Ciudad Erótica
Un salto al vacío
Por Carmen Larracilla
Estar con alguien que tiene pareja desde hace años, probablemente no es la mejor cosa que he hecho en la vida, pero tampoco me arrepiento. Decían que la cura del enamoramiento era el encuentro sexual, pero aún no estoy tan segura de ello. Al menos a mí, esa primera vez contigo no alivió ese sentimiento que había guardado por tanto tiempo.
Era la segunda vez que nos veíamos. Había pasado mucho tiempo desde que me enteré de su relación y decidí mantener mi distancia. Luego, esa fuerza interna fue como un imán que me volvió a acercar a ti. Sabía que no debía ocurrir nada más, que no podía siquiera tomarte de la mano o mirarte a los ojos por más de tres segundos porque la imagen de “ella” me retumbaba en la cabeza.
Eras un objeto del deseo, un hombre prohibido para las demás, pero lo más anhelado por mí. Mi cuerpo no me pidió permiso. En cuanto lo vi le regalé un fuerte abrazo y me obsequié el hecho de que me correspondiera. Saber que él tal vez estaba atrapado en una discordia que le impedía avanzar, me sostenía un poco, pero en el fondo, sabía que si me encontraba con él de la forma en que sabía deseábamos los dos, algo iba a estallar. El resultado podría juntarnos o separarnos para siempre. Yo me arriesgué.
Al principio el roce fue apenas debajo de la mesa, pero sentir sus dedos en mis rodillas me doblaba por completo, me humedecía, me trasladaba al después, a lo que seguiría si decidimos, por supuesto, seguir.
A los roces siguieron las caricias más sugerentes. Suena a cuento viejo, pero tamborilear sus dedos en las palmas de mis manos, decía que él y yo no saldríamos intactos esa noche. Teníamos el ánimo y la risa, el nerviosismo y la espera de algo que no podía esperar más. Salimos caminando a tientas rumbo a su coche. Apenas dentro nos besamos con la urgencia de los amantes que ya no tienen miedo a nada, que desean saciarse y terminar con la sed, o incrementarla. Detuve sus manos de mi escote cuando debía decidirme. Nos miramos a los ojos y sabíamos que ese momento era el que habíamos estado esperando tanto tiempo, no era momento de arrepentirse o de pensar en otros, sino en nosotros, en ese deseo que ya no podíamos calmar.
Entramos al tráfico habitual mientras nuestras manos se deslizaban por nuestros sexos. Noté su pene erecto y muy duro, lo acaricié de a poco y de pronto le daba pequeños apretones. Ahogamos grandes gemidos en varias ocasiones. El roce de sus dedos por debajo de mi ropa interior era una invitación a la gloria. Estaba tan húmeda que sentía venirme en cualquier momento. Al oído, en los altos, sobre la avenida Patria, me decía cosas que elevaban aún más mi temperatura, al tiempo que seguía moviendo sus dedos mojándome cada vez más. ¡Lo que habría dado porque los introdujera de una vez!
Llegamos a un motel que nos quedó al paso. Apenas entramos a la habitación, me dijo que haría realidad todas las conversaciones subidas de tono que habíamos tenido durante meses. No sabía exactamente a cuál de ellas se refería, pero antes de que pudiera pensar, me había colocado contra la pared para bajar mis pantalones y ropa interior. Me inclinó hacia él y metió dos de sus dedos en mi vagina para asegurarse que estaba lista para recibirlo. Sacó su miembro y aunque al principio fue benévolo para no lastimarme, terminó por introducir todo su pene de tajo. Gemí de nuevo, pero esta vez con toda la soltura y naturalidad que la privacidad nos permitía. Logré venirme en apenas unos segundos y aguanté otro tanto para que él depositara su semen dentro de mí, tal como lo habíamos dicho en una plática previa.
Nos acostamos apenas medio desnudos y terminamos por desprendernos de todo. Con la avidez de un cachorro recién nacido se prendó de mis senos para lamerlos, chupar mis pezones y mordisquearlos. Su saliva acompañada de su respiración agitada, los pusieron erectos enseguida. Yo bajé mi mano para acariciarle el miembro que rozaba mis piernas. Lo tomé de las nalgas para acercarlo y pedirle de ese modo que me penetrara. Me pidió que le mostrara mi vulva en todo su esplendor y así lo hice. Comenzó a lamerla ignorando mi solicitud de terminar con mi agonía. Cuando de nuevo había llegado casi al límite, introdujo sus dedos y con suaves movimientos intercalaba las caricias en mi clítoris. El pene lo introdujo de pronto, provocándome unas convulsiones tan placenteras, que invadían hasta el último centímetro de mi piel.
Estábamos húmedos de todo. La saliva, el sudor, y el semen que había dejado dentro de mi vagina, comenzaba a salir en su cauce natural. No sabíamos de freno. Seguíamos excitados de tal manera que recogió con su lengua lo que había quedado en mi vulva y volvió a empezar. Le daba golpecitos con su miembro como a un juguete nuevo para luego meterse y continuar. Nos quedamos secos. Habíamos vaciado todo eso que nos mantenía tensos cada día durante tanto tiempo. Terminamos rendidos y abrazados. Se recostó en mi pecho y yo le acariciaba la espalda mientras le repetía cuánto lo quería y lo mucho que había deseado ese momento. Nos quedamos dormidos, esperanzados quizá. Pero allá afuera nada había cambiado. Él siguió con su vida en compañía y yo extrañándole a solas, ahora más que nunca.