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‘Y si no me acuerdo, no pasó, eso no pasó’

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Y si no me acuerdo, no pasó, eso no pasó…

Es un “Godínez” en toda regla: usa calcetines azul marino, zapatos a medio bolear, sacos color café que siempre parecen una talla más grande y sus camisas tiene manchas oscuras, bajo las axilas ,que despiden, si te acercas mucho, un olor agrio. Lleva 20 años en el Palacio Municipal y se conoce el centro de Guadalajara como la palma de su mano callosa y, si se le ve bien, no es tan feo.

Pero de preferencia mejor no verlo.

Los rasgos de Mario son chatos y hoscos, enmarcados en una piel morena requemada y una mirada torva que esconde un secreto que nadie se imaginaría del encargado del archivo de esa oficina oscura: en las noches de los sábados, en un bar mugriento, repleto de borrachos y travestis gordos, se sienta en una mesa de la esquina, vestido como imagina lo hace la figura que venera más que a la Virgen Santísima: su admirada Thalía.

Tu saliva me emborracha

Así que, si en la semana, el huraño Mario Gómez saca copias infinitas y las mete en folders color beige; las noches enfebrecidas del fin de semana es la “esposa” del señor Mottola, a la caza de algún joven, de preferencia veinetañero, que le acepte una copa y, si se deja, le susurra que trae quinientos pesos para irse a un motel en Avenida La Paz y cantarle, mientras le quita la ropa, el tema de la telenovela “María Mercedes”. La canción para cuando se engolosina con miembros anchos y gordos a los que les canta, hincado y bajito: “tu saliva me emborracha”.

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Pero nunca tiene suerte.

— Pobre mana, es tan feíta que en vez de Thalía, parece ‘La Tesorito, pero más jodida—, se burlan las otras “vestidas” del bar, que no le hablan porque le tienen miedo.

Algo en la forma en que las ve,  con rabia, casi con odio, las mantiene alejadas; mientras Mario, solitario en su mesa, pasea la vista y espera, como una cobra, para levantarse y cerrarle el paso a un soldado despistado o un albañil chacal con ganas de sexo duro. Así han pasado muchas semanas.

Pero este sábado algo sí pasó.

Archivo.

Hola, don Mario

Mientras tarareaba “no me acuerdo lo que hice / de eso que te dicen no pasó, no pasó”, y movía sus pies callosos bajo la mesa en unos tacones altos, el mesero le trae una cuba.

—Oye, ese de allá te la manda—.

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Mario levanta la vista y voltea hacia donde le señalan. En la barra, un hombre de cachucha y barba cerrada, de unos 40 años, pantalones apretados de mezclilla, le guiña un ojo. Mario se sonroja porque jamás le habían invitado nada. Sonríe con timidez y, como es tan hosco, la sonrisa parece más una mueca siniestra.

El hombre camina hacia su esquina y, sin mediar palabra, se sienta. Mario siente que mariposas le muerden el estómago y dice, tratando de hablar como recuerda lo hace su personaje, con voz aguda y chiquiona, “hola, guapo”.

—Hola, Don Mario, me costó un rato reconocerlo—, le dice con naturalidad el hombre de brazos fuertes, piel blanca y pelo crespo.

La pretendida Thalía se estremece. Ese guapo lo conoce y no sabe cómo reaccionar. Siente rabia y miedo y, sobre todo, deseo en la entrepierna.

Thalía

—Quién eres—, dice con la voz que utiliza cuando cobra su cheque.

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—Usted no me conoce, porque no quiere conocer a nadie en la oficina, pero llevo también años en el municipio y, mire usted, ahora me lo encuentro aquí. Brindemos por la casualidad—.

—No me estés chingando, cabrón—, dice Mario y trata de levantarse, cuando la mano del bigotón lo detiene con firmeza.

—Cálmese y acépteme esta copa: yo no juzgo y se ve que está tan solo como yo, esta noche—.

Mario se tranquiliza y decide darle unos minutos. Si detecta algo raro, si nomás se quiere burlar se lo chinga, se jura en silencio.

—Soy Paco. Ando de chofer en Comunicación Social—, le dice con naturalidad. —¿Y usted esta noche, quién es?—.

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 Mario, en un susurro, le dice que Thalía.

—Ah, la de Timbiriche, ¿no?—.

—Mira, no quiero problemas, nadie sabe allá en la oficina—.

—Por mí, que no sigan sabiendo, Don Mario, cada quien su vida; conmigo su secreto está a salvo—, le dice Paco.

—Salud, Thalía”—, remata y levanta su vaso. Mario baja la guardia y afina la voz.

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—Salud, Francisco—, dice con voz aguda. Y bebe. Las chapitas mal pintadas en su cara, hacen que no se note su potente rubor de emoción.

Amigos, no por favor

Han pasado tres horas y Thalía y Paco ya bailan abrazados. Ya se tutean y aprietan sus miembros, que se sienten erectos, mientras en el sonido del bar, la voz de Yuridia canta aquello de “amigos, no por favor / porque los amigos no se hacen el amor”. Mario se recarga en el pecho fuerte de Paco y suspira.

—Qué pasó, mi Thalía, ¿ya te quieres ir?—, le dice el compañero de oficina.

—¿Quieres ir a un motel que conozco?—, le contesta con su voz aniñada el hombre del archivo.

—No puedo, mi reina, estoy casado y tengo que regresar a dormir a la casa—, le dice Paco. Mario siente que se le desinfla el corazón, pero se repone y le agarra las nalgas. Quizás sea su única oportunidad.

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—Ora, ora, Mario, me las vas a desgastar. Pérese para cuando un día si le acepte la invitación al motel—, le suelta, entre risas, el chofer. Thalia tambien se ríe y le da un beso en la mejilla.

—Si quieres, el próximo sábado te invito otra cerveza y me cantas al oído esa de que no pasó; y si no pasó ni me acuerdo—, le jura Paco.

Mario quiere creer y asiente, delicadamente. Quiere que la noche aún dure una eternidad.

Quizás mintió

El lunes, Mario siente que cada hombre que pasa por los pasillos, afuera de su oficina, es el chofer y su corazón se acelera. Ninguno es Paco. Quiere verlo y sonreírle. Así pasan martes y miércoles. El jueves pierde la esperanza de toparselo y aunque sea, saludarlo, de lejos.

—Quizás mintió y ni trabajaba aquí—, piensa mientras orina en los baños malolientes y siente un nudo en la garganta. Se sube el cierre y escucha que se abre la puerta del baño. Se dirige al lavabo y siente una nalgada.

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—Hola, mi Thalia—, le dicen bajito. Mario voltea y ve a Paco con una sonrisa franca y luminosa.

—¿Ya lista para el sábado?—.

Mario no se resiste y le da un beso rápido, casi de quinceañera, en la boca y sale. Escucha una carcajada a sus espaldas.

—Ay, pinche Mario, no te la vas a acabar cuando seas Thalía, de nuevo—.

Mario es feliz. Sabe que sí pasó. Por fin.

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Archivo.

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(JCS)

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