Opinión

Los héroes que hoy nos dan patria

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“Nada que celebrar”, dicen los escépticos de las llamadas fiestas patrias. El clima de inseguridad, desigualdad y corrupción sustenta los argumentos de aquellos que consideran la celebración de la Independencia de México como una manifestación del escapismo. Como una negación ilusa, por decir lo menos, de los grandes problemas nacionales a los que nos enfrentamos. Bajo esta perspectiva, cualquier celebración sería innecesaria; cualquier símbolo que refiera al movimiento independentista, artificial; cualquier muestra de orgullo nacional, “ilegítima”.

Más aún, cualquier conmemoración estaría equivocada, pues las voces disidentes también cuestionan la pertinencia de celebrar un proceso de descolonización que tardó más de una década en consumarse. Y, especialmente, de conmemorar un acto cuyas raíces no son precisamente las del heroísmo romántico al que estamos tan habituados. Después de todo, la independencia de México se originó como una reacción a la invasión de Francia sobre la España de Felipe VII. El avance napoleónico sobre la península desembocó en una situación de crisis geopolítica que imposibilitó al monarca para seguir reinando en la Nueva España, aún cuando la insurgencia mexicana exigía que el trono le fuese devuelto a la casa Borbón.

Esa situación generó unas condiciones favorables para que los territorios hispanoamericanos comenzaran a plantearse proyectos de nación emancipados de la otrora potencia colonial. Así, el breve Imperio Mexicano, con Agustín de Iturbide como su emperador, se convirtió en el punto de no retorno, pese a los intentos posteriores de reconquista europea sobre el país. Aunque amodorrado por una débil economía, condiciones de inestabilidad política y la fragilidad de sus instituciones (sí, ya desde entonces), México despertó a la vida independiente y comenzó la pugna por su reconocimiento internacional como país soberano.

La patria y el terruño

Y es que el revisionismo es necesario en la medida en que se reivindica la precisión histórica, contrapuesta a la llamada “historia de bronce”.  Pero esa reivindicación debe ir más allá de una pretensión iconoclasta; debe encausar un acercamiento más profundo hacia los contextos culturales y sociopolíticos que han moldeado al país, buscando reforzar nuestro sentido de pertenencia pero excluyendo los dogmas de la historia oficial. Tan dañinos son el cinismo y la apatía, como la ausencia de una mirada crítica y la autocomplacencia.

¿Existen motivos, entonces, para celebrar? Los hay en abundancia, si entendemos esa conmemoración como algo más próximo a cada uno de nosotros. Quizá no como un festejo de los grandes acontecimientos históricos, sino como la celebración cotidiana de las pequeñas-grandes victorias de la solidaridad y la empatía entre mexicanos. Como la celebración de una herencia cultural tan vasta como diversa, cuya columna vertebral es la vida comunitaria. Como la celebración de un pueblo que, en medio de condiciones violentas y adversas, se muestra resiliente.

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Los héroes que nos dan patria están todos los días en los salones de clase, en las brigadas de bomberos, en las marchas por la igualdad de derechos y, en muchas ocasiones, en dos trabajos simultáneos cuando el dinero no alcanza. Son los héroes que nos salvan de nosotros mismos.

Las Patronas

Lo que debe enorgullecernos se halla en las lecciones de humanidad de, por ejemplo, “Las Patronas” de Veracruz, y no en el chovinismo miope. Está en el terruño y no en el territorio. Porque como dice Andrés Aubry, el terruño “es la patria chica, mi memoria desde la niñez, lo que añoran el migrante y el exiliado, […] terruño es inseparable de cariño.” Lo que nos da sentido de pertenencia es una relación afectiva con el espacio donde nacimos y crecimos, el cual por sí mismo no tiene sentido. Sin ese vínculo humano, familiar y comunitario, el territorio es inerte. La patria, si no es compartida, no es patria. 

Foto: Reuters.

¿Qué somos?

México es el reciente león de oro a Alfonso Cuarón por “Roma”, que contribuye a visibilizarnos frente al mundo con todos nuestros claroscuros. Es todos los mexicanos que alguna vez han competido en torneos deportivos, artísticos  y científicos. Es Gilberto Bosques Saldívar, entregando visas y salvoconductos a los perseguidos por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, dándoles la oportunidad de iniciar una nueva vida en México. Y dado que tres días después se conmemoran los treinta y tres años del terremoto de 1985 (y el aniversario del ocurrido en la misma fecha, en 2017), México también es una mano extendida, jalando con fuerza a otra que está debajo de los escombros.

Es Sor Juana Inés de la Cruz, Rosario Castellanos, Salvador Novo y Alfonso Reyes. Es desayunar chilaquiles con los abuelos, mientras Agustín Lara suena en el fondo.

Como apunta Víctor Manuel Toledano –haciendo eco de Miguel León Portilla y el rescate de las voces indígenas–, “un primer acto de subversión es recordar qué somos”. Y eso, en sí mismo, ya es digno de celebración.  

 

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Cristian J. Vargas Díaz es licenciado  en  Relaciones  Internacionales  por  la  Universidad  de  Guadalajara,  e  “intrigoso” como  consecuencia.  Les  debe  a  Ray Bradbury,  Juan  Rulfo  y  Thomas  Mann  su  gusto  por  la  literatura  y  su  vejez  prematura.  Cinéfilo  y  “seriéfago”  enfermizo,  sigue  aprendiendo  a  escribir.

 

 

Bolígrafo 

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