, a la poco atribulada audiencia que se juntaba los domingos a escuchar su homilía en el Templo de Nuestra Señora de la Paz.

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—¿El señor trabaja de maneras misteriosas?—, se preguntó Ulises.

—Y ¿El padre se hace chaquetas de maneras misteriosas?—, le contestó Adán. Rieron de nuevo; la Bellita volteó. Sus ojos de lince buscaron sus risas, aletearon por un momento en la monotonía del templo. “Quería atrapar las sonrisas que se atrevían a volar en la casa de su amo y señor, el sacerdote”, pensó Adán; era un puñetero poeta. El chico le dio un codazo a Ulises, su amigo se hizo el occiso, “il muy morto”, definió.

—Pendejo—, le llamó Adán con un codazo.

Hubo silencio entre ambos. Escuchaban al sacerdote. Adán había aceptado al principio ir al templo, al grupo de jóvenes, porque quizá conocerían alguna chica e iría con su mejor amigo, no sonaba tan mal. Sí conocieron algunas, sin embargo, estaban tan desinteresadas en la agrupación católica como ellos. Asistían por hacerlo y no les prestaban mucha atención. Además, estaba Jennifer, una acosadora profesional, no en el sentido sexual o de atracción hombre-mujer, sino en el religioso. La chica quería, o soñaba, con estar a total servicio de su Dios. Por lo tanto, todos debían estar en la misma sintonía.

Las chicas no podían fumar o maldecir, demonios, ni siquiera hablar de chicos, porque Santa Jennifer se ponía como una cabra al escucharlas. Adán en varias ocasiones había presenciado juntas de chicas para planear el linchamiento de Jennifer; la odiaban y ella no cesaba, quería crear su propio ejército de campeones en la fe cristiana.

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Por desgracia, y por supuesto, Jennifer estaba deliciosa. Era alta, 23 años, morenita, de buenas curvas (las cuales querías seguir con tus manos y sólo podías hacerlo con los ojos), sonrisa fácil, obediente; era una buena chica que usaba ropa untada; de cabello largo y suelto color castaño. Se meneaba bien cuando ayudaba a recolectar la limosna o daba clases de catecismo a los pequeños bastardos, que sus padres descreídos, abandonaban en el templo cada sábado por la mañana.

A veces, la ropa de Jennifer se pegaba tanto a su cuerpo, que podían verse las líneas de las bragas. Cuando se agachaba a recoger algo, podías verlas. En ocasiones se ponía negras, rojas o azules. Las negras se le veían bien. Adán la vio levantarse para callar a dos niños que charlaban despreocupadamente. Jennifer. Se la imaginó en ropa interior, Santa Jenny enseñándole el evangelio según Hugh Hefner (algo viejo, un clásico con clase). Se frotó la entrepierna, se le puso dura.

“Mierda”, se dijo. Cruzó las piernas para ocultar la ligera erección… empeoró. Trató de calmarse, una erección en la casa del señor. “¡Dios!”, se dijo, “¿Qué pensaría Dios? Dicen que hay un pecado original, la desobediencia. Creo que hay otro pecado original, la lujuria. Todos la sentimos, estamos atados a ella; es tan natural, como los dioses primigenios de los que hablan las historias antiguas antes de la llegada de Netflix”.

“Vamos a pecar”, se animó. Reconfortado por un mal primigenio o naturaleza, simple rebeldía, Adán se frotó de nuevo, acomodó sus piernas y su erección se endureció. Joder; le dolió y sintió una perturbación placentera que lo recorrió; suspiró, bajó la cabeza, cerró los ojos. Ya muchas veces, cuando había tenido la urgencia de masturbarse, lo había evitado, dejaba que se le pusiera dura y le doliera, era excitante.

No se engañaba, no era la primera vez que iba al templo a ver mujeres y se excitaba; muchas veces se descubría viendo traseros de chicas, diferentes tamaños, colores, formas y un único sabor. Le gustaba ir a las misas donde se celebraban bodas, las chicas llevaban ropa elegante y untada; era una competencia (al menos así lo parecía) para demostrar quien se veía mejor. Él lo agradecía. El desfile de minifaldas y escotes lo dejaba seco. Las zapatillas cantaban, claveteaban, click, clak, por los pasillos. Parecían más altas, levantaban la carne. Piernas y traseros, era un hombre de traseros y piernas, lo sabía. Le gustaban de todo tipo, excepto los flacos, las chicas sin trasero le eran indiferentes. Le dolía conocerlas.

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“Estoy perdido, condenado”, se decía al pensar en mujeres, al frotársela, en el templo. Le gustaba verlas caminar al altar, lo meneaban bien, caderas anchas. Jennifer tenía caderas un poco anchas. En cierta manera tenía el cuerpo proporcionado, nada era exagerado en ella.

“Quizá, si hubiera tenido más caderas no hubiera sido una fanática insoportable”, pensó Adán. Nunca lo sabría. Ella se levantó, la congregación se alzó al mismo tiempo impulsada por la costumbre. La homilía había terminado. “¡Carajo!”, se gritó. La erección le dolió al ponerse de pie. Se excitó. Bajó los ojos y pudo ver el bulto entre sus piernas, movido, acostado en la pierna derecha, “maldita sea”. Parecía el cañón de una pistola. Le palpitaba, la sentía un poco húmeda, caliente, recorrida por electricidad.

“¿Nadie lo notó?”, se preguntó; miró de soslayo a su amigo, nada, estaba con toda su pobre y mediocre atención puesta al frente. A su lado derecho no había nadie. Aguantó, parado, parados, esperó a que el sacerdote terminara. La erección remitió.

“Padre nuestro que estás en los cielos; erección nuestra de cada día y que estás en nuestros pantalones; santificado sea tú nombre; santificada sea tu aparición en mis piernas; vengámonos en las piernas de bellas mujeres; hágase tu voluntad, tanto en la caseta de teléfono como en el escritorio de la oficina; mándanos al cielo cuando terminemos y que el chorro sea generoso; perdona nuestras chaquetas, como perdonamos las que suceden y no son para nosotros”, rezó. Una sonrisa débil, un arco, una grieta minúscula, se formó en sus labios.

Ulises lo miró por un momento. La erección remitía.

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—¿De qué te ríes, pendejo?—, preguntó él en voz baja.

—Qué te valga—, replicó Adán. Ulises lo ignoró.

Hubo otra oración; Jennifer se acercó con la canasta de la limosna. Sonrió a sus compañeros del grupo. Adán le regresó el saludo. “¿No tendría ella algún interés? ¿No le gustaban los hombres?”, cuestionó. En varias ocasiones pensaba en ello, principalmente en misa. Ella debía entenderlo, estaba sabrosa; gustaba a los hombres, se notaba.

“Tal vez… tal vez lo sabe y no le importaba en realidad”. Podía ser una elección ¿A qué sí? Uno podía vivir como le viniera en gana, podía volverse un deseo y permanecer inmaculado. “La lujuria la sufrimos a flor de piel; somos pecado y anhelo”.

Incluso el Papa tenía su harén de niños y adultos. Estaba documentado, los Borgia eran un ejemplo perfecto. ¡Orgias papales!, las más famosas, exclusivas y maravillosas, como en tiempos de Roma. “¿Les decían bacanales? Sí, bacanales. El Papa llegaba cada sábado por la noche con palomitas de maíz, se sentaba en primera fila y disfrutaba del gusto de darse un gusto con un variopinto y selecto mercado de carne”, se recordó Adán. Bueno, eso le había contado un amigo. No le enojaba, no le importaba de hecho. Todos necesitábamos un poco de acción de vez en cuando, razonó, incluso los célibes monjes tibetanos. Hasta su padre, un hombre religioso, rayando en el hartazgo, le gustaba ver escenas de sexo duro, alocado y falaz en la televisión. La perversión tenía tantos rostros.

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Le dio la mano a una chica, era momento de “dar la paz”. Se sorprendió, que rápido pasaba el tiempo cuando uno se dedicaba a las chaquetas mentales. Razonar apagaba los conatos de erección. La suya estaba casi apagada.

A una orden del clérigo, tomó asiento junto a otros parroquianos. Era el momento de la comunión. Jennifer, siempre Jenny, fue la primera en ponerse a la fila. “¿Si un día perdiera… y decidiera que deseaba encerrarse en el templo contigo?”, se preguntó. “¡Nah! ¿Ella? No, no ¿Por qué habría de pasar?”, trató de argumentar.

La imaginó, estaban juntos en la iglesia, una tarde de sábado. Ambos se atraían. Jenny se le acercaba, platicaban, ella no pensaba en el pecado y la perdición, para variar, sólo era una chica bonita y alegre. Le decía “vamos”, le tomaba de la mano e iban al sótano, que llevaba a las urnas y cenizas de los muertos. En las escaleras se detenían, miraban de arriba-abajo, nadie a la vista.

En la semioscuridad, se besaban; lento, pequeños y pausados besos; sus labios apenas se rozaban. Los acariciaban lentamente, frotándolos; sus alientos estaban tibios, Jenny olía bien, su cabello olía a champú barato de frutas. Su boca, chicle de menta. “Sus labios están acolchados, se siente bien”.

De repente, ella adelanta la cabeza y lo besa agresiva, le jala un poco el labio inferior. Cariñoso, lascivo. Él la atrae y le muerde también, deja que sus labios escapen poco a poco de sus dientes. Adán ataca el cuello, se zambulle entre su pelo; ella se acerca, se aprieta contra su pene, lo frota con su pierna y ya está. Se le pone dura. Jenny aprovecha, frota con fuerza. Él no sabe qué hacer, así que la aprieta también, la toma de los hombros y rodea su espalda con los brazos, baja a la cintura. Sus senos se aprietan contra su pecho; golosea, los frota. Siente el sujetador, cabrón sujetador, sólo estorba. Ella pasa sus brazos por sus hombros y se le abraza del cuello. Quiere correr, todos queremos correr, se detiene, debe ir lento. Disfrutar es bueno.

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Adán baja su mano; sus lenguas se tocan, él mete la suya hasta el fondo, ella lo deja; al fondo, al fondo, al fondo va mientras sus manos bajan; ella se sacude, aprieta, aprieta su cuerpo contra él. Duele la erección, quiere sacársela. Se siente como un poste, un palo alto, alto, alto al que ella le hace reverencias, bailes y contorsiones. Están tensos. No puede resistirlo; baja su mano derecha y le agarra el trasero, lo saborea con la mano, lo acaricia, atrapa y disfruta; es un buen culito, redondo, firme, jugoso. Jenny protesta, no mucho, suspira y deja que la gocen.

Abre un ojo, no hay nadie, silencio; los ángeles ven con pena, la luz entra colorida por los cristales de los altos ventanales de vidrio cortado. No se apresura. Su cuerpo se mueve como en automático, lo deja hacer, deja que su mano se meta en el pantalón poco a poco.

Le muerde el labio; responde bien, ella lo muerde en repuesta y mete la lengua. Hondo, hondo, hondo. La mano de Adán se va; de la espalda, recorre poco a poco hasta alcanzar los pechos de ella. Antes de tocarlos, Jenny se estremece, frota su entrepierna con el palo de carne duro que Adán sostiene; ella arremete, lo pega, se frota contra el bulto en sus pantalones. Le duele, le enloquece. Quiere sacarla.

Adán lanza una ojeada antes de zambullirse de nuevo, nadie a su alrededor, se mete de lleno. Ella se frota. Deja de besarla y pasa la boca a sus pechos ocultos por un escote ligero, besa el nacimiento de sus senos, las faldas de esas sierras pequeñas; pasa su lengua, labios y barbilla con pocos vellos, nariz y lengua de nuevo; su olor llena, se siente bañado del sudor y aroma ligero a madera y naranja; se deja llevar por su lengua en la carne tibia y mordisquea. Su mano llega a los senos, el sostén no le deja tocarlos. Puede sentirlos, pero no disfrutarlos en toda su cálida y suave gloria.

Gime, Jenny gime, quiere quitarle la mano, pero no lo hace. No se resiste ya. Adán mete su mano dentro del pantalón y siente sus bragas, el pantalón ajustado hace difícil este movimiento; escarba, las bragas de tela agradable se sienten bien al tacto. La codicia de la carne lo enloquece; después de un tirón logra meter la mano en el pantalón y abarcar la nalga derecha con su mano. Caliente, poco firme, tersa, suave; claro, no puede evitar pensar en frutos jugosos y carnosos. Aprieta, su mano se vuelve una garra, aprieta. Ella responde, se le pega más, parece desear habitar su cuerpo, quiere sacarle el esqueleto y habitarlo como quien compra una piel. Los cantos, escucha cantos, deben ser los coloridos ángeles con cara de pena en los cristales de la iglesia.

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Las salas empiezan a llenarse de susurros, las escaleras rechinan; ecos, cantos apagados resuenan.

“No, es el Coro Tabernáculo. Les gusta cantar mientras ven fajar a la gente decente. Es su fetiche. Te cantan en la boda ¿Por qué no cuando consumas el matrimonio?”, las voces llegan de lejos, cantan, cantan “los oídos te zumban, la verga te zumba, quieren zumbarla a ella”.

La chica se aprieta y aprieta contra él, no caben. Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Su erección es de campeonato, de primera: dolorosa, dura; él cree que podría cargar un pendón, una bandera, podría levantarla a ella si se sentara sobre ésta, “ojalá lo cabalgara, cabálgame”, gritó en su interior.

Su mano izquierda se mete bajo la blusa de Jenny; pasa sin problema bajo el sostén y alcanza su carne trémula y suave, “¡Carajo!” balbucea él. Quiere detenerlo, no puede, no quiere ni puede. Gime, suspira y gime, lo hace levantar la cabeza y planta un beso con lengua. Él responde, las lenguas, se retuercen en el interior de sus bocas. Respiran entrecortadamente; él sigue con su tarea, saborea la carne bajo la ropa de Jenny, ella respira con fuerza, entrecortadamente, sin ritmo; beso, aprietan, aprieto, jalo, muerdo tu labio, meto la lengua, cuerpos tensos; ella se lamenta como si le hubieran pinchado con una aguja.

Su mano baja al pantalón de él. Ha sido suficiente, no es justo, sólo él se divierte. ¿Adán se agasaja con la lujuria, pero a ella no le toca nada? ¡No es justo! Es hora de subir el nivel, de estar iguales, de comer, comerse, del disfrute.

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Carne, es el único tipo de carne cruda y dura que a ella le gusta, palpitante. Con su mano le frota el bulto, él arremete de nuevo, intensifica los movimientos de sus manos y está pensado en participar, en sacar la mano de atrás y ayudarla con ese pantalón que se ve tan apretado. Liberarla de la presión de esos pantalones ajustados.

Su mano está en el cierre del pantalón, lista, habida; sube, libera primero el cinturón, luego el botón, después el cierre, así es más sencillo. Ríe, está nerviosa, él la imita. Qué nervios, “a la mierda los nervios, que siga”, se dice. Hace calor; la maldita iglesia empieza a derretirse; los espíritus celestes lloran, las paredes sangran, pronto empezarán a sudar y verán fuego, lenguas de fuego crepitar detrás de los cristales. “Qué importa, qué importa, qué importa ya”.

La mano manipula la bragueta, va a bajar, respira profundo y… Un tirón, le dan un tirón; le han dado un tirón desde las alturas y lo jalan, lo han jalado desde la tierra, va de vuelta. Era una pena… lo bueno acaba pronto.

Adán, avergonzado y desorientado, regresó. Despierta. Su corazón se calma, respira hondo. Hay un silencio entrecortado por susurros. Como si se ahogara en un río, se saca a si mismo de la corriente salvaje que le arrastraba para sentarse a la orilla y preguntarse “¿Dónde estaba?”. Pasa de una erección en la semioscuridad a una banca vieja en un templo viejo alumbrado por cirios aromáticos y luz moribunda.

Ha terminado la ceremonia. El párroco guarda el cáliz, los últimos viejos se acomodan en sus asientos. Adán voltea a su alrededor; nada. Mira sus pantalones, la erección es apenas un bulto pequeño, sin chiste. Suspira.

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Dan los avisos del domingo; nadie pone atención. Termina la ceremonia, se levantan, Ulises se despide de Adán con un apretón de manos y buscan a sus padres. Jenny se va al fondo de la iglesia a saludar a las personas que salen a despedirse. Pasa junto a ella, se sonríen. Dice “me da gusto verte” y espera que asista el siguiente sábado a la junta. “Claro”, contesta él.

Se da la vuelta y le mira el culo por última vez. Lo saborea. Aparta el pensamiento con una sonrisa. Debía apurarse, sus padres lo esperaban y por la tarde vería a su novia. Tati, blanca, pequeña, cabello cremoso, rubio cenizo; de sonrisa fácil, alegre, un par de senos que apenas se formaban, le gustaba usar converse rosas. La buena Tati.

Era una delicia de chica. Sonrió, se sintió satisfecho. Le prestarían el auto, irían, él y Tati, al cine y luego se darían una sesión de “revisa qué tengo bajo la ropa” en algún lugar oscuro cerca de su casa, en el parque estaría bien, siempre hay oscuros y seguros parques por Avenida México para fajar. La policía pasa, no obstante, no molestan. Puedes mirarlos directamente a los ojos, con sus torretas encendidas, pasan y tu bragueta está abierta, no hacen nada.

Adán bajó las escaleras del templo trotando. El día apenas empezaba y una ciudad erótica, lo esperaba.

 

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10 libros eróticos que cambiarán tu perspectiva sobre el sexo

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​Si crees que 50 Sombras de Gray es un buen libro, échale ojo a esta lista de libros eróticos que hemos preparado para ti. Se trata, ni más ni menos, de 10 obras indispensables para adentrarnos en este apasionante género literario. ¡Qué los disfrutes!

Cartas de amor a Nora Bernacle

James Joyce (1882-1941)

La pasión fue el principal motor de la relación entre James Joyce y Nora Bernacle se conocieron desde los 19 y 20 años, desde entonces comenzaron una relación basada en el deseo, el escritor y su esposa mantuvieron correspondencia muy cachonda, y este libro es el resultado.

​»Quitándose la ropa de espaldas, y revelando sus dulces calzoncitos blancos de muchacha para excitar al descarado camarada del que ella está orgullosa; y entonces lo deja clavarle su obsceno pito gordo a través de la abertura de sus bragas y para adentro, adentro, adentro, en el querido agujerito, entre las frescas y regordetas nalgas».

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Delta de Venus (1977)

Anaïs Nin (1903-1977)

Este libro fue producto de la insistencia de los lectores, uno en particular, que deseaba leer más que poesía, querían leer encuentros sexuales y ahí tienen 15 cuentos. Así fue cómo surgió la idea de Delta de Venus en la década de 1940, pero se publicó en 1977.

«Echado boca arriba en la cama, con las piernas separadas y el miembro erecto, hizo que ella se sentara sobre él y se lo introdujo hasta la raíz, hasta que sus vellos se confundieron. Sosteniéndola, le hizo describir círculos en torno al pene. Ella cayó sobre él, apretó los senos contra su pecho y buscó su boca; luego se enderezó de nuevo y reanudó sus movimientos».

Diario de una ninfómana (2003)

Valérie Tasso (1969)

Este libro narra los encuentros sexuales de una mujer con empresarios excéntricos y muy acaudalados con algunas ideas raras sobre la excitación y el sexo.

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«La excitación me aprieta el vientre y mis muslos se contraen inevitablemente. Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido. Se agacha un poco, y empieza a buscar debajo de mi falda, hasta encontrar el elástico de mis bragas. Pienso enseguida que su intención es quitármelas, obviamente. Pero no es así».

Historia del ojo (1928)

George Bataille (1897-1962)

Simplemente es considerada la obra maestra de la literatura erótica. La Historia del ojo y Simona transgredieron a la sociedad francesa en la década de 1920 y más allá, con su comportamiento sexual, su alta carga de contenido erótico, una joya de principio a fin.

«En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.

Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba».

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Historia de O (1954)

Pauline Réage (Dominique Aury 1907-1998)

O es una chica que su amante la introduce a un mundo de sadomasoquismo, vouyerismo, roles de esclavitud sexual, entre otras depravaciones, ella es fotógrafa de día.

«Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que él desea acariciarle los senos. No. Él sólo palpa el tirante, lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora, debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre, desde la cintura hasta las rodillas».

Las edades de Lulú (1989)

Almudena Grandes (1960)

Lulú es una joven de 15 años que siente atracción por un amigo de la familia, Pablo, con quien en sus distintas etapas de la vida, sus edades, está presente este hombre que juntos sus más bajas pasiones se apoderan de ellos.

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«Apenas un instante después, todas las cosas comenzaron a vacilar a mi alrededor. Pablo se apoderaba de mí, su sexo se convertía en una parte de mi cuerpo, la parte más importante, la única que era capaz de apreciar, entrando en mí, cada vez un poco más adentro, abriéndome y cerrándome en torno suyo al mismo tiempo, taladrándome, notaba su presión contra la nuca, como si mis vísceras se deshicieran a su paso».

Trópico de cáncer (1934)

Henry Miller (1891-1980)

Este libro es un monólogo en el que el autor hace un repaso de su estancia en París en los primeros años de la década de 1930, centrada tanto en sus experiencias sexuales como en sus juicios sobre el comportamiento humano.

«Nos metemos en el retrete retorciéndonos y allí la sujeto de pie, la arrojo contra la pared, e intento metérsela, pero no hay manera, así que nos sentamos en la taza y lo intentamos pero tampoco hay nada que hacer. Y, durante todo el tiempo, ella me ha cogido la verga y la está agarrando como un salvavidas, pero es inútil, estamos demasiado calientes, demasiado ansiosos. La música sigue sonando, así que salimos del retrete al vestíbulo de nuevo, y mientras estamos bailando ahí en el cagadero, me vengo encima de su bonito vestido y ella se pone más a punto. Vuelvo tambaleándome a la mesa y allí está Borowski con su rostro rojizo y Mona con su mirada de desaprobación. Y Borowski dice: «Vámonos todos mañana a Bruselas», y asentimos, y cuando regresamos al hotel, vomito por todas partes».

Lolita (1955)

Vladimir Nabokov (1899-1977)

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Lolita es una niña de 12 años. Humbert Humbert es un hombre que secretamente se enamora de ella y para estar más cerca se casa con su madre. Es considerada una obra maestra de la literatura.

«Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro contra el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables piernas vivientes, no estaban muy juntas y cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada».

El amante de Lady Chatterley (1928)

D. H. Lawrence (1885-1930)

Una mujer casada con un hombre de clase alta, parapléjico y que no es nada romántico. Constanza quiere algo más que vida provincial y encuentra consuelo a sus deseos carnales con un trabajador de clase baja, un obrero llamado Oliver Mellors. Este libro fue censurado en su época por describir sexo explícitamente.

«Aquella noche fue un amante más intranquilo con su frágil desnudez de niño. Connie no pudo llegar a su éxtasis antes de que él hubiera realmente alcanzado el suyo. Y logró despertar en ella una cierta pasión llena de deseo con su suavidad y desnudez infantil; después que él hubo terminado tuvo que persistir ella en el salvaje tumulto y palpitación de sus lomos, mientras él se mantenía heroicamente erecto y presente en ella con toda su voluntad y desprendimiento hasta que Connie llegó a su éxtasis entre inconscientes grititos».

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Teleny (1893)

Oscar Wilde

Se le atribuye a Oscar Wilde este libro. Narra la fuerte atracción y la apasionada relación con desenlace trágico entre un joven francés llamado Camille de Grieux y un pianista húngaro, René Teleny. Erotismo homosexual de alta calidad.

«Con esto mi deseo aumentó de intensidad, y la necesidad de satisfacerlo se convirtió para mí en verdadero sufrimiento, mientras el fuego encendido en mí pasaba a ser una llama devoradora que me abrasaba; mi cuerpo entero quedó arrasado por una llamarada erótica. Sentía los labios secos, la respiración jadeante, los miembros rígidos, las venas hinchadas y, sin embargo, me mantenía tan impasible como todos los que me rodeaban. De pronto, me pareció sentir que una mano invisible se deslizaba por mis rodillas; algo en mi cuerpo fue tocado, cogido, estrechado, y una voluptuosidad indescriptible embargó de pronto todo mi ser. La mano subía y bajaba, lentamente al principio, luego cada vez más deprisa, siguiendo el ritmo del canto. El vértigo se apoderó de mi cerebro, una lava ardiente corrió de pronto por mis venas, y sentí saltar algunas gotas… mientras todo yo temblaba».

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Korang, soft porn mexicano… sólo para extranjeros

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Película

En 1969 los mexicanos adultos eran considerados poco menos que infantes para el gobierno mexicano, según sus políticas de censura.

La audiencia nacional no debía ser expuesta a contenidos cinematográficos en «extremo sangrientos» o con un «alto contenido sexual»; entiendase, mujeres semidesnudas.

La fórmula era básica: había que rodar filmes costumbristas, heroicos, cómicos, dramáticos, de lucha libre o de monstruos, siempre con límpida mesura.

 

Más allá de lo permitido

Con toda una vida como director, actor y guionista en México, René Cardona (1905) pudo ir más allá de lo permitido. De la mano de Cardona debutaron estrellas de la talla de Blanca Estela Pavón, Pedro Infante y Germán Valdés «Tin Tan». Entre 1937 y 1982 filmó más de cien películas.

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Tratándose de uno de los creadores más importantes de la época de oro del cine mexicano, Cardona aprovechó sus contactos en el extranjero, y se abrió paso en el mercado internacional con dos versiones de una misma película: una para adultos estadounidenses y europeos, y otra para el pueril público mexicano.

Ese es el caso de la conocida cinta Santo en el Tesoro de Drácula (1968), de René Cardona, cuya versión para las audiencias en el extranjero fue titulada como El Vampiro y el Sexo.

Otra menos conocida del mismo director pero igual interesante, intitulada en México como La Horripilante Bestia Humana (1969).

 

Cartel

Imagen del DVD con la versión sin censura para Europa.

Soft porn y lucha libre

Conocida en Italia como Korang, la Terrificante Bestia Humana y en Estados Unidos como Night of the Bloody Apes, esta cinta mexicana de lucha libre resulta una verdadera rareza del cine mexicano de los años 60’s, no solo por sus sangrientas escenas, sino por sus tintes de «soft porn».

La trama de la cinta gira en torno a los esfuerzos de un médico que mediante una complicada operación de trasplante de corazón busca salvar la vida de su hijo que padece leucemia.

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La cirugía resulta exitosa en todo sentido, excepto que el órgano utilizado proviene de un gorila.

Pronto el joven convaleciente sufre una violenta transmutación y ávido de sangre recorre las calles de la ciudad dejando un reguero de víctimas mortales a su paso.

 

Una película de culto

Mientras que en el País se estrenaba la «versión decente» de La Horripilante Bestia Humana —junto a Hasta el Viento Tiene Miedo, de Carlos Enrique Taboada; y Santo el Enmascarado de Plata y Blue Demon Contra los Monstruos, de Gilberto Martínez Solares—, en el extranjero disfrutaban de uno de los más atrevidos filmes mexicanos de horror jamás filmados.

 

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Horripilante bestia

Fotogramas: La horripilante bestia humana (1969).

De esta forma, Cardona abrió el camino a las míticas cintas mexicanas filmadas por  Juan López Moctezuma: La mansión de la Locura (1973) y Alucarda, la Hija de las Tinieblas (1977); o Satánico pandemonium (1975), de Gilberto Martínez Solares.

Hoy por hoy, la versión sin censura de la Horripilante Bestia Humana ya no asusta ni escandaliza a nadie.

Se trata, sin embargo, de una película de culto y una muestra de los estrechos márgenes de libertad dentro de los que podían moverse los cineastas y las audiencias del México de los años 60’s.

 

Aquí puedes ver el film completo sin censura:

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Etiquetas:      Cine      Cine mexicano      Películas      México

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Orgasmo para tres

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trío, sexo, ciudad erótica, relato erótico

Desde mi habitación se percibía un fuerte olor a marihuana. Hacía rato que me había puesto la pijama y había comenzado una de mis películas favoritas. Siempre me han gustado los hoteles. Esa sensación de llegar cada vez a un lugar desconocido, que te ofrece camas y sábanas distintas, un techo que mirar y una ventana (quizá).

​Al principio le resté importancia a los ruidos que se escuchaban en la habitación contigua. Seguramente se trataba una de esas jóvenes parejitas, se estarían estrenando en las artes amatorias, dado que alcancé a escuchar con claridad en varias ocasiones a una voz femenina que se quejaba, aunque un rato después pareció disfrutarlo, porque los gemidos iban de menor a mayor y justo en mi cabecera parecía que golpeaban rítmicamente con un mazo.

Lo disfrutaba

​No puedo negar que aunque en gran medida mis estancias en los hoteles son por cuestiones laborales, en algunas ocasiones he pasado fines de semana completos en cuartuchos de mala muerte sólo para escuchar a las parejas teniendo sexo.

Es tan lindo imaginar, pensar en cómo serán, cuál será la posición que están adoptando y hasta ponerse en el lugar del uno o del otro e incluir diálogos que hagan más interesante esa historia ajena…

No pude ignorarlo

​Me levanté al baño en un par de ocasiones, y luego regresaba para darme gusto con unos tragos improvisados que preparé en el mismo cuarto. Estaba un poco mareada, así que decidí dejar sólo la luz tenue de la mesita de noche y reacomodar las almohadas.

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Subí el volumen al televisor dispuesta a ignorar lo que estaba ocurriendo unos pasos más allá de mi habitación, pero me fue imposible. Esa manía de prestar atención regresó, y también las imágenes producto sólo de mi imaginación.

​»Seguramente era virgen», pensé. Recordé entonces cuando mi virginidad me fue arrebatada en un cuarto de vecindad, así que en adelante, las historias que inventaba de acuerdo a los sonidos que escuchaba, serían mucho mejores que mi propia experiencia.

Orgasmo para tres

Foto: Obra Motel Fetish, del artista Chas Ray Krider.

​Noté después que mi ropa interior se empezó a humedecer. Era imposible omitir las imágenes que venían una tras otra y que en principio me obligaron a acariciar un poco mis senos. Los pezones habían encendido una señal de alarma y mi cuerpo me obligaba a lo que debía hacer esa noche, aunque sea desde mi trinchera.

 

Decidí participar

​Apagué la luz y el televisor. Acomodé de nueva cuenta las almohadas y las sábanas y de a poco me deshice de mi bata y luego de mis pantaletas en un acto que rayaba en lo automático, en lo debido.

Al rozar mi vulva, confirmé que estaba tan excitada que no podía esperar más para sentir un poco de lo que aquella joven estaba sintiendo con su pareja en el cuarto contiguo.

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​Acompasaba los movimientos de mis dedos con los sonidos de fondo, reaccionaba de acuerdo a sus reacciones y mis sonidos guturales que de a poco se convirtieron en gemidos ahogados, se fueron intensificando.

Un hombre invisible

Busqué incluso algún objeto extra que pudiera ayudarme a tener un orgasmo acelerado, quería terminar al mismo tiempo que ella y hacer de cuenta que era yo aquella que estaba disfrutando con un hombre para mí invisible. Nada encontré.

​Utilicé mis dedos, introduje uno, y luego dos dentro de mí, mientras que ayudada por el pulgar podía acariciar mi clítoris. En la pared, los golpeteos iban en aumento, pero para entonces ya estaban acompañados por los míos, los que provocaba al retorcerme en la cama. Me aferré a las sábanas, me detenía poco antes de llegar para volver a comenzar y experimentar una sensación aún más intensa cuando llegara al clímax.

​Mojé las sábanas de manera inevitable cuando logré vaciarme. Me quedé descansando, y escuchaba apenas los susurros de los vecinos de cuarto. A mi silencio, se sumó luego el de ellos. Había logrado mi objetivo, había llegado a un orgasmo tal vez más intenso que el de aquel par de desconocidos.

La experiencia me hizo refrendar mi gusto por esa extraña manía de contar una historia y prestarle mi cuerpo. Llamé a la recepción para que me cambiaran las sábanas.

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Foto de portada: Valeria Boltneva.

 

 

Etiquetas:      Ciudad Erótica      Sexo       Relato erótico

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