Cultura
Historias en lignina: el encanto por las librerías de viejo
Puede ser el olor que emana de sus estantes, la esperanza de encontrar algún tesoro descatalogado o la simple curiosidad; las razones que motivan al visitante de las librerías de viejo (o de usado, según se prefiera) son tan variadas como los volúmenes que hay en ellas.
Condensados en mesas o en estrechos pasillos, los mayores exponentes del hardboiled (cursivas) o el pulp se codean con Tolstói y Lévi-Strauss. Los cinco tomos de “México a través de los Siglos” sirven de soporte para cómics viejos de Editorial Vid y la enésima reencarnación de “20 poemas de amor y una canción desesperada”.
Y es que el elitismo no existe entre quienes comparten la fortuna de tener una segunda, tercera o cuarta vida. Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, compartió sus crónicas del nuevo mundo con una familia de la Colonia Centro de Guadalajara, para después terminar en una venta de cochera que hoy le permite ser el cronista de lo que ocurre en la “Librería Hispánica”, su nuevo hogar.
B. Traven, por su parte, sigue repartiendo los cuentos de su canasta desde un aparador de “El Desván de Don Quijote”. Mientras que Heidegger se sigue preguntando por la naturaleza del “ser”, deseoso de compartir sus ideas con los estudiantes que acuden buscando textos académicos a “El Laberinto Cultural”.
Lomo con lomo, los libros usados se saben viajeros eternos capaces de sobrevivir a su primer comprador. Los contextos propios de sus autores se desdibujan al formar parte de un espacio físico compartido, mismo que los conserva a la vez que los promueve frente a sus futuros dueños.
Segunda vida
El oficio del librero se transforma, entonces, en el arte de dar vida a lo aparentemente inerte u olvidado: en resucitar la colección de literatura universal que Bruguera lanzó en los setenta para el mercado mexicano. En reavivar el interés por Luis Spota y Georges Simenon, a la par de perpetuar la popularidad de Stephen King, Agatha Christie o J.K. Rowling.
Conocedores de las tendencias literarias del momento, los vendedores de libros usados ordenan el caos del papel apilado para ofrecer a sus clientes, desde el último refrito de los Katzenbach y los Grisham de turno, hasta los textos escolares más solicitados.
“Aquí la gente compra de todo”, dice Jaime, el dueño de una librería en el mercado “IV Centenario” (ubicada en el cruce de Garibaldi y Calle Cruz Verde). “Tengo clientes que buscan mucha poesía y hasta viene gente a comprar revistas eróticas o El Libro Vaquero. Tengo revistas viejas de ‘Saber Ver’ o ‘Letras Libres’ que ya son de hace 15 o 20 años, pero la gente las sigue buscando. Pienso que mis clientes también compran un pedacito del pasado, porque es chistoso ver lo que pensábamos de cómo iban a ser las cosas hace años y cómo terminaron siendo”.
Con una precisión que ya quisieran tener los estudios de mercado, los libreros de viejo deben estar entre las pocas personas capacitadas para analizar la personalidad de sus compradores. Con una consulta del cliente pueden adivinar sus gustos literarios –rivalizando en método con el psicoanálisis–, para desplegar frente a ellos un menú de opciones en prosa o en verso.
Quizá como consecuencia de ello, este tipo de librerías no muestran signos de una próxima desaparición. Los algoritmos de tiendas en línea, como Amazon, aún no sustituyen el trato personalizado; ni aquellas recomendaciones poco convencionales que sólo puede hacerlas quien ha recorrido el largo camino de las letras.
Barrabás era librero
La calle Donceles, en la Ciudad de México, se distingue por ser un corredor de librerías donde se encuentran valiosos tesoros a precios más que accesibles. En nuestra ciudad, la calle de López Cotilla acoge a muchos de los locales que forman parte de la Asociación de Libreros de Guadalajara AC.
Dicha asociación civil agrupa a vendedores y proveedores que, además de su venta cotidiana, se unen cada viernes y sábado en el Ex Convento del Carmen para conformar el “Callejón del Libro”. Y cada noviembre, los portales del Palacio Municipal de Guadalajara son sede de la “Feria del Libro Usado y Antiguo (FLUYA)”.
Si bien los precios cambian en función de cada librería, es un hecho que cada vez son más los vendedores que saben lo que tienen en sus mesas o estantes. En la FLUYA de 2017, por ejemplo, una primera edición de “Cien Años de Soledad” se cotizó en cerca de 30 mil pesos.
“De algo tenemos que vivir”, comenta Jaime con una sonrisa. “Sí es cierto que antes eran más baratos y que en los últimos años se han inflado un poquito, pero eso ha pasado con todos los productos que uno compra. Y siendo sinceros, uno como librero también vende libros que ya no te encuentras tan fácil en otros lados”.
El argumento de Jaime no sólo es válido en cuanto a la relación precio-calidad (además de ser difíciles de conseguir, hay libros usados en un estado sorprendentemente bueno), sino también por el valor agregado que poseen muchos ejemplares.
Guardianes de la memoria
Así como son guardianes del libro, las características de su producto convierten a los libreros, sin sospecharlo, también en guardianes de la memoria.
¿Quién duda, por ejemplo, que la famosa librería parisina, Shakespeare and Company, tiene el mismo atractivo turístico y cultural de otros grandes destinos de la capital francesa? Su reducido espacio ha sido visitado, después de todo, por figuras como Cortázar, Durrell, Hemingway, Fitzgerald, Pound o Nin.
Hay algo sumamente atrayente en el contacto con esas páginas amarillentas o esos empastados rústicos con relieve. No sólo compramos el texto en cuestión, sino que nos llevamos con nosotros la dedicatoria que puso allí su primer dueño, el ex libris de la biblioteca a la que perteneció, o incluso aquellos documentos que fungieron como separador. Mensajes cifrados o explícitos que sugieren una historia paralela; casi tan interesante como la que está plasmada en las páginas del libro.
Hija querida,
Ojalá algún día encuentres la forma de perdonarnos.
Feliz navidad, de tus papás.
Ese mensaje, por ejemplo, apareció en una postal olvidada entre las cubiertas de “Visiones Peligrosas” del recién fallecido Harlan Ellison. La postal proviene de Michoacán y fue enviada a una dirección de Guadalajara en diciembre de 1994. Una tremenda sorpresa donde las haya.
A dos tiempos
Por todo ello, las librerías de viejo son casi un ejercicio de resistencia en la era de lo digital. Si bien tenemos miles de títulos al alcance de un click, listos para leerse en dispositivos móviles, nada reemplaza esa búsqueda casi forense que hacemos cuando revisamos los estantes, en busca de algún título que nos convenza. Terminar con las manos sucias por el polvo y el desgaste de las portadas acaba siendo parte de la experiencia de compra.
Pese a ello, los propios vendedores de libros usados, han sabido aprovechar las ventajas del comercio electrónico para llegar a más compradores.
Libreros como Estefanía, dueña de “La Vieja Ermitaña”, son ejemplos de cómo la búsqueda de alternativas y la pasión por los libros, rompen ese supuesto antagonismo entre “lo nuevo” y “lo viejo”, para acercar un texto al lector que lo necesitaba sin saberlo.
Estas librerías y sus dueños se construyen a partir de intenciones que casi son herederas del humanismo. Y no es exageración: después de todo, la democratización del conocimiento y la cultura forzosamente implican algo más que el obvio beneficio económico que reporta cualquier negocio.
Regresando el libro a su origen, son la redención de la humanidad después de tragedias como la destrucción la Biblioteca de Alejandría.
Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.
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