Ciudad Erótica

Las flores y las abejas

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Damián succiona lentamente de la roja cabeza. Un líquido de sabor salado se emana en abundantes gotas. “Líquido preseminal”, piensa como biólogo titulado y maestro, de profesión malpagada, en la Prepa del Sauz. Se determina dejar de pensar y concentrarse. Sus manos manosean con suavidad los testículos rasurados. Escucha gemidos que no paran en voz baja, constante.
—Ay, qué rico. Ay, qué bien chupa. Uf—.
Lo que hace que su propio pene se erecta y se remueve con ansias de penetrar. El profesor de biología aparta la boca para gemir, también a sus anchas.
—Órale, profe, no le pare—.
El estudiante le pone los tobillos en los hombros. Un leve olor a pies sudados lo excita al grado de estirarse y prepararse a embestir al joven.
—Te la voy dejar ir—, anuncia.
—No te bañaste—.
—No mame, me vine de las canchas de fut a coger: sígale mamando—.
Damián no escucha e, hincado en el suelo, con las rodillas en las frías baldosas de su recamara, acerca su miembro a las nalgas morenas y redondas. Empuja en la abertura y entra, casi toda poderosa erección, de un sólo movimiento a una cavidad húmeda y profunda.
El joven grita:
—Ay, profe, siquiera pongale salivita—.
Escucha Damián esa suplica y salpica un chorro interminable, tibio. Grita:
—¡Qué rico, pinche Torres. Qué rico!—.
Despierta.
Su propio semen sobre su abdomen, que chorrea sobre sus ingles, lo trae de vuelta al amanecer. Está desnudo. Solo. Por la ventana, una luz azulada de otoño lo ilumina, sudoroso. Aún agitado. Sus dedos de los pies, agarrotados de placer. Soñaba de nuevo con el estudiante de la tercera fila. No se quiere mover para que las imágenes no se evaporen: el joven es jugador de futbol llanero, con perpetua playera de las Chivas, en la clase nunca presta atención. Está siempre sobre el cuaderno, rayando distraído o mirando por la ventana. Le vale lo que Damián enseña, como a la mayoría del salón, pero su indiferencia es la única que lastima al maestro. La rara vez que voltea al frente, a verlo directo, sus ojos son verdes y Damián siente una descarga, potente, de la cabeza a los dedos de los pies.
“El sistema nervioso central”, piensa el profesor para explicar que la pasión por un alumno de 17 año es malsana. “No soy yo: son mis instintos de reproducción”. Torcidos. Desviados. Calientes. Siente despertar su entrepierna.
Se ha quedado callado y la clase se mueve, inquieta, entre bajos susurros. Damián se quedó paralizado viendo a Torres Villanueva Andrés. Tercera Fila. El joven lo escruta con curiosidad y una carcajada le suelta, en la cara. Con voz ronca. Le profesor tiene una erección que veintitres alumnas y alumnos intuyen, por el bulto, en su gastado pantalón. Una cascada de risas apuntalan su descaro y vergüenza.
—Se pueden ir ya. El ensayo es para el lunes, sobre métodos de polinización de las abejas—, dice, apurado, apenado. Se paran los estudiantes. Sabe que fue la burla y lo será por días y días. “El cachoruco” le dirán en los pasillos. Imagina que quén lo bautiza como un viejo de cincuenta años, que se le nota sus pasiones, es el mismo Andrés.
Esa noche, su cerebro lo recompensó con el primero de los sueños donde sodomizaba, con ternura y algo de fiera potencia al alumno. No es un castigo para ninguno de los dos. En las horas de la madrugada, en su ensoñación, el joven Andrés se deja hacer y deshacer, desnudo, con un cuero de joven chacal y con energía suficiente para tener a Damián aprendiendo todo lo que sabe sobre sexo homosexual. Sólo en la teoría, En la práctica, jamás ha tocado un hombre. Ha tenido “novias” con las que tenía un sexo de misionero aburrido. Hasta que llegó a los cuarenta años y se volvió célibe y amargado. En septiembre entró al salón. Un nuevo grupo y el alumno Torres Villanenuva Andrés, respondió a la lista con un varonil “presente”. Volteó a escrutar de quién era esa voz. Amor a primera vista. Han pasado cinco semanas apenas y él ha conocido, en sus sueños, más placer que lo que hubiera imaginado en toda su vida, compartiendo acrobacias con un joven del Sauz.
Apaga la tele a las 11 de la noche. Terminó el noticiero y su habitación, iluminada por una lampara escuálida, está fría. Sola. Se desnuda despacio, mientas invoca la imagen anhelanda: imagina que se abre la puerta y entra Andrés, dejando caer la mochila y quitándose la camisa de las Chivas. Un olor a hormonas juveniles inunda el cuarto, casi vacío. Un librero, una cama. una tele. Damián se baja los calzones y deje entrever que su pene no cesa de levantarse, noche tras noche, de responder al húmedo impulso de la imaginación. Sin necesidad de tomar Cialis para tener erecciones duraderas como anuncian en la farmacia de génericos. Se acuesta y siente, casi jura, que encima de él se monta el muchacho.
—¿Me estaré volviendo loco?—, piensa fugazmente porque siente su carnosa boca, besarlo, y decirle:
—Qué rico besa, profe—.
Damián no sabe distinguir ya sueño y realidad.
La noche avanza y en ella está acompañado por la vitalidad de un veinteñero.
No está solo más.

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