Entretenimiento
¿Ciencia ficción para qué?
En la monumental e influyente serie documental que fue “Cosmos: un viaje personal” (1980), Carl Sagan describe nuestra interacción con el universo como una búsqueda inabarcable cuyo combustible está compuesto por la especulación y una curiosidad insaciable. En el primer episodio, dice el astrofísico y divulgador que “deseamos perseguir la verdad sin importar a dónde nos lleve; pero para encontrar esa verdad necesitamos tanto la imaginación como el escepticismo”. La afortunada combinación de estos dos elementos nos permite avanzar en la comprensión de nuestro universo, en la medida en que no paramos de cuestionarnos sobre el lugar que ocupamos en este.
A los ojos de Sagan, esta inevitable exploración no es producto de una decisión aleatoria o casual, sino uno de los mecanismos por los cuales el universo –en tanto que estructura orgánica– entabla un proceso de comunicación entre todos los elementos que lo conforman. Dicho en mejores términos, “el cosmos está dentro de nosotros. Estamos hechos de materia estelar. Somos una manera en la cual el universo se conoce a sí mismo.” La idea es, sin duda, tan evocativa como provocadora; en ese proceso de autoconocimiento que emprende el universo, subyace la historia de la humanidad y sus intentos por comprender la lógica mediante la cual opera el hogar que habita.
De lo imaginable a lo factible
Si bien es la ciencia la encargada de sistematizar nuestras interrogantes sobre el universo e instrumentalizar la formulación de sus posibles respuestas, también en el arte encontramos un vehículo privilegiado para la construcción de conjeturas sobre cualquier aspecto de nuestra realidad. Más aún, el arte se erige como la materia moldeable que la realidad va formando y cuyos contornos están delineados por nuestras ansiedades y aspiraciones, tanto individuales como colectivas.
Después de todo, ¿No es Godzilla la encarnación de un miedo a la guerra nuclear y sus desastrosas consecuencias, en el Japón de los años cincuenta? ¿No son los marcianos de H.G. Wells una respuesta literaria a la industrialización imparable de la Inglaterra victoriana? ¿No encontramos en El Eternauta de Oesterheld una alegoría sobre la búsqueda de la libertad y el heroísmo a las puertas de la catástrofe? ¿No encarna el moderno Prometeo de Mary Shelley, madre indiscutible del género, una reflexión moral sobre la manipulación de la naturaleza?
Antes de la formulación de hipótesis, las ideas fluyen de las mentes fecundas de cada generación para tomar la forma que el arte o la cultura popular van determinando para ellas. Tanto en la ficción utópica como en la distópica, y desde los viajes en el tiempo hasta el cyberpunk, este género y sus estéticas particulares abren las puertas de la imaginación para transformar lo imposible en lo probable, eventualmente a través de la ciencia. O bien, para representar nuestra realidad inmediata y adivinar sus posibles escenarios de evolución o involución. A continuación, tres de los ejemplos más representativos de la ciencia ficción imperecedera.
La última frontera
En la noche de un jueves 8 de septiembre de 1966, la cadena de televisión estadounidense NBC inició las transmisiones de Star Trek, que en nuestro país todavía se conoce como “Viaje a las Estrellas”. Mitad western y mitad opera espacial, la serie de Gene Roddenberry sorprendió a propios y extraños con su mezcla de conceptos científicos no tan imprecisos y sus despampanantes escenas de acción. Todo ello aderezado con un diseño de arte que lo mismo representaba las jerarquías militares de la nave mediante los colores primarios, que situaba a William Shatner (su protagonista y el heartthrob del momento) conquistando mujeres alienígenas sobre los decorados fotorrealistas (matte paintings) de Albert Whitlock.
Su premisa es sencilla: la tripulación de la nave Enterprise tiene una misión de cinco años que consiste en la búsqueda de nuevos planetas y civilizaciones. Representantes de la Federación Unida de Planetas –una especie de Naciones Unidas con jurisdicción interplanetaria y milicia propia–, el capitán James T. Kirk (Shatner), su primer oficial el Sr. Spock (Leonard Nimoy) y el jefe médico de la nave (DeForest Kelley), se embarcan en odiseas semanales que atraviesan universos paralelos, viajes en el tiempo, batallas espaciales y un desfile de criaturas alienígenas con distintos propósitos y aspectos.
Pero más allá de sus tramas del “monstruo de la semana”, Star Trek continúa siendo relevante por escenificar un futuro donde los prejuicios raciales y de género han sido superados y donde las fronteras nacionales se han diluido para dar paso a una convivencia intergubernamental armónica. El idealismo, si bien es compañero frecuente de la ingenuidad, cobra en esta ficción televisiva una potencia mayor, teniendo en cuenta que fue producida en el punto más álgido de la Guerra Fría y se atrevió, por ejemplo, a incluir un personaje ruso entre la tripulación. Y por si ello no fuese suficiente, incluyó a una mujer negra (la teniente Uhura) como una de sus protagonistas, cuando apenas habían transcurrido once años desde que Rosa Parks se negara a cederle el asiento del autobús a un hombre blanco.
Famosa por haber representado el primer beso interracial en televisión –y haber sido censurada por ello en algunos estados de la Unión Americana–, Roddenberry y su equipo de guionistas infundieron en su creación las semillas de un optimismo esperanzador sobre el futuro que, no obstante, confirmó su plausibilidad como dependiente de la voluntad humana y totalmente ligada al reconocimiento de los derechos humanos fundamentales.
Soñar con ovejas eléctricas
Pero si en Star Trek hallamos la utopía más acabada, en Blade Runner (1982) y Blade Runner 2049 (2017) somos testigos de la distopía por antonomasia. Estrenada en el verano de 1982, la película de Ridley Scott está basada en la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” de Philip K. Dick, pero contrae su trama para concentrarse en expandir el retrato de sus personajes. Por su parte, la secuela de 2017 dirigida por Denis Villeneuve, profundiza sobre el universo creado por Dick y construye una estética propia a partir de los elementos visuales y sonoros ideados por Scott.
Aunque no necesita introducciones, la historia se ubica en los Estados Unidos de 2019, en el caso de la primera película (y 2049 en la secuela), para relatar la odisea que emprende Rick Deckard; un policía de Los Ángeles que, tras interrumpir forzosamente su retiro, recibe la encomienda de cazar seis replicantes rebeldes y asesinarlos. Estos últimos son androides biomecánicos construidos por la humanidad (que se ven y se sienten como humanos) para desempeñar aquellas tareas indeseables o de naturaleza peligrosa. La media docena que se rebeló está oculta en la ciudad y Deckard debe emplear un sistema de detección ideado por la policía para identificarlos y “retirarlos”. En el camino, el antihéroe se enamora de Rachel, otra replicante que está asociada a la corporación Tyrell, la empresa responsable de fabricar a los androides.
La que podría parecer una cinta de acción sin mayores ambiciones narrativas, es en realidad un reflexivo estudio sobre la condición humana que se vale del pesimismo antropológico y un estilo visual heredado del film noir, para destapar los prejuicios que se esconden bajo nuestra piel. Su emotivo desenlace abrió, sin proponérselo, una serie de debates insulsos acerca de la verdadera naturaleza de Deckard (¿es o no un replicante?) que el director de la película zanjó con su silencio al respecto (tampoco es que hiciera falta aclarar nada). Pero Hollywood enfureció a los seguidores de esta ficción distópica cuando anunció el 2017 como el año de su regreso; no como remake sino como una secuela consciente del paso del tiempo. Su casa productora designó a Denis Villeneuve como el arquitecto de la resurrección.
No fueron pocos los temerosos y los escépticos frente a semejante ocurrencia. Pero apenas terminaron de rodar los créditos finales, no quedó duda alguna sobre lo poderoso de su propuesta y lo bien calculado de su guión para embonar perfectamente con la historia original. Protagonizada por “K”, un replicante, se logró la profundización de aquellos temas sobre los que discurrió la primera, a la vez que se plantearon otros de absoluta relevancia para la década en que nos encontramos; notablemente: la inteligencia artificial, la identidad en los espacios virtuales, las relaciones afectivas y las peligrosas categorizaciones que como especie hacemos sobre nosotros mismos.
Villeneuve, en cuanto que cineasta rebelde, se atrevió a filmar lo impensable en la era de las grandes producciones vacías y los remakes formulaicos: la originalidad. ¿Quién iba a pensar que una película total como Blade Runner podía seguir dando de sí? ¿Quién la imaginaba como parte de un díptico glorioso que abarca dos épocas, para eventualmente eternizarse? La pregunta fundamental, planteada desde la novela de Philip K. Dick., sigue estando en el aire: ¿Qué es lo que nos hace humanos?
El demiurgo que desvelaba monstruos
Y si de discusiones en torno a la naturaleza humana se trata, otra mirada a la década de los sesenta permite recuperar la que quizá sea la magnum opus de la televisión antológica. En octubre de 1959, el escritor y presentador Rod Serling abrió la transmisión del primero de 156 episodios con temáticas de ciencia ficción, fantasía, suspenso y horror (sin dejar de lado el drama o la comedia puros) que darían vida a The Twilight Zone, o “La Dimensión Desconocida”, como seductoramente se le nombró en nuestro país.
La contundencia de su primer episodio, donde un hombre desesperado vaga por el que parece ser un pueblo fantasma, de inmediato estableció un pacto con los espectadores, conscientes estos de que aquello que veían en su televisor tenía una intención adicional a la obvia misión de entretener. Voluntariamente o no, la audiencia cayó rendida frente a los guiones ingeniosos, el desfile de estrellas sesenteras de la pequeña pantalla y, por supuesto, su intrigante y ya icónica música.
Episodios como “Los Monstruos de la Calle Maple” (The Monsters Are Due on Maple Street) ejemplifican la “trampa” oculta de cada guión, donde una cubierta de ciencia ficción (una aparente invasión alienígena, en este caso) arropa cuestionamientos incisivos sobre el modo de vida estadounidense, la paranoia en tiempos de la disuasión nuclear y la manera en que se alteran las relaciones humanas en situaciones de crisis o estrés abundante. Muchas veces en la Dimensión Desconocida, los verdaderos monstruos no provienen del cielo, las amenazas no necesariamente son externas y el pasado no siempre es el mismo lugar que la nostalgia ha encapsulado en la memoria.
Como el demiurgo emanado de la filosofía platónica, Serling edificó un universo compuesto por su pluma y la de de los mejores escritores del género: Richard Matheson, Ray Bradbury, Charles Beaumont, George Clayton Johnson o incluso Reginald Rose. Sirviéndose de que la cadena CBS (donde se emitía la serie) asumía que los episodios no eran más que “historias de platillos voladores y fantasmas”, Rod Serling pudo escabullirse de la censura y las limitaciones del medio televisivo con las que tanto batalló durante su carrera. Como el mejor de los provocadores, construyó decenas de piezas dramáticas de 25 y 50 minutos en cuyo centro se abordan preguntas como: ¿Qué es la normalidad y quién la define? ¿Los totalitarismos habrán quedado sepultados o seguirán presentes? ¿Tiene la humanidad un propósito específico que cumplir? Quizá las respuestas se ubican en la zona del crepúsculo, en los límites de la realidad, o en la propia… dimensión desconocida.
El universo se entiende a sí mismo
El devenir histórico y científico, en suma, no se entiende sin la ciencia ficción. No son infrecuentes los testimonios de académicos y mujeres de ciencia cuya vocación o elección de carrera estuvo motivada por “Star Trek” o “Babylon 5”. Como tampoco lo son aquellos desarrollos o innovaciones tecnológicas que encontraron un primer bosquejo en los márgenes de la ficción. Y es que volteamos nuestra mirada a las estrellas porque esperamos encontrar en ellas las claves de nuestra existencia.
Baste el ejemplo de Paul Krugman, el reconocido catedrático, premio Nobel de economía y analista del New York Times, quien cita la trilogía de la “Fundación” de Isaac Asimov como la saga que lo inspiró en su adolescencia para dedicarse a la economía. A su juicio, esta ciencia social es lo más parecido que tenemos a la psicohistoria desarrollada por Asimov en su ciclo novelístico. La ciencia ficción, después de todo, también adquiere un carácter profético en la medida en que las invenciones surgidas del arte se convierten en la inspiración detrás del quehacer científico.
Por más que se nos insista en lo inconexo de su relación, la ciencia se nutre de la ficción (en cualquiera de sus medios) para dar los primeros pasos. Del mismo modo, la ficción se alimenta de la ciencia al incorporar los elementos que le permiten construir una narrativa, pero también contribuir al mejor entendimiento del universo y sus reglas. Como todo aquello que propicia una transformación trascendental, el punto de partida siempre es “¿y qué tal si…?”.
Neo: ¿Por qué me duelen los ojos?
Morpheus: Porque nuca antes los habías usado.
–The Matrix (1999), dirigida por las hermanas Wachowski
Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.