Internacional

Las Naciones Unidas en tiempos de la desunión

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Hablar de instituciones en pleno 2018 conlleva la discusión implícita sobre su relevancia y grado de operatividad. Puede inferirse fácilmente que, a mayor responsabilidad y tamaño de una institución, mayores serán los cuestionamientos que esta deberá enfrentar a lo largo de su historia. Por ejemplo, el orden económico internacional de la Posguerra Fría –materializado a través de sus instituciones y esquemas– es calificado de injusto por aquellos que padecen sus efectos. El análisis más sencillo permitiría confirmar que, sin lugar a dudas, el mundo es desigual y la impartición de justicia es relativa.  

“Las instituciones nacionales están rebasadas”, dice la opinión pública cuando se analiza el caso mexicano, no sin razón. Pero que estén rebasadas sería el mejor de los escenarios, porque ello implicaría que pueden ampliarse y reestructurarse para alcanzar aquello que las rebasó. El verdadero problema radica en que muchas de ellas van quedando sepultadas por las circunstancias, mientras que la corrupción que padecen las vuelve inoperantes.

Dado que creamos las instituciones para dotar de orden y sentido a nuestras actividades en comunidad, es natural y necesario que las defendamos, buscando los instrumentos que las mantengan funcionales. Las instituciones existen para desafiar un estado de las cosas anárquico y en ellas depositamos nuestras aspiraciones, valores y, de manera muy importante, nuestra visión sobre la justicia y la paz. Merecemos que estén “blindadas” para cumplir siempre con el propósito de su creación.

Las instituciones en el multilateralismo

En el ámbito internacional, las instituciones que son conformadas a partir del multilateralismo enfrentan un reto aún más grande, si cabe: mantenerse relevantes en un contexto volátil donde los gobiernos cambian su orientación política con cada nueva administración, y donde las dinámicas regionales se alteran en función de las alianzas que se crean o se rompen.

Foto: Kevin Hagen/Getty Images/AFP

Quizá el ejemplo más representativo lo encontramos en la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Su antecedente inmediato, la Sociedad de Naciones, se creó al final de la Primera Guerra Mundial en una búsqueda por establecer las pautas que habrían de regir las relaciones internacionales tras la victoria de los Aliados. Su creación partió de un intento por institucionalizar el llamado “equilibrio de poder”, construido por las potencias mundiales a principios del siglo XIX. Pero esta vez basado en principios democráticos y pacíficos, con una política comercial de puertas abiertas y un rechazo al colonialismo.

Si bien fue promovida por el presidente estadounidense Woodrow Wilson (emanada de sus famosos 14 puntos), el Congreso de dicho país no ratificó la membresía de la primera potencia global, lo cual contribuyó a su parálisis frente a las crisis sucesivas. Incapaz de actuar frente al ascenso del fascismo en los años treinta, la Liga fue disuelta un año después de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial (conflicto durante el cual estuvo inmovilizada). Tomando esas lecciones en cuenta, el 26 de junio de 1945 se firmó la Carta de San Francisco –esta vez con Estados Unidos como miembro fundador–, la cual dio origen a las Naciones Unidas que conocemos ahora.

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La legitimidad bajo la lupa

Pero, si bien la ONU renovó la existencia de un foro mundial para la solución pacífica de las controversias y amplió sus alcances, esta organización dista mucho de erigirse como una institución infalible. Sus detractores, por ejemplo, aluden a un tendencioso apego a la política exterior estadounidense que favorece las decisiones del coloso norteamericano. Por otro lado, tras la invasión a Irak en 2003 que fue impulsada por George W. Bush (marcando, así, el inicio de la guerra contra el terrorismo), la inhabilidad del Consejo de Seguridad para frenar la invasión fue vista por muchos como el “tiro de gracia” que terminó por sepultar su credibilidad como un ente normativo internacional.

Incluso el recién fallecido Kofi Annan, quien por entonces fue Secretario General de la ONU, calificó la decisión de invadir al país de Saddam Hussein como ilegal. Pero ni los intensos debates en el Consejo de Seguridad ni la división de opiniones entre los principales actores mundiales, fueron suficiente para reconsiderar y dar marcha atrás. Cambiando de acera, tomemos otro ejemplo: apenas al terminar el mes de agosto, el gobierno de Nicaragua “dio por concluida” la misión de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) en ese país. Una forma “diplomática” en el discurso (por llamar de alguna manera a la falta de ortodoxia) de expulsar al personal cuya tarea fue analizar la situación de los derechos humanos, en medio de la crisis que se desató en los últimos meses.

Foto: AFP.

El motivo

¿El motivo aparente? Un informe que publicó la misión del ACNUDH donde se acusa al gobierno de Daniel Ortega de reprimir a los manifestantes opositores a su administración. Tanto mediante el despliegue de “fuerzas de choque” pro-gubernamentales, como a través de la impunidad que impera cuando un opositor acude a la policía para denunciar intimidaciones o amenazas en su contra. Paradójicamente, fue el propio gobierno nicaragüense quien invitó a la misión a fungir como acompañamiento a la Comisión de Verificación y Seguridad, misma que se creó en el marco del Diálogo Nacional que tiene lugar este año. Esto con el fin de mostrar la cara más amable y conciliadora.

Parece, entonces, que la clave está en la legitimidad. Un ente como la ONU pierde su propósito cuando los países que la sostienen deciden sobrepasarla y no toman en serio sus resoluciones. Del otro lado, a los gobiernos que incurren en prácticas nocivas como la violación de los derechos humanos, por ejemplo, puede resultarles atractivo el denunciar una organización internacional que pone en entredicho la legitimidad de sus acciones, alegando intromisiones en sus asuntos internos. En ambos casos, pierde la ONU como institución y perdemos nosotros en nuestro intento de crear un cuerpo normativo de carácter internacional.

La pugna por la representatividad

Con todo ello en cuenta, y además de lo obvio, ¿qué motiva, entonces, el escepticismo frente a Naciones Unidas? ¿Dónde encontramos las razones del descrédito? Seguramente radican en algo más que una retórica nacionalista y anti-hegemónica (que tampoco quedan excluidas). Los primeros indicios de una respuesta los hallamos en la falta de representatividad que aqueja a la organización.

No debemos olvidar que la ONU se creó en un contexto inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde el sistema de alianzas y contrapesos se transformó rápidamente en un entorno bipolar. Si bien el desmantelamiento del bloque soviético no impidió que Rusia, por citar un ejemplo, continuase desempeñando un papel relevante en los asuntos internacionales, el orden mundial actual responde a lógicas geopolíticas distintas a las del siglo XX.

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Su Consejo de Seguridad, integrado por 5 miembros permanentes (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia) y 10 no permanentes (que se eligen cada dos años), es el órgano ejecutivo encargado del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. No obstante, tal como existe actualmente, mantiene en su diseño el poder de veto, que permite a cualquiera de los miembros permanentes frenar una resolución si se opone a ella. Esto ocasiona que los mecanismos de respuesta de la organización se estanquen durante las crisis como la que se vive en Siria desde 2011.

Foto: ONU.

Una reforma necesaria

 A 73 años de su creación, la ONU no puede darse el lujo de ignorar las nuevas configuraciones políticas y económicas que van emergiendo en la arena internacional. Grupos como los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o los MINT (México, Indonesia, Nigeria y Turquía) pueden contribuir en los procesos de toma de decisiones para volverlos más equitativos y representativos. Si bien los miembros no permanentes van rotándose; es necesario reformar la estructura que otorga el poder de veto a sólo cinco. La ausencia de países africanos en el Consejo ha sido notable a lo largo de su historia, por ejemplo, mientras que la presencia de un país como Francia se vuelve cada vez más anacrónica.

La agenda internacional va cambiando, sus temas van incrementándose en número y la era del internet propicia retos distintos en la forma en que se atiende cada tema. En el espíritu de lo que proponía Modesto Seara Vázquez (que a 25 años de distancia, su propuesta también amerita una revisión), la reforma del sistema institucional de las Naciones Unidas es ya impostergable. Como dijo Antonio Guterres, el actual Secretario en la pasada sesión de la Asamblea General (del 25 de septiembre al 01 de octubre de 2018), “la confianza en las instituciones está en un punto de quiebre […] la confianza en la gobernanza global también es frágil y los desafíos del Siglo XXI superan a las instituciones y a las mentalidades del siglo XX.”

Demanda de confianza

Podemos darle la razón y apuntar que los cambios sísmicos que ocurren en el mundo demandan que la confianza no se rompa, pero eso también incluye a la propia ONU. Los foros multilaterales contribuyen a reducir los incentivos de la desconfianza institucional en el marco internacional; siempre y cuando den cabida a la pluralidad y conserven una estructura orgánica representativa del mundo en que vivimos. Después de todo, están ahí para ayudarnos a cumplir con una tarea que cada vez se vuelve más ambiciosa: la coexistencia pacífica.


 

Cristian J. Vargas Díaz es licenciado  en  Relaciones  Internacionales  por  la  Universidad  de  Guadalajara,  e  “intrigoso” como  consecuencia.  Les  debe  a  Ray Bradbury,  Juan  Rulfo  y  Thomas  Mann  su  gusto  por  la  literatura  y  su  vejez  prematura.  Cinéfilo  y  “seriéfago”  enfermizo,  sigue  aprendiendo  a  escribir.

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