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Negociando (Estados Unidos vs. México)

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“Conseguimos cualquier libro”, decía la publicación de una librería virtual en Facebook. Ejercitando el escepticismo, decidí enviarles un mensaje para preguntar sobre un título ya descatalogado, que no revelaré por razones que se volverán obvias más adelante. El Fondo de Cultura Económica lo publicó en los setenta, pero esa primera edición fue la única que vio la luz en los escaparates. Pese a que su autor goza hoy de cabal popularidad, sólo es posible encontrarlo en escasas tiendas en línea o, con algún remoto golpe de suerte, en las librerías de viejo.

Apenas una hora después de mi mensaje, el vendedor me respondió que el libro sólo podía conseguirse usado, tenía un precio de 400 pesos y unos cuantos más por el envío. Me pareció razonable y le agradecí la atención, teniendo en mente comprarlo el fin de semana. Esa misma noche, y sólo por casualidad, se me ocurrió buscarlo en Mercado Libre. Ya había tratado en ese sitio (y en muchos otros) unos meses atrás, siempre sin éxito. Pero algo había cambiado –quizá un dueño insatisfecho o de nuevo la casualidad– porque allí estaba; con marcas de desgaste visibles, pero a tan sólo 250 pesos y con envío gratis desde la Ciudad de México. Aunque estaba feliz de encontrarlo, seguí fiel a mi propósito irracional de comprarlo hasta unos días después, cerré la página y resolví prescindir de la oferta de aquel vendedor de Facebook.

Nunca me he arrepentido tanto. A la mañana siguiente me llevé una tremenda desilusión cuando vi que el libro ya no estaba. Resulta que era el único en existencia y alguien más no dudó en llevárselo. La única opción, pensé, volvía a ser la de aquel vendedor de Facebook. La única opción… ¡pero, claro! ¿Quién más pudo comprarlo?

Si en un inicio me sentí avergonzado por pensar mal del vendedor, mi sospecha se confirmó cuando recibí otro mensaje suyo, horas después, recordándome que la oferta seguía en pie. Frustrado y tratando de alcanzar un último consuelo, le pregunté si el que me ofrecía era el de Mercado Libre. “No sé cuál sea”, me dijo, “en esa página hay muchos libros piratas y no es mi proveedor”. Le dije que yo lo había visto en esa página y, mintiéndole, le aseguré que no lo había comprado antes porque estaba en muy mal estado. “¿No será el mismo?”, le pregunté.

“Lo dudo mucho”, me dijo muy seguro. “Es más, déjame te mando una foto”. Y por supuesto, en la foto aparecía la misma copia que yo había visto la noche anterior; el mismo lomo gastado y la contraportada algo amarillenta. “Está un poco desgastado porque es usado, pero me acaba de llegar de Estados Unidos”, mintió él también. Ya no había marcha atrás, porque si bien me sentí burlado, tuvo más peso mi interés por el libro y se lo compré.  Aquel vendedor había acaparado el mercado y en condiciones de demanda inelástica.

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Los ajedrecistas planean con cuidado su jugada antes de ejecutarla. Yo no pude. Decepcionado conmigo mismo, fui víctima de mi inacción, de mi calidad de cliente desinformado y de mi nula actitud previsora.  

Pasa en los libros, pasa en los aranceles           

Algo similar le ocurrió a Marcelo Ebrard y a la delegación que fue a Washington a negociar con el gobierno de Donald Trump, desde el pasado 01 de junio. Tras el anuncio del presidente estadounidense a través de Twitter (¿dónde más?) de un eventual aumento arancelario del 5% sobre nuestros productos, la diplomacia mexicana vivió su primer gran reto en el gobierno de López Obrador. Reproduciendo la narrativa anti-inmigrante en la que edificó su primera campaña presidencial, Trump amedrentó con la advertencia de mantener aumentos progresivos si no se detiene el flujo de migrantes que ingresan a través de la frontera con México.

Se trató de una amenaza de estrangulamiento comercial paulatino, como medida para cumplir con su discurso nacionalista, ahora que está en los albores de su campaña por la reelección. Pese a lo robusto del equipo negociador encabezado por Ebrard, las asimetrías entre ambos países terminaron por poner en aprietos a la delegación mexicana. Haciendo una revisión de la prensa y de las secciones del acuerdo que se han revelado hasta el momento, el resultado puede describirse como la prevención de una crisis a cambio de perpetuar otra. Se evitó una catástrofe comercial a costa de convertir a México, aparentemente, en el tercer país seguro de facto.

El que nuestro país se torne oficialmente en esta figura reconocida por ACNUR como término de excepción, implica que las decisiones de política migratoria se tomen en Washington. Un arreglo de esa naturaleza hace trizas los de por sí escasos esquemas de cooperación en temas migratorios, dentro del marco bilateral (los cuales ya se tambaleaban desde que llegó Trump a la Casa Blanca). Pero lo paradójico es que, si bien la responsabilidad de los refugiados recaería en México, las condiciones del acuerdo también implican una militarización de nuestra frontera sur. Un recrudecimiento de las condiciones a las que se enfrentan los migrantes centroamericanos que cruzan nuestro país para llegar a los Estados Unidos, por la vía de la Guardia Nacional.

Ello sin mencionar los supuestos incrementos en la compra de productos agrícolas que México deberá adquirir a Estados Unidos. No obstante, aunque el desplazamiento de la Guardia Nacional ya había iniciado antes de las negociaciones –como bien lo señaló el New York Times en días pasados– la victoria principal de Donald Trump está en el mensaje que envía a sus electores. Y en el caso de México, si la política migratoria de este gobierno tuvo al inicio el potencial de convertirse en un acierto, acaba de sufrir un grave revés. En cualquier caso, lo peligroso de esta situación es que una cuestión humanitaria terminó por convertirse, como pasa siempre, en un asunto de seguridad nacional.

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El juego de la cerrazón

 

Mi comparación inicial puede parecer desproporcionada, porque efectivamente lo es. Pero si en algo se parece mi compra en sobreprecio a la negociación bilateral, es que en ambos casos se trató de un juego de suma cero. Un ejercicio en teoría de juegos con información imperfecta, donde una de las partes terminó por quedarse con todas las cartas, acaparando así las posibilidades.

Muchas analistas dicen que no había otra alternativa. Apuntan que, como ya adelanté más arriba, las condiciones heterogéneas entre nuestro país y el vecino del norte no permitían otro resultado. Pero hay quien incluso celebra el acuerdo como una jugada maestra que salvó a México y restauró su dignidad. Un segundo ejercicio de escepticismo me hace preguntarme si esa apología del arreglo resultante no será una herramienta al servicio de la demagogia.

 

Decía AMLO al inicio de su campaña que la mejor política exterior es la interior (lo cual explica por qué no tenemos, hasta ahora, una estrategia visible en la materia). Pero si algo nos enseñan estas dos semanas es la imperiosa necesidad de prever escenarios como en el que estamos. Nos prueban que es necesario buscar activamente alianzas y emprender labores de cabildeo que nos permitan, cuando menos, mayores elementos con los cuales llegar a la mesa de negociación.

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No le falta razón a nuestro presidente en la bienintencionada carta que le envió como respuesta a su homólogo estadounidense, pero sus propuestas de diálogo no pueden erigirse sobre expectativas ilusorias, sino sobre la base de la proactividad. Parece algo enteramente obvio, pero “poner todos los huevos en la misma canasta” siempre ha sido un lastre de la política exterior mexicana. Con todo y sus momentos de disensión y relativa independencia de Washington, a lo largo de nuestra historia, aún hay muchas lecciones no aprendidas.

¿Es ingenuo el multilateralismo frente a la cerrazón de Trump, el gran bully? Quizá. ¿Pero es inútil? Absolutamente no. Buscar aliados del otro lado de la frontera y en otras latitudes, es indispensable. Hace mucho que el comercio dejó de ser un asunto asilado entre dos países; aun cuando este clima de repliegue a los mercados internos y creciente proteccionismo parezca decirnos lo contrario. Hoy más que nunca, diversificar implica amortiguar golpes.

 

Yo únicamente perdí 250 pesos cuando compré mi libro usado. ¿Y México?

 

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Fotos: AFP. 

 


Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.

 

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