Cultura

¿Literatura del Norte, una etiqueta para vender más libros?

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Por Víctor Fernández

Mi condición de norteño no es algo que porte con gusto (aunque con los años he aprendido a aceptarla, inclusive tolerarla). Esas cuestiones tan azarosas como dónde le tocó nacer a alguien, no me son importantes, además soy un pésimo embajador de mi cultura; bailo banda mal, no soporto los corridos, prefiero tomar ginebra que cerveza (o el ya mítico Buchanan’s) y por lo general detesto las muestras de “norteñeidad” tan presentes cuando dos o más sinaloenses se juntan.

Una de las discusiones que a menudo evito es la de la literatura del norte. El mote me parece artificioso y oportunista. El soylent verde de los géneros. Esto no implica que no haya grandes autores que vengan de, vivan o trabajen en esas tierras. Espartaco, Herbert, Crosthwaite, Sada, Yépez (sí, Yépez), todos aportaron libros que disfruto y sigo disfrutando a la fecha. Y mientras que sí hay un leitmotiv, en las obras de muchos escritores del norte (paisajes áridos y solitarios, personajes ásperos y a veces violentos, banda, pedas y balaceras) no me parece un argumento suficientemente sólido como para tragar el anzuelo que las grandes productoras de libros ponen  frente a todos.

Ahora, a tragar mis palabras.

​Para mí, no hay otro norte como el de Yuri Herrera (Hidalgo, 1970). Desde la primera línea de su novela La Transmigración de los Cuerpos,  el hidalguense me transportó de vuelta al lugar de donde vengo.

Una ciudad árida y hostil, una epidemia rampante que consume todo a su paso, dos  poderosas familias en disputa con sus respectivos muertos y un mediador llamado Alfaqueque: desde ahí partimos. Ellos son los protagonistas de La transmigración de los cuerpos, novela con la cual Herrera cierra la trilogía que comenzó con Los trabajos del reino y continuó con Señales que precederán al fin del mundo.

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Alfaqueque, el lánguido protagonista es una especie de gestor-diplomático-vendedor y redentor  que se ve envuelto en una disputa entre las dos familias más poderosas de la ciudad.  Una guerra entre estatuas a punto de cobrar vida donde ya hay muertos en cada bando. Alfaqueque hará todo lo posible por evitar la lluvia de sangre que se pueda desatar, todo esto en un país sumido en la violencia, una violencia que flota en el aire, que se puede respirar, algo que infecta.

A ratos detective, a ratos procurador, el protagonista viaja por cantinas, mansiones y calles desoladas buscando salvaguardar la poca paz que queda en ese lugar. Busca la redención tanto de sus empleadores como la propia y la busca a su muy peculiar manera.

Un Alfaqueque se encargaba de rescatar cristianos esclavos en territorio Árabe. Hombres encomendados por los reyes de Castilla en negociar la libertad de los presos, un mediador. El Alfaqueque del libro es eso, alguien que consigue rescatar rehenes, vivos o muertos.

Sin lugar preciso

El mismo Herrera dice que su novela no se desarrolla en un lugar preciso, pero como ya hemos rebasado el límite de licencias que alguien puede tomar para una reseña, una más no hará daño, por lo tanto para mí toda la historia sucede en mi norte.

Un pueblo metido en la sierra, donde las mamás le dicen a sus hijos que no vayan a jugar donde crecen las flores rojas, donde los caciques, los bandidos y las cofradías todavía son vigentes.

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Trabajo justo pero envolvente.

En 136 páginas Yuri Herrera logra desarrollar una trama compleja donde todo el mundo obtiene lo que se merece, y a veces lo que no. A momentos  las cantinas, las oficinas y los oficinistas que parecen habitarlas perpetuamente, como extras en una película de Sam Peckinpah.

Valiéndose de la estructura de las novelas negras y con una historia que a ratos nos puede recordar a una obra de Shakespeare, Herrera nos traza el camino a través de un terreno agreste donde la muerte no alcanza a tener nombre.

 

El ritmo, al igual que en sus novelas anteriores, marca el paso.

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Con diálogos cifrados, armónicos y hasta musicales, descripciones que intentan evocar belleza de algo olvidado y personajes que apenas y respiran dentro de las páginas.

Una revisión de  aquella obra cubre de amor trágico, pero en el norte. Escenarios minuciosamente pintados, honestos y sin ambiciones. Herrera no pretende ser total, lo que busca es la precisión.

Novela en su justa medida, con destellos de preciosismo poético.

Una de esas obras que Rafael Argullol nombra como “Fronterizas” porque vive en el reino de la narrativa, pero cruza sin ningún empacho al de los versos cuantas veces quiere.

En estos momentos, mientras me como mis zapatos, sostengo: la literatura norteña no me parece más que una etiqueta para vender más libros de autores que escriben de narcos, asesinos solitarios y beisbolistas. Pero, al igual que gracias a los hipsters puedo ir a conciertos de bandas que no vería en otras circunstancias, gracias a las novelas del norte escritores como Herrera se hicieron visibles y accesibles.

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