Ciudad Erótica
Arquitectura efímera
El arquitecto Luis Sandoval, de 50 años cumplidos, se dirige a la torre que se erige, en Avenida Patria, como un monumento evidentemente fálico. Maneja una camioneta 2018 de la que sólo han llegado cinco a México. Vive para el lujo y el buen gusto. Su más reciente construcción es una concesión a la urbanización y a sus evidentes inclinaciones sexuales. El “brutalismo”, heredero de la arquitectos rusa, y símbolo de su obra, ha marcado ya varias de sus obras en la Ciudad. Ha recibido, por ello, reconocimientos del Gobierno, aplausos del gremio de la construcción y mucho, mucho dinero.
Vive en un enorme y minimalista piso, en la zona más exclusiva, donde organiza cada sábado, con otros amigos, fiestas donde corren, como agua de agosto, los excesos. Él es el centro de una celebración pagana, en esas delirantes madrugadas, donde corren el mejor vino, viandas preparadas por un chef, afeminado y extravagante, y muchos, muchos “poppers” y bolsitas de cocaína en el cuarto de baño, a la disposición de los invitados: dando las dos de la mañana, ya nadie trae ropa y los miembros masculinos, libres y erectos, empiezan a soltar sus jugos.
Hombres solteros y algunos casados, que son fáciles de reconocer porque se dejan los calcetines negros, se disputan a los más jóvenes, que no pasan de los 25 años y muchos de ellos, “alquilados» de la calle Morelos, que se prestan a succionar y dejarse penetrar en la amplia sala llena de espejos. Los gemidos y sudores llenan la casa de Luis que, siempre se limita sólo a observar las acrobacias que realizan sus invitados: tríos, cuartetos, manos que masturban con pericia, sexo de bocas incansables y nalgas que se abre y cierran. Penes de todos los grosores disparan sus jugos y llenan la habitación de olores salvajes. La sofisticación y el lujo quedan embarrados, entre machos calientes que, entre semana son abogados, políticos, empresarios y hombres cabales.
Luis se burla de esa doble moral y le gusta observarla y juzgarla, en silencio. Él se sabe encima de esas bajas pasiones, puesto que nunca ha metido el corazón.
Hasta las últimas semanas que llegó una nueva cuadrilla de electricistas a su nueva edificación.
Luis llega a la torre y se baja de la brillante camioneta. Sabe que atrae las miradas por su porte y ropa. Camina despacio, observando los avances, evaluando los detalles y, sobre todo, buscando con la mirada a uno de sus electricistas: ya averiguó que es casado, con dos hijos, que no rebasa los treinta años, moreno y con mirada de verde mar, que diría los poetas que lee el culto arquitecto.
En una obra de ese tamaño, los hombres que trabajan se confunden por el número, pero a Luis el electricista, uno de tantos, le ha llenado el hueco donde él supone debe ir el corazón. No es sólo atracción física: aquel joven le recuerda a su antiguo compañero de la facultad.
30 años atrás, cuando aún soñaba con tener dinero y fama, Luis vivía en una empobrecida casa de huéspedes, por el rumbo de la Normal. Su familia es originaria de Talpa de Allende y le heredaron la piel blanca y el porte europeo. El primer día de clases lo conoció y se hicieron amigos inseparables. Contaban monedas y arrugados billetes para irse a comer un lonche y tomarse unas cervezas.
Luis descubrió cuánto lo amaba, justo en medio de las noches de tareas, donde compartían un único restirador para trazar interminables planos, y sus miradas se encontraban. Luis se sentía derretir por los ojos verdes de su amigo que, siempre, le evadía con un leve rubor en sus mejillas morenas, las ansias mal escondidas de su cuate de la escuela. Luis nunca le dijo nada, pero pasaba las noches pensando en él y soñando que dormían de cucharita, desnudos, en el pequeño cuarto.
Cuando terminaron la carrera, Luis le perdió la pista a su adorado carnal: su colega le avisó que se regresaba a su natal Guerrero y que, allá, se casaría.
Le rompió el corazón en tantos fragmentos, que sintió que mil espinas le atenazaban el pecho.
Desde entonces su lujuría se veía satisfecha con ver cómo otros hombres se enfrascaban en el juego sudoroso del sexo. A medida que ganaba dinero, organizaba fiestas para su deleite voyeurista. Cada vez más afamadas, en el mundo gay de Guadalajara.
Pero él, centro de estos desfogues, aún no se atrevía a tocar a nadie. Pensarlo le dolía. Sentía que le faltaba a la memoria de su primer amor. “Eres una jota vieja y cursi”, le decía su amigo el chef, al amanecer de los domingos, después de las orgías, cuando se quedaba solo y en compañía de su amigo cocinero, que también se servía de los excesos.
Pero al conocer al electricista todo cambió: por semanas, lo seguía con la mirada, le ordenaba ciertos trabajo que él supervisaba, sólo para ver su cuerpo bien marcado bajo su apretada y desgastada ropa. Toda la obra le hacía bromas al joven sobre ser “el consentido” del Arqui. “Sácale unos pesos y se la dejas ir”, le decían a la hora del almuerzo. El electricista los callaba a mentadas.
Una tarde de viernes, Luis no pudo más. Sentía que su deseo se desbordaba y toda la mañana que vio, de lejos, al joven, sintió una dolorosa erección a punto de estallar. Decidió lanzarse, sin más: Se acercó a la cuadrilla y le pidió al técnico que si lo acompañaba a su departamento. “Necesito revisar unas conexiones de mi sala”. El joven electricista, de pocas palabras, sólo asintió, ruborizándose, y lo siguió al estacionamiento de grava. Todos los compañeros de la obra se imaginaron que le había llegado al precio. Risas se escucharon, mientras abordaban la camioneta lujosa. Algunos chiflidos que no escaparon a la escucha del arquitecto y al electricista. La camioneta arrancó y un albañil gritó: “Cóbrale caro al puto”.
“¿Te sientes mal”
Mientras manejaba, el arquitecto intentaba hacer plática para olvidar esa última frase, mientras el joven, visiblemente incómodo, veía de reojo la lujosa camioneta y a través de la ventanilla. “¿Te sientes mal”, le preguntó Luis. “No, jefe, es que no me quiero tardar: mi niña más chica tuvo calentura anoche y quiero llegar rápido a la casa”.
Luis sintió remordimiento al captar lo mal mentiroso que era ese joven. Sintió las punzadas al saber que lo llevaba, con el poder de su jefatura y con aparentes engaños, a su departamento a revisar, en realidad, ningún desperfecto. Había pedido que en la sala le tuvieran viandas y alcohol, para tratar de meterle mano al joven con el sólo hecho ofrecerle comida y algo de dinero. Cómo el lo hacía cada semana con sus mamones invitados. Sintió vergüenza. Se arrepintió de sólo imaginar que ese joven era tan humilde y tan lejos de su mundo como su antiguo cuate de la escuela.
“Si gustas, puedes venir otro día: no me urge el trabajo. Mejor vete con tu hija”. El electricista le dijo que sí, que muchas gracias, que otro día sí lo acompañaba. Que si lo dejaba en la parada del camión. Al bajarse, sus ojos se encontraron. En los de Luis había deseo. En los del electricista, alivio. Luis lo vio, correr, lejos. Una niebla de tristeza invadió el interior de la camioneta.
Mientras manejaba, las conocidas punzadas de su pecho, saltaron a sus ojos como interminables lágrimas.
Ese sábado, a las dos de la mañana, como era habitual, mientras una decena de hombres empezaban a gemir de placer, en su sala. Luis se metió a su cuarto para no verlos.
Se acostó y soñó con una vida más sencilla. Más simple. Quizás en Acapulco. Abrazado de cucharita a su colega arquitecto. Se tomó muchas pastillas. Nunca despertó.
Ciudad Erótica Juan S. Álvarez