Ciudad Erótica
Sin restricciones
Por Carmen Larracilla
Contigo no aplicaron restricciones. Me fui de filo, sin paracaídas y sin miedo al suelo que seguramente besaría lo que me queda de corazón. En realidad nunca fuimos muy amigos. Teníamos muchas cosas en común, pero no compartimos nada antes que no fuera alguna miradita o un “con permiso” con un leve roce incluido en las reuniones espirituosas.
Podría decirse que las primeras veces que lo vi, no me caía del todo mal, aunque me parecía muy fanfarrón y mi atención inevitablemente se iba a otro lado. Sus pláticas sobre literatura y música no iban más allá de los conocimientos del resto, sin embargo a él le gustaba decirlo en voz alta, que todos supieran que leía, que todos supieran que la música era para él, una parte fundamental.
Con el paso de los meses (varios) comenzaba a incluirme en esas charlas, me preguntaba mi opinión, y aunque nunca he necesitado permiso para expresarme, con él prefería evitarlo para no entrar en una discusión sin sentido. Sin embargo, me sorprendí al darme cuenta que teníamos gustos en común, y que hasta sonreíamos con las mismas gracejadas.
Fue entonces que cambió mi percepción, de una manera tal, que hasta comenzó a gustarme. Lo veía distinto, si hacía el tonto, lo acompañaba en la broma, o les explicaba a los otros lo que en realidad quiso decir. La conexión estaba entonces en un nivel dos o tres, sin embargo, llegar a tener algo más íntimo, tampoco estaba en mi panorama inmediato. Siempre me equivoco, ¿verdad?
Digamos que habíamos bebido de más. Estábamos en casa de un amigo en común, y la mayoría se había quedado dormido, rendido de tanto cantar, bailar y embriagarse. Yo me quedé en el cuarto del hermano de mi amigo que estaba de viaje y él en la sala, en una colchoneta vieja y sin cobija. Hacía frío y en realidad me sentía un poco egoísta por contar con un buen edredón y dos almohadas. Decidí levantarme, tomar una de las almohadas y prestarle la sábana para que pasara una noche menos helada, sin imaginar que sería la más caliente que los dos tendríamos en mucho tiempo.
Cuando me paré junto a él, abrió los ojos como un muerto que de pronto recupera el aliento. Sonrío de inmediato, no sé si por la sábana, o porque yo sonreía también. Así, sin decir una sola palabra me hizo espacio y palmoteó el espacio para invitarme a acostarme a su lado. Me incliné despacio y puse mi dedo índice sobre la boca para invitarlo a guardar silencio. Ambos nos cubrimos con la sábana y nos abrazamos. El calor de nuestros cuerpos hizo mucho más sencillo el encuentro. Aunque al principio fue una sensación extraña la de sentir su miembro pegado a mi pelvis, después me fui adecuando, sobre todo cuando despertó su deseo con algunos de mis movimientos.
Intentó balbucear algunas cosas, pero coloqué mi mano sobre su boca. Tomó mis dedos y comenzó a chuparlos. Tenía miedo de que nos escucharan, lo que hizo más excitante estar ahí con él, a escondidas del resto. Bajé la mano y la saliva hizo de lubricante sobre su pene erecto. Comencé a tocarlo despacio, reiterándole el silencio con algunos gestos y él se esforzaba por hacerme caso. Metió la mano por debajo de mi blusa y me acarició los pechos, para después bajar su cabeza y comenzarme a chupar los pezones. Escuchamos un ruido en la cocina y nos separamos, nos metimos debajo de la sábana y nos quedamos más callados que nunca. Seguramente era sólo el eco de nuestra conciencia, pero nuestro deseo fue mayor.
Me subí en su miembro desnudo cuando él subió mi falda y me hizo a un lado las bragas. Traté de pegarme lo más posible a su cuerpo ya desnudo, por lo que el movimiento fue también muy discreto, pero también muy profundo. El éxtasis creció porque acompañó la penetración con su mano rozándome el clítoris, presionándolo, haciendo círculos con él.
Yo me sujeté de sus nalgas y me dediqué a meterle la lengua hasta el fondo, quería asfixiarlo, dejarlo callado, o que ahogara sus gemidos dentro de mi boca. De pronto sentí su dedo índice luchando por entrar a mi ano, y fue una de las sensaciones más placenteras cuando lo logró. El orgasmo vino casi enseguida y entonces fue él quien tuvo que poner su mano sobre mi boca mientras un temblor nos estremeció mutuamente. El frío se había ido por completo. Estábamos sudando, extasiados, deseándonos más que nunca. Me quedé ahí con él, dormimos juntos y abrazados. Uno nunca sabe cuándo escribe las mejores historias.