Cultura
En la Estación Juárez me senté y lloré
Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera[1].
En 1945, la escritora canadiense Elizabeth Smart publica en la editorial Editions Poetry una pequeña novela con el título “En Grand Central Station Me Senté y Lloré” (By Grand Central Station I Sat Down and Wept). Un texto cuya extensión es indirectamente proporcional a su brillantez y que resulta difícil de catalogar. Es una novela en tanto que narra una historia mediante una sucesión de pasajes conectados entre sí. Y también es un poema, pues está escrito como tal: cada párrafo se transforma en un verso donde ninguna palabra está de más; donde la cadencia y el ritmo están presentes página a página. En ambas clasificaciones, poema y novela, valiéndose de un monólogo interno demoledor. Aquí usaré ambas categorías de manera intercambiable.
La fama de la novela siempre ha estado ligada a la biografía de su autora. Es comúnmente aceptado que la trama está inspirada en la tormentosa relación que Elizabeth Smart sostuvo con el poeta británico George Barker. Un amorío que vale la pena rescatar en estas líneas, pues aunque la precisión de esta hipótesis sólo podría confirmarse por la propia autora, la relación con Barker fue siempre un tema recurrente en su obra.
Una mano extendida
Al cumplir los dieciocho años, Smart deja su natal Ottawa para irse a la Universidad de Londres a estudiar pintura, teatro y piano. En 1937, mientras combinaba sus estudios con distintos trabajos, entra a una librería londinense y se topa con un poemario del citado George Barker. De este modo, queda prendada no sólo de los poemas sino también de su autor, aun cuando no lo conoce en persona. A partir de entonces, se propone satisfacer esa necesidad que le surge por conocerlo y expresarle lo que siente.
A través del célebre novelista Lawrence Durrell (autor del magnífico “Cuarteto de Alejandría”), la escritora finalmente logra establecer contacto por correspondencia y, eventualmente, iniciaría con Barker un romance. Conocido mujeriego –y según quienes le trataron, con un ego que rivalizaba en altura con el Empire State–, Barker tuvo 15 hijos reconocidos con distintas mujeres. Pese a que éste ya estaba casado por entonces, Smart se convierte en la madre de cuatro de ellos.
Su relación con Barker
Dicen los estudios académicos sobre la canadiense que, posiblemente, ésta ya había comenzado a escribir la novela antes de conocerlo a él. En cualquier caso, el romance con el poeta se extendió durante los años treinta y hasta el final de su vida, de manera que numerosos de los pasajes están inspirados en su relación con Barker. Su biógrafa, Rosemary Sullivan, parece confirmar esto último. Por implausible que parezca, enamorarse de alguien sin siquiera conocerlo es más común de lo que nos gustaría admitir.
El que Elizabeth Smart haya quedado cautivada por las letras de George Barker e hiciera de sus deseos por conocerlo una misión, es entendible. Y es que, después de todo, ya lo decía Alan Bennett en su obra de teatro The History Boys: “[…] los mejores momentos al leer son cuando te topas con algo (un pensamiento, un sentimiento o una manera de ver las cosas) que creías especial sólo para ti. Ahora aquí está, escrito por alguien a quien nunca has conocido; alguien que, incluso, puede estar muerto. Y es como si una mano se extendiera para tocar la tuya”.
El Diablo en el cuerpo
¿Quién puede decir, a fin de cuentas, que no se ha enamorado con una intensidad similar? En una época donde una mujer expresando abiertamente sus deseos no era la norma, Elizabeth Smart se erigió en el vehículo de una pasión desmedida que trajo consigo consecuencias abrumadoras para ella misma. Hace apenas unos meses, Cristina Ortiz rescataba en el diario El País (a propósito del estreno de la película Call Me By Your Name), aquella sensación de desamparo total que experimentamos cuando nos enamoramos. Haciendo referencia a la novela de Raymond Radiguet, planteaba cómo la ansiedad se apodera de nosotros hasta que nos percatamos de lo obvio: tenemos “al diablo en el cuerpo”.
Al inicio
Al inicio de “En Grand Central Station…”, conocemos a una mujer que espera pacientemente la llegada de un autobús cuyo pasajero es el hombre del que se ha enamorado. Pero nos damos cuenta desde las primeras líneas que el peligro y la prohibición han acompañado esta relación desde su comienzo, pues del autobús también baja la esposa de ese hombre; ambos están allí porque pasarán una temporada con la protagonista de la novela. Vale la pena señalar que ninguno de los personajes tiene nombre y muchos de los eventos que se nos presentan tienen las cualidades de un sueño, del tipo que experimentamos cuando tenemos fiebre.
Corren los meses y, en un viaje que planean juntos, la protagonista y su amante son detenidos en la frontera de Estados Unidos y México por “actos inmorales”. Como atinadamente señala Ingrid Norton, en una reseña de 2013 sobre la novela, este es uno de sus momentos más memorables, pues somos testigos de una interrogación policiaca que se alterna con pasajes del “Cantar de los Cantares”. El monólogo al que me referí más arriba, es especialmente contundente en este punto. Entrar en más detalles sobre la trama de este capítulo, implicaría arruinarlo para quien todavía no la ha leído. Envidio a quien tendrá el gusto de hacerlo por primera vez.
La condena del destino
La novela nos cuenta cómo progresó esta relación y los distintos papeles que desempeña la esposa del amante: a ratos una aliada remota que comparte con la narradora la frustración de enamorarse de un “niño berrinchudo”; a veces una enemiga que disfruta de privilegios a los que ella no tiene acceso, como el tomarlo de la mano en público o participar de rituales mundanos como desayunar sin tener nada en mente.
Llega un punto en la historia donde nos enteramos de que un embarazo ha sucedido y somos testigos de las ambivalencias de la protagonista hacia el hecho de estar esperando un hijo:
Tú dolor, que traerás a mi hijo, sal de entre las cortinas de la naturaleza, esa escrupulosa ama de casa, y dame la verdad o nada. La naturaleza lucha por su embrión como tigresa con todas sus armas, pero el dolor me ha afilado la mente, y agujerea la salvación natural.
Se me apresuran por la calle húmeda los pies para coger el tren, y la mano aferra el billete con destino a mi condena. Haz una reverencia, cerezo, voy a encontrarme con mi amante.
Lo mismo presenciamos instantes de felicidad desbordada que momentos de una melancolía que nos cala en lo más profundo. El poema, hábil como su autora, nos atrapa desde la primera página para no soltarnos hasta terminarlo. Se ha dicho, y yo coincido, que la mejor forma de catalogarlo (aunque tampoco es que haga falta) es como “prosa poética”.
Una mujer diseccionada
¿Qué duda cabe de su contundencia, cuando leemos algo como lo que sigue?
Un ala húmeda barre la noche temblorosa, y en mi mente me esperan fantasmas; la madrugada insufla frío análisis. Las enredaderas adoptan actitudes mundanas, insinuando el verde con sus dedos de niño. Flaco, se erige el eucalipto, impotente.
Pero tenue como la esperanza y preciso como muerte, el ambiguo fénix de mi amor brilla como un tótem a la luz de la mañana, contra el cielo, y respira hondo, como un jornalero a punto de poner manos a la obra.
Elizabeth Smart toma el bisturí para diseccionar a la mujer protagonista del poema y dejar constancia en las páginas de su humanidad: ferocidad, erotismo, pasión desmedida y violencia explícita. Todos, elementos indispensables en este retrato tridimensional de una mujer que no cabe en sí misma y que nos habla de tú al oído.
El final
En el final de la novela, nuestra protagonista llega a la Estación Grand Central de Nueva York, que le da título a la obra, para cumplir con un destino que se venía dibujando desde la mitad de la historia. En apenas unas páginas, Elizabeth Smart nos regala un boleto de ida para presenciar un final apoteósico donde padecemos junto con la narradora una serie de dolores punzantes, físicos y emocionales. Compartimos su desesperación en tanto que vemos pasar frente a nosotros a los transeúntes de la estación, indiferentes al sufrimiento de nuestra protagonista, que para entonces ya se volvió nuestra amiga.
La pluma ágil de Smart nos permite inspeccionar a los vendedores instalados en cada local de la estación; casi vemos la luz filtrarse por los grandes ventanales y escuchamos a los taxistas estacionarse afuera. Todo ello como trasfondo para la lucha entre la vida y la muerte que se libra en un rincón del lugar. Somos testigos de un acontecimiento que, sin dar muchos detalles, conmueve a cualquiera que lo lee. Nuestra amiga sufre y sufrimos con ella. Como puede, busca saldar con el alma las deudas del cuerpo.
Poema inagotable, novela inabarcable
Ninguna recomendación que yo pueda escribir es suficiente para hacerle justicia. Inagotable e inabarcable a partes iguales, Elizabeth Smart creó, en mi opinión, una obra maestra de una contundencia tremenda. Hace apenas dos años que la descubrí y ya he perdido la cuenta de cuántas veces la he leído. Si bien es corta, con la primera lectura es fácil pasar por alto muchas de las referencias bíblicas y de poesía épica que la conforman; Yeats, Shakespeare, Marlowe, Auden, Milton y el Antiguo Testamento, se asoman por turnos en cada capítulo.
Quizá su logro es mayor por trasladar la erudición de la autora a unas páginas cargadas de sentimiento, sin caer nunca en la pretensión. Su influencia se extiende a diversos autores y medios; pero un ejemplo notable lo encontramos en la banda inglesa “The Smiths”. Además de referencias explícitas en “Shakespeare’s Sister” o “Well I Wonder”, en más de una ocasión me he topado con artículos que sostienen que el libro es uno de los favoritos de Morrissey.
Estación Juárez
Dos días después de comenzar su lectura, terminé la novela mientras esperaba sentado en la Estación Juárez del Tren Ligero de Guadalajara. Sigo reflexionando sobre la coincidencia de que ambas estaciones se atrajeran entre sí; pero el efecto en mí no pudo ser mayor. Son tres o cuatro los pasajes que siempre me conmueven hasta las lágrimas, incluyendo como ya he dicho, su décima y última parte.
A manera de postdata, Elizabeth Smart escribió en 1978 The Assumption of the Rogues and Rascals (“Los Pícaros y los Canallas Van al Cielo”, como fue traducida al español). También de carácter autobiográfico (y una especia de continuación a la novela descrita aquí), descubrimos el retrato de una madre soltera en la época de posguerra, que debe hacerse cargo de sus hijos mientras lidia con un torbellino de sus propias emociones.
Para conocer a Smart de viva voz, esta entrevista concedida a la Memorial University of Newfoundland es invaluable. Por su parte, en 1986, Alice Van Wart escribió un análisis literario de la prosa poética del libro, que no tiene desperdicio. Finalmente, en el programa radiofónico “La Libélula”, de Radio y Televisión Española (RTVE), su conductor desmenuza el libro acompañado del director de Editorial Periférica, que publicó el libro en nuestro idioma.
Nada de arrepentirse
“En Grand Central Station Me Senté y Lloré” es un golpe en la cabeza que se prolonga durante sus menos de doscientas páginas; y cuyos efectos nos duran mucho tiempo después de haberlo regresado al librero. Un hallazgo donde los haya.
Él es más feliz que tú, cariño. ¿Pero bastará para llenar los próximos mil años? Bueno, ahora es demasiado tarde para quejarse, cielo. Sí, todo ha terminado. Nada de arrepentirse. Nada de autopsias. Tienes que amoldarte a las circunstancias tal como son, eso es todo. Tienes que aprender a ser adaptable. […]
Amor mío, cariño, ¿me oyes, desde ahí donde duermes?
[1] Todas las citas en cursivas pertenecen a: Smarth, Elizabeth (1945). By Grand Central Station I Sat Down and Wept. Traducido al españolpor Laura Freixas (2009). Editorial Periférica: Cáceres, España.
*Cristian J. Vargas Díaz. Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.