Ciudad Erótica
Código magenta, los secretos que guarda un consultorio
La Cruz Roja del Parque Morelos, en el Centro de la Ciudad, es un desfile de enfermos, accidentados e intoxicados que hacen que las horas del doctor Érik Solís transcurran veloces y estresantes; sin tiempo para pensar en nada. Apenas cenar. Los turnos de su trabajo abarcan las horas de la noche que nadie quiere: especialmente las de los fines de semana.
Su cumpleaños número 30 es hoy: no espera regalos. En su casa, sus papás y hermanos lo llevaron a desayunar y le hicieron la eterna broma de “¿cuándo nos vas a presentar una doctora?”, le dice su hermano mayor; mientras el más chico, apenas con 13 años, suelta con malicia “te vas a fracturar la muñeca de tantas chaquetas”. Todos ríen con ganas. Hasta sus papás, que con cinco hijos, han aprendido a ser tolerantes ante cualquier broma que se dicen entre los propios “carnales». Quizás hasta aceptar que todos tienen vida sexual hecha. Solos, ante una computadora o acompañados en algún motel.
La única broma que no se dice es que el Érik es raro. A veces asoman ademanes demasiado finos. Su voz es suave. Sus manos están cuidadosamente pulcras. “Los doctores debemos ser ejemplo de limpieza”. “No mames, carnal”, le suelta otro de sus hermanos. “Atiendes puros pinches briagos y putas de ese parque. ¿Quién te las va aplaudir?”. Todos sueltan carcajadas. El doctor se fuerza a hacerlo. En el fondo, su diferencia con ellos lo lastima. Y lo aísla.
La rutina da un vuelco
A las dos de la mañana, el turno de ese sábado está tranquilo, vacío, más bien. Llegó desde las siete de la tarde y le faltan unas horas. Se sale de urgencias y se va a la zona más vacía de consulta del edificio. “Estaré en los consultorios del fondo”, avisa. A solas, abre su vicio secreto. La aplicación gay, en teléfonos móviles, para conectarse con otros “interesados” por la zona. El famoso Grindr. Le caen mensajes de gente cercana, nada especial. Nunca concreta nada. Da evasivas. Está aún “enclosetado”, le mandan mensajes enojados cuando los batea. Cuando no acepta ver a ningún tipo, para un “rapidín”.
De repente, se conecta alguien a menos de 10 metros. Eso significa dentro de la misma Cruz Roja. Tiene el seudónimo de “Brandon12”. El seudónimo del doctor Solís es “Güero”, a secas. “Brandon12” le manda mensaje: “Buenas doctor, feliz cumpleaños”. Un sudor frío le recorre la espalda. Alguien lo conoce y sabe de su aniversario. Y peor, de sus preferencias. Cierra la aplicación. Con miedo. Extrañamente, algo excitado.
A los pocos minutos le marcan del conmutador: “Doctor Solís, le comunico a Toño, el encargado de ambulancias”. “Pásemelo”, dice. “Doctor, buenas. Fíjese que traigo dolor de panza: me comí unos tacos en la tarde y creo que me cayeron mal. ¿Me puede checar?”. “Vente, estoy en los consultorios del pasillo”. Cuelga.
Mientras espera a Toño, el morbo le hace abrir, de nuevo, la aplicación en su celular. “Brandon12” le mandó otro mensaje: “No tenga miedo doc, muchos andamos en esto y nos cuidamos”. Está a punto de contestar «quién eres» en el teléfono, cuando tocan. Dice “adelante”, pero ya está Toño frente a él.
El maestro
Moreno, alto, cuerpo de gimnasio, cara de chacal, como dicen en la zona y con una estela de perfume barato. Nunca le había prestado demasiada atención, pero Toño ya está quitándose la camiseta y se sienta sobre la camilla. “Como ve doc., ando bien inflamado”, mientras se toca un abdomen de lavadero. El doctor Solís se queda hipnotizado: ese cuerpo contrasta con el suyo. Y le gusta.
Érik es más bien bajito, muy blanco y «rellenito». Un hombre que se quedó con el aspecto de niño bueno de la secundaria. “Pues que comiste, Toño”, atina decir, sin ánimo de pregunta y le pone el estetoscopio en el abdomen. Siente como se estremece Toño. “Tacos de Grindr”, le suelta con una carcajada el chofer de ambulancias y el doctor Solís se hace para atrás, sobresaltado. Espera lo peor: burlas, menosprecio, que lo delaten o hasta lo corran.
Pero Toño lo ve con sincera simpatía. “Que pues, doc: es una broma. Relájese. Es su cumpleaños, ¿qué no?”. El doctor siente que los nervios le empañan los lentes. Y se los quita para tratar de decir algo: amenazarlo, pedirle que lo respete, suplicarle que no lo delate. Hasta ofrecerle dinero. Se queda callado mejor.
Toño, con malicia en sus ojos, aprovecha para desabrocharse el pantalón; se lo baja y se adivina su arbusto de vello genital. “Me duele hasta acá abajo: ¿me lo bajo todo, doc?”. Érik atina a decirle: “¿Qué quieres, Toño? Me estas faltando el respeto”. “No, doc., al contrario, lo respeto y me aseguré de que nadie toque este consultorio por un rato. Usted déjese. Nunca me he comido un osito de chocolate blanco”, le suelta mientras deja caer el pantalón y muestra un pene grande, semierecto y ancho.
El aprendiz
El doctor Solís da un paso hacia atrás, a punto de salirse del consultorio, cuando la mano fuerte de Toño lo detiene. “Dígame que usted no es “Guero” en el Grindr. Dígame que no le gusto por prieto o que sigue muy en el pinche clóset y me voy”. El doctor se detiene y se voltea despacio. “Respeta el consultorio”. “No mame, doctor: todos cogen aquí. Unas y otros. Enfermeras, doctores, bugas y los pocos gay que estamos aquí”. “Pee… e… ero”. “Sólo avisamos al conmutador ‘código magenta’ y nadie molesta a nadie; y tampoco alguien lo va a juzgar, créame. Sólo no hay que hacer ruido”.
Lección iniciada
La última reticencia del doctor se derrumba cuando Toño se le aproxima y, por encima de su pantalón, con su poderosa mano morena, le aprieta con delicadeza los genitales. El doctor Solís observa que lo ve, sin pestañear, a los ojos, mientras le dice: “Toño, nunca he estad..”. “Cálmese doctor, que yo mero lo estreno; de regalo de su cumpleaños, yo les doy la bienvenida a todos por aquí”.
Érik no pregunta más: se deja besar y meter la lengua, mientras siente que todo su cuerpo despierta con una erección inmediata. Toño empieza a quitarle la bata y desabrocharle el pantalón, mientras el doctor Solís siente que el chofer tiene cincuenta dedos. Los siente en sus nalgas, en su pecho, en su cara con su barba incipiente, en su pecho mientas trata de gemir bajito. Luego, luego, siente la mancha de líquido lubricante en su bóxer. Toño la siente y se ríe: “Ah que mi doc., quiere que se la limpie, ¿verdad?” Y se arrodilla para descubrir su rojo pene que está que explota. Toño lo lame, lo saborea, lo recorre desde la punta hasta los testículos, mientras él se empieza a masturbar, hincado. El doctor siente que su vello rojizo se eriza ante cada pasada. Ni en sueños más húmedos se hubiera imaginado ese regalo.
Toño avanza con firmeza en meterse todo el miembro del novato doctor, y no para de sorber hasta que su boca se llena del semen del doctor Solís.
Érik no reprime un par de suaves gritos, que aun así suenan a gemidos de un cachorro de oso. Los que se ha guardado muchas, muchas noches viendo porno en el cuarto que comparte con su hermano.
Anonimato disuelto
Toño se levanta y lo besa. El doctor Solís siente el sabor salado de su propio líquido de vida. Se separan. Toño le dice: “Güero, espero sea el principio de una larga amistad. ¿Me ayudas a terminar”?. Toño le toma la mano y lo guía hasta su propio falo. La mano ancha y blanca de Érik lo masturba; temblando aún de deseo, mientras se siguen besando. Toño gime un “ya mero, ya mero” y termina. La mano del doctor siente, caliente, el semen de Toño. Mientras busca con los ojos, con qué limpiarse, Toño besa largamente a Érik y, sin esperar, llama al conmutador. “Se acabó el código magenta. El doctor ya me revisó”. Cuelga y con otro beso y un guiño de ojo, sale.
Suena el teléfono, la voz al otro lado le anuncia: “Doctor, un intoxicado: se lo paso en cinco minutos a urgencias”.
La voz suena a lúbrica complicidad y el doctor Érik Solís suspira. Termina de desaparecer los vestigios de todo. Excepto por el fuerte olor clorado que queda en el aire en ese consultorio, que apenas han reparado. “Si se ve que tan abandonado no está”, piensa y se jura que, al siguiente turno, llevará un lubricante en su maletín.