Ciudad Erótica

La lujuria

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—¡El autoerotismo es pecado! Dios ve con malos ojos esas prácticas; dicen que es natural. No lo es, es perversión. Nos engañan; que ellos se masturben, quiero ver— gritó el sacerdote durante su homilía.

—Cabrón, debe hacerse chaquetas pensando en las señoras que confiesa —, dijo en voz baja Ulises.

—Se las hace con señoras y señores; incluso piensa en ti, en ti y en mí y en Dios. Se las dedica a Jesús—, explicó Adán en el mismo tono.

Ambos rieron por lo bajo, nadie pareció reparar en ellos. Adán se mordió los labios; la señora Bellita miraba a otro lado, regañaba a un niño que se comía los mocos. Los domingos asistían a un grupo de jóvenes católicos, algo como Boy Scouts, pero sin sexo en los viajes de campamento y no usaban uniformes coloridos tipo Juventudes Hitlerianas. Sus padres los obligaban, desde el principio lo odiaron.

El sacerdote continuó con su generalización de lo que estaba “mal” con los tiempos modernos. Recitó con sorna, condescendiente, los diferentes estudios del poder de la mente sobre la materia; se burló de aquellos que caen en la tentación de la carne y las series de televisión y luego acudían a la casa del señor a pedir perdón. Miraba con cierta indiferencia, y no, a la poco atribulada audiencia que se juntaba los domingos a escuchar su homilía en el Templo de Nuestra Señora de la Paz.

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—¿El señor trabaja de maneras misteriosas?—, se preguntó Ulises.

—Y ¿El padre se hace chaquetas de maneras misteriosas?—, le contestó Adán. Rieron de nuevo; la Bellita volteó. Sus ojos de lince buscaron sus risas, aletearon por un momento en la monotonía del templo. “Quería atrapar las sonrisas que se atrevían a volar en la casa de su amo y señor, el sacerdote”, pensó Adán; era un puñetero poeta. El chico le dio un codazo a Ulises, su amigo se hizo el occiso, “il muy morto”, definió.

—Pendejo—, le llamó Adán con un codazo.

Hubo silencio entre ambos. Escuchaban al sacerdote. Adán había aceptado al principio ir al templo, al grupo de jóvenes, porque quizá conocerían alguna chica e iría con su mejor amigo, no sonaba tan mal. Sí conocieron algunas, sin embargo, estaban tan desinteresadas en la agrupación católica como ellos. Asistían por hacerlo y no les prestaban mucha atención. Además, estaba Jennifer, una acosadora profesional, no en el sentido sexual o de atracción hombre-mujer, sino en el religioso. La chica quería, o soñaba, con estar a total servicio de su Dios. Por lo tanto, todos debían estar en la misma sintonía.

Las chicas no podían fumar o maldecir, demonios, ni siquiera hablar de chicos, porque Santa Jennifer se ponía como una cabra al escucharlas. Adán en varias ocasiones había presenciado juntas de chicas para planear el linchamiento de Jennifer; la odiaban y ella no cesaba, quería crear su propio ejército de campeones en la fe cristiana.

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Por desgracia, y por supuesto, Jennifer estaba deliciosa. Era alta, 23 años, morenita, de buenas curvas (las cuales querías seguir con tus manos y sólo podías hacerlo con los ojos), sonrisa fácil, obediente; era una buena chica que usaba ropa untada; de cabello largo y suelto color castaño. Se meneaba bien cuando ayudaba a recolectar la limosna o daba clases de catecismo a los pequeños bastardos, que sus padres descreídos, abandonaban en el templo cada sábado por la mañana.

A veces, la ropa de Jennifer se pegaba tanto a su cuerpo, que podían verse las líneas de las bragas. Cuando se agachaba a recoger algo, podías verlas. En ocasiones se ponía negras, rojas o azules. Las negras se le veían bien. Adán la vio levantarse para callar a dos niños que charlaban despreocupadamente. Jennifer. Se la imaginó en ropa interior, Santa Jenny enseñándole el evangelio según Hugh Hefner (algo viejo, un clásico con clase). Se frotó la entrepierna, se le puso dura.

“Mierda”, se dijo. Cruzó las piernas para ocultar la ligera erección… empeoró. Trató de calmarse, una erección en la casa del señor. “¡Dios!”, se dijo, “¿Qué pensaría Dios? Dicen que hay un pecado original, la desobediencia. Creo que hay otro pecado original, la lujuria. Todos la sentimos, estamos atados a ella; es tan natural, como los dioses primigenios de los que hablan las historias antiguas antes de la llegada de Netflix”.

“Vamos a pecar”, se animó. Reconfortado por un mal primigenio o naturaleza, simple rebeldía, Adán se frotó de nuevo, acomodó sus piernas y su erección se endureció. Joder; le dolió y sintió una perturbación placentera que lo recorrió; suspiró, bajó la cabeza, cerró los ojos. Ya muchas veces, cuando había tenido la urgencia de masturbarse, lo había evitado, dejaba que se le pusiera dura y le doliera, era excitante.

No se engañaba, no era la primera vez que iba al templo a ver mujeres y se excitaba; muchas veces se descubría viendo traseros de chicas, diferentes tamaños, colores, formas y un único sabor. Le gustaba ir a las misas donde se celebraban bodas, las chicas llevaban ropa elegante y untada; era una competencia (al menos así lo parecía) para demostrar quien se veía mejor. Él lo agradecía. El desfile de minifaldas y escotes lo dejaba seco. Las zapatillas cantaban, claveteaban, click, clak, por los pasillos. Parecían más altas, levantaban la carne. Piernas y traseros, era un hombre de traseros y piernas, lo sabía. Le gustaban de todo tipo, excepto los flacos, las chicas sin trasero le eran indiferentes. Le dolía conocerlas.

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“Estoy perdido, condenado”, se decía al pensar en mujeres, al frotársela, en el templo. Le gustaba verlas caminar al altar, lo meneaban bien, caderas anchas. Jennifer tenía caderas un poco anchas. En cierta manera tenía el cuerpo proporcionado, nada era exagerado en ella.

“Quizá, si hubiera tenido más caderas no hubiera sido una fanática insoportable”, pensó Adán. Nunca lo sabría. Ella se levantó, la congregación se alzó al mismo tiempo impulsada por la costumbre. La homilía había terminado. “¡Carajo!”, se gritó. La erección le dolió al ponerse de pie. Se excitó. Bajó los ojos y pudo ver el bulto entre sus piernas, movido, acostado en la pierna derecha, “maldita sea”. Parecía el cañón de una pistola. Le palpitaba, la sentía un poco húmeda, caliente, recorrida por electricidad.

“¿Nadie lo notó?”, se preguntó; miró de soslayo a su amigo, nada, estaba con toda su pobre y mediocre atención puesta al frente. A su lado derecho no había nadie. Aguantó, parado, parados, esperó a que el sacerdote terminara. La erección remitió.

“Padre nuestro que estás en los cielos; erección nuestra de cada día y que estás en nuestros pantalones; santificado sea tú nombre; santificada sea tu aparición en mis piernas; vengámonos en las piernas de bellas mujeres; hágase tu voluntad, tanto en la caseta de teléfono como en el escritorio de la oficina; mándanos al cielo cuando terminemos y que el chorro sea generoso; perdona nuestras chaquetas, como perdonamos las que suceden y no son para nosotros”, rezó. Una sonrisa débil, un arco, una grieta minúscula, se formó en sus labios.

Ulises lo miró por un momento. La erección remitía.

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—¿De qué te ríes, pendejo?—, preguntó él en voz baja.

—Qué te valga—, replicó Adán. Ulises lo ignoró.

Hubo otra oración; Jennifer se acercó con la canasta de la limosna. Sonrió a sus compañeros del grupo. Adán le regresó el saludo. “¿No tendría ella algún interés? ¿No le gustaban los hombres?”, cuestionó. En varias ocasiones pensaba en ello, principalmente en misa. Ella debía entenderlo, estaba sabrosa; gustaba a los hombres, se notaba.

“Tal vez… tal vez lo sabe y no le importaba en realidad”. Podía ser una elección ¿A qué sí? Uno podía vivir como le viniera en gana, podía volverse un deseo y permanecer inmaculado. “La lujuria la sufrimos a flor de piel; somos pecado y anhelo”.

Incluso el Papa tenía su harén de niños y adultos. Estaba documentado, los Borgia eran un ejemplo perfecto. ¡Orgias papales!, las más famosas, exclusivas y maravillosas, como en tiempos de Roma. “¿Les decían bacanales? Sí, bacanales. El Papa llegaba cada sábado por la noche con palomitas de maíz, se sentaba en primera fila y disfrutaba del gusto de darse un gusto con un variopinto y selecto mercado de carne”, se recordó Adán. Bueno, eso le había contado un amigo. No le enojaba, no le importaba de hecho. Todos necesitábamos un poco de acción de vez en cuando, razonó, incluso los célibes monjes tibetanos. Hasta su padre, un hombre religioso, rayando en el hartazgo, le gustaba ver escenas de sexo duro, alocado y falaz en la televisión. La perversión tenía tantos rostros.

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Le dio la mano a una chica, era momento de “dar la paz”. Se sorprendió, que rápido pasaba el tiempo cuando uno se dedicaba a las chaquetas mentales. Razonar apagaba los conatos de erección. La suya estaba casi apagada.

A una orden del clérigo, tomó asiento junto a otros parroquianos. Era el momento de la comunión. Jennifer, siempre Jenny, fue la primera en ponerse a la fila. “¿Si un día perdiera… y decidiera que deseaba encerrarse en el templo contigo?”, se preguntó. “¡Nah! ¿Ella? No, no ¿Por qué habría de pasar?”, trató de argumentar.

La imaginó, estaban juntos en la iglesia, una tarde de sábado. Ambos se atraían. Jenny se le acercaba, platicaban, ella no pensaba en el pecado y la perdición, para variar, sólo era una chica bonita y alegre. Le decía “vamos”, le tomaba de la mano e iban al sótano, que llevaba a las urnas y cenizas de los muertos. En las escaleras se detenían, miraban de arriba-abajo, nadie a la vista.

En la semioscuridad, se besaban; lento, pequeños y pausados besos; sus labios apenas se rozaban. Los acariciaban lentamente, frotándolos; sus alientos estaban tibios, Jenny olía bien, su cabello olía a champú barato de frutas. Su boca, chicle de menta. “Sus labios están acolchados, se siente bien”.

De repente, ella adelanta la cabeza y lo besa agresiva, le jala un poco el labio inferior. Cariñoso, lascivo. Él la atrae y le muerde también, deja que sus labios escapen poco a poco de sus dientes. Adán ataca el cuello, se zambulle entre su pelo; ella se acerca, se aprieta contra su pene, lo frota con su pierna y ya está. Se le pone dura. Jenny aprovecha, frota con fuerza. Él no sabe qué hacer, así que la aprieta también, la toma de los hombros y rodea su espalda con los brazos, baja a la cintura. Sus senos se aprietan contra su pecho; golosea, los frota. Siente el sujetador, cabrón sujetador, sólo estorba. Ella pasa sus brazos por sus hombros y se le abraza del cuello. Quiere correr, todos queremos correr, se detiene, debe ir lento. Disfrutar es bueno.

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Adán baja su mano; sus lenguas se tocan, él mete la suya hasta el fondo, ella lo deja; al fondo, al fondo, al fondo va mientras sus manos bajan; ella se sacude, aprieta, aprieta su cuerpo contra él. Duele la erección, quiere sacársela. Se siente como un poste, un palo alto, alto, alto al que ella le hace reverencias, bailes y contorsiones. Están tensos. No puede resistirlo; baja su mano derecha y le agarra el trasero, lo saborea con la mano, lo acaricia, atrapa y disfruta; es un buen culito, redondo, firme, jugoso. Jenny protesta, no mucho, suspira y deja que la gocen.

Abre un ojo, no hay nadie, silencio; los ángeles ven con pena, la luz entra colorida por los cristales de los altos ventanales de vidrio cortado. No se apresura. Su cuerpo se mueve como en automático, lo deja hacer, deja que su mano se meta en el pantalón poco a poco.

Le muerde el labio; responde bien, ella lo muerde en repuesta y mete la lengua. Hondo, hondo, hondo. La mano de Adán se va; de la espalda, recorre poco a poco hasta alcanzar los pechos de ella. Antes de tocarlos, Jenny se estremece, frota su entrepierna con el palo de carne duro que Adán sostiene; ella arremete, lo pega, se frota contra el bulto en sus pantalones. Le duele, le enloquece. Quiere sacarla.

Adán lanza una ojeada antes de zambullirse de nuevo, nadie a su alrededor, se mete de lleno. Ella se frota. Deja de besarla y pasa la boca a sus pechos ocultos por un escote ligero, besa el nacimiento de sus senos, las faldas de esas sierras pequeñas; pasa su lengua, labios y barbilla con pocos vellos, nariz y lengua de nuevo; su olor llena, se siente bañado del sudor y aroma ligero a madera y naranja; se deja llevar por su lengua en la carne tibia y mordisquea. Su mano llega a los senos, el sostén no le deja tocarlos. Puede sentirlos, pero no disfrutarlos en toda su cálida y suave gloria.

Gime, Jenny gime, quiere quitarle la mano, pero no lo hace. No se resiste ya. Adán mete su mano dentro del pantalón y siente sus bragas, el pantalón ajustado hace difícil este movimiento; escarba, las bragas de tela agradable se sienten bien al tacto. La codicia de la carne lo enloquece; después de un tirón logra meter la mano en el pantalón y abarcar la nalga derecha con su mano. Caliente, poco firme, tersa, suave; claro, no puede evitar pensar en frutos jugosos y carnosos. Aprieta, su mano se vuelve una garra, aprieta. Ella responde, se le pega más, parece desear habitar su cuerpo, quiere sacarle el esqueleto y habitarlo como quien compra una piel. Los cantos, escucha cantos, deben ser los coloridos ángeles con cara de pena en los cristales de la iglesia.

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Las salas empiezan a llenarse de susurros, las escaleras rechinan; ecos, cantos apagados resuenan.

“No, es el Coro Tabernáculo. Les gusta cantar mientras ven fajar a la gente decente. Es su fetiche. Te cantan en la boda ¿Por qué no cuando consumas el matrimonio?”, las voces llegan de lejos, cantan, cantan “los oídos te zumban, la verga te zumba, quieren zumbarla a ella”.

La chica se aprieta y aprieta contra él, no caben. Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Su erección es de campeonato, de primera: dolorosa, dura; él cree que podría cargar un pendón, una bandera, podría levantarla a ella si se sentara sobre ésta, “ojalá lo cabalgara, cabálgame”, gritó en su interior.

Su mano izquierda se mete bajo la blusa de Jenny; pasa sin problema bajo el sostén y alcanza su carne trémula y suave, “¡Carajo!” balbucea él. Quiere detenerlo, no puede, no quiere ni puede. Gime, suspira y gime, lo hace levantar la cabeza y planta un beso con lengua. Él responde, las lenguas, se retuercen en el interior de sus bocas. Respiran entrecortadamente; él sigue con su tarea, saborea la carne bajo la ropa de Jenny, ella respira con fuerza, entrecortadamente, sin ritmo; beso, aprietan, aprieto, jalo, muerdo tu labio, meto la lengua, cuerpos tensos; ella se lamenta como si le hubieran pinchado con una aguja.

Su mano baja al pantalón de él. Ha sido suficiente, no es justo, sólo él se divierte. ¿Adán se agasaja con la lujuria, pero a ella no le toca nada? ¡No es justo! Es hora de subir el nivel, de estar iguales, de comer, comerse, del disfrute.

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Carne, es el único tipo de carne cruda y dura que a ella le gusta, palpitante. Con su mano le frota el bulto, él arremete de nuevo, intensifica los movimientos de sus manos y está pensado en participar, en sacar la mano de atrás y ayudarla con ese pantalón que se ve tan apretado. Liberarla de la presión de esos pantalones ajustados.

Su mano está en el cierre del pantalón, lista, habida; sube, libera primero el cinturón, luego el botón, después el cierre, así es más sencillo. Ríe, está nerviosa, él la imita. Qué nervios, “a la mierda los nervios, que siga”, se dice. Hace calor; la maldita iglesia empieza a derretirse; los espíritus celestes lloran, las paredes sangran, pronto empezarán a sudar y verán fuego, lenguas de fuego crepitar detrás de los cristales. “Qué importa, qué importa, qué importa ya”.

La mano manipula la bragueta, va a bajar, respira profundo y… Un tirón, le dan un tirón; le han dado un tirón desde las alturas y lo jalan, lo han jalado desde la tierra, va de vuelta. Era una pena… lo bueno acaba pronto.

Adán, avergonzado y desorientado, regresó. Despierta. Su corazón se calma, respira hondo. Hay un silencio entrecortado por susurros. Como si se ahogara en un río, se saca a si mismo de la corriente salvaje que le arrastraba para sentarse a la orilla y preguntarse “¿Dónde estaba?”. Pasa de una erección en la semioscuridad a una banca vieja en un templo viejo alumbrado por cirios aromáticos y luz moribunda.

Ha terminado la ceremonia. El párroco guarda el cáliz, los últimos viejos se acomodan en sus asientos. Adán voltea a su alrededor; nada. Mira sus pantalones, la erección es apenas un bulto pequeño, sin chiste. Suspira.

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Dan los avisos del domingo; nadie pone atención. Termina la ceremonia, se levantan, Ulises se despide de Adán con un apretón de manos y buscan a sus padres. Jenny se va al fondo de la iglesia a saludar a las personas que salen a despedirse. Pasa junto a ella, se sonríen. Dice “me da gusto verte” y espera que asista el siguiente sábado a la junta. “Claro”, contesta él.

Se da la vuelta y le mira el culo por última vez. Lo saborea. Aparta el pensamiento con una sonrisa. Debía apurarse, sus padres lo esperaban y por la tarde vería a su novia. Tati, blanca, pequeña, cabello cremoso, rubio cenizo; de sonrisa fácil, alegre, un par de senos que apenas se formaban, le gustaba usar converse rosas. La buena Tati.

Era una delicia de chica. Sonrió, se sintió satisfecho. Le prestarían el auto, irían, él y Tati, al cine y luego se darían una sesión de “revisa qué tengo bajo la ropa” en algún lugar oscuro cerca de su casa, en el parque estaría bien, siempre hay oscuros y seguros parques por Avenida México para fajar. La policía pasa, no obstante, no molestan. Puedes mirarlos directamente a los ojos, con sus torretas encendidas, pasan y tu bragueta está abierta, no hacen nada.

Adán bajó las escaleras del templo trotando. El día apenas empezaba y una ciudad erótica, lo esperaba.

 

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