Ciudad Erótica

Casa Vieja, nuevas sensaciones

Publicada

Por Carmen Larracilla

Le llamaban Casa Vieja y era justamente eso. Una antigua finca ubicada en el Centro de Guadalajara en la que se realizaban fiestas clandestinas y exposiciones de artistas plásticos en ciernes.

Fue una noche después de celebrar mi cumpleaños en un bar cercano, cuando un grupo de amigos y yo, decidimos “seguirla” en ese bonito lugar al que se accedía a través de una contraseña al golpear la puerta que permanecía cerrada. Tras subir unas largas escaleras, te encontrabas con un mundo aparte.

Era el espacio perfecto para las diversas y nocturnas tribus urbanas. Una barra de cantina se podía observar desde los pasillos decorados por obras de artistas locales y en una de las habitaciones era muy famoso el cuadro de Felipe 7 en el que unos Pitufos malévolos devoraban a un niño sobre su cama. La cara de espanto del infante dejaba boquiabierto a cualquiera.

Entre mis amigos se encontraba uno muy especial con el que no tuve antes ninguna relación pero que me gustaba desde siempre. Era mi cumpleaños y no podía hacer menos que vestir despampanante.

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Me había soltado y arreglado el cabello, poniendo especial atención en un maquillaje nocturno que no dejara lugar a duda de que ese día (quizá) mi suerte con ese hombre cambiaría.

Pensé en un “tal vez”, claro, pero no me atrevía a ejecutarlo. Entre la serie de sorpresas que guardaba Casa Vieja era que rentaban habitaciones como si de un hotel o lugar de paso se tratara. Había muchas personas que decidían quedarse y a mí ya la cama me estaba llamando, no por calentura, sino por el desvelo y el alcohol.

Había perdido la esperanza de que aquel amigo volteara siquiera a mirarme, dado que se distraía constantemente para contemplar las piernas debajo de las minifaldas y shorts que portaba la mayoría de las féminas esa noche.

Dejé que la vida me sorprendiera y me atreví a rozarle la mano cuando nos sentamos en la barra a pedir otra cerveza. Al principio se sorprendió, pero correspondió al gesto recargándose en mi hombro haciendo ademanes de borrachera y cansancio.

El resto de mis amigos habían desaparecido, quizá en las salas de exposición o lo más probable, en una de las habitaciones que alquilaban. Era muy tarde, o muy temprano, depende de cómo quiera verse, pero nos fuimos quedando solos sentados en la barra.

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Una tibia humedad

Nos miramos fijamente guiados por la embriaguez. El que sus ojos se dirigieran a mis labios en repetidas ocasiones, me provocaba un temblor extraño en las piernas y una tibia humedad en medio de ellas. Rozó mis piernas y le correspondí con la misma caricia.

El beso fue el principio de una serie de toqueteos sutiles, primero por encima de mi blusa y luego por debajo de ella. Miraba nerviosa alrededor para cerciorarme de que nadie nos viera y fue entonces cuando comencé a deslizar mi mano por su miembro rígido.

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Las miradas, los aromas y esa sensación que se incrementaba con cada suspiro cercano a mi oído, me dejaba desarmada. Mencionó mi nombre susurrando y me contó lo caliente que estaba.

No podía creer lo que estaba ocurriendo. Aturdida y temerosa le respondí que podía tocar debajo de mi falda larga para que sintiera lo que me había provocado en apenas unos minutos y así lo hizo.

Pasó sus dedos por mis pantorrillas y los fue llevando a mis piernas con movimientos cada vez más atrevidos que me dejaron sin aliento.

Cuando llegó a mi vulva, pude sacar el aire en forma de gemido y luego apreté los labios recordando que no estábamos solos y que ese seguía siendo un lugar público. La tela de mi falda pudo ocultar todo lo que debajo ocurría.

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Disimular el orgasmo

Sus movimientos acompasados en mi clítoris me hicieron llegar al éxtasis más pronto de lo que creí. Intenté disimular el orgasmo con un beso profundo, lo que hizo más intensa la sensación.

Para corresponderle chupé sus dedos, los metí en mi boca como si fuera su miembro erguido, mientras por debajo de su pantalón mis manos hicieron lo propio hasta hacerlo venir en una gran explosión de semen caliente.

Salimos del lugar pasadas las seis de la mañana con la luz del sol en pleno. La imagen de unos muñequitos azules devorando a un niño sobre su cama, se había quedado en mi cabeza, siendo los únicos testigos de aquel delicioso juego de niños.

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