Ciudad Erótica
Con ese desconocido compartió su cama
Desconocido…
El despertar
Meline, acostada—de cara a la pared de su habitación—dejaba ver su hombro descubierto; el amanecer coloreaba apenas los objetos que la rodeaban; el sol ceniciento entraba por un ventanal; bajo las sábanas estaba desnuda. Sus curvas se alargaban y podían verse bajo la ropa de cama, casi palparse, ascendían y bajaban como una colina dulce, definida y esculpida con la belleza y gracia natural que algunos mortales reciben como regalo y burla de los dioses.
Era lo que conocemos como: hecha a mano, de arcilla. Se preciaba de lo anterior—aunque tenía ya una pancilla característica de los adictos a la tragazón nocturna—presumía el resto de sus curvas, sabía que era deseada, “que era un trozo de carne delicioso”, se burlaba cuando algún hombre trataba de hacerse el caballeresco con ella. La aburrían esos remilgos; le eran enfermizos, un engaño a la simplicidad y realidad masculina; claro, le gustaban las acciones caballerescas a su vez, “es complejo”, explicaba a otros.
Estaba despierta. No podía evitar pensar en el hombre que ocupaba el cuarto de baño. Era alto, guapo—bajo los estándares simplones de lo aceptable, aunque ella se jactaba de no fijarse en las apariencias—lleno de pelo fino hasta el culo y de huevos—en su opinión—nada despreciables. Lo había observado irse, bamboleando su culo pequeño y no definido por sesiones de gimnasio.
Secuelas
“Bueno”, había pensado ella al seguirlo con los ojos entrecerrados, “pudo ser peor”. Un dolor punzante le asaltó. Su cuerpo estaba lleno de cardenales de color morado y verde; el trasero, espalda, pecho y brazos tenían mordidas que la hacían parecer una de esas mujeres, víctimas de violencia de pareja, que salen en las fotos de las paradas de los autobuses.
Palpó su cuerpo. Sintió un ligero dolor y placer; heridas de combate, dirían algunos. Las nalgadas que le había dado él la noche anterior, aún le causaban cierto cosquilleo; el recuerdo del maltrato: delicia. Apretó los dientes; sintió un temblor por los pechos y espalda; percibía sus músculos como si recién le hubieran dado una golpiza. Descartó enseguida que el hombre del baño fuera un abusivo o golpeador, al menos eso le habían dicho sus amigas que la animaron a salir con él.
“Tanta agresividad, supongo, debe ser que su novia no le da cariño. Él dice que llevan un año sin coger. Bueno… incluso yo estaría como un animal si me tuvieran así”, reflexionó. Dejó escapar un suspiro. “Piensa: si así se comportaba él cuando cogían, no me sorprende que no tengan ni un faje ahora”, continuó sumida en el silencio, expectante que precede al regreso del amante. El largo momento en que no se puede predecir qué pasará.
Misterio
Para algunos es una espera plácida, cuando las posibilidades resurgen para otra sesión de meter y sacar; otro rato de caricias, primero cariñosas, luego suben el nivel y llevan a la oportunidad de una salvaje cogida. Para otros es un suplicio, momento en que deben aceptar las caricias que les son indiferentes. Percibir la invasión de un cuerpo extraño junto a ellos o actuar, aunque no les importe un carajo el pelele que se ha acostado junto a ellos; deben ignorar un sentimiento que se puede traducir en las siguientes palabras: ESTO FUE UN GRAN ERROR.
Meline se encontraba atrapada en estos pensamientos inconscientes que emergían a la superficie; por un lado, quería ver hasta dónde llegarían esa mañana, lo deseaba. Por otro, ansiaba que aquel ser desapareciera, se llevara su sombra, sus largos dedos que la invadían, sus problemas, sus palabras que le causaban culpa y placer, como un niño que se deleita con la maldad y travesura. Sentía que fuerzas místicas le cobrarían la perversión, cada hora pasada con un hombre prohibido, uno que tenía dueña.
“Mí, su, nuestro hombre”, se dijo. “Melí, ¿qué pendejadas dices? ¿Qué estás haciendo?”, se preguntó desconcertada. En respuesta, el escusado se escuchó; el hombre había bajado la palanca. Ella apretó los ojos y volvió a suspirar, actuó profundamente dormida. El último acto estaba por iniciar.
Astío
Él entró a la habitación, con el miembro colgándole entre las piernas, en los inicios de una erección. Meline se estremeció, ya no quería aquello cerca de ella.
El ser pasó veloz, como una sombra se metió en la cama, bajo las sábanas se deslizó por el colchón y su respiración recorrió la nuca de ella, era tibia, fétida y perturbadora. Un placer culpable la asqueó, recorrió su magullado cuerpo y la hizo estremecerse.
Este besó su piel una, dos, tres veces con los labios y la punta de la lengua. Su mano subió, tocó el hombro y bajó por su brazo hasta las caderas desnudas y tersas, siguió por la pierna regordeta (ella le llamaba jamón) y empezó a deslizarse a los labios de su vagina. Meline se retiró. Retrajo el cuerpo al igual que un cangrejo ermitaño se ocultaría en su concha, como si un parasito, un vampiro, repugnante y perverso—lascivo, de largas uñas y orejas puntiagudas—se le hubiera echado y no pudiera defenderse.
El ser, lo que parecía un hombre, nuestro hombre, pareció sorprendido. Ella pudo percibir cómo se detenía, mosqueado por su reacción, pero no se rindió. Dejó abajo en paz y prefirió centrar su atención arriba. La mano larga y áspera—una araña de cinco patas—subió por la pierna de Meline, pasó el estómago y llegó al pecho; atrapada en una lucha entre permitirle hacer y un sentimiento de asco y penuria, se dejó acariciar el seno izquierdo, un dedo tocó el pezón; él pegó su cuerpo y frotó el pene erecto en el trasero desnudo de Meline.
Momento incómodo
La mujer apretó los ojos, se mordió el labio inferior y dejó que un sentimiento de frustración, dolor y rendición la invadieran. Retiró la mano del seno cuando el ser lo apretó; aquél se detuvo otra vez, posó su nariz y olió el hombro de Meline, lo besó otra vez y acarició su brazo, pierna y nalgas, las apretó. Ella no respondió, expectante e incómoda, esperó.
Después de unos segundos de vacilación, decepcionado, el ente suspiró y se alejó. Ocultó su erección bajo las sábanas y ocupó otro lugar en la cama.
Meline deseó estar en un sueño, que el ser se fuera… que se fuera, que se fuera, que se fuera. Por desgracia—aunque apretó los ojos desesperada, deseando que la noche anterior y él desaparecieran de su memoria—podía distinguirlo junto a ella si estiraba la mano; eso, se la tomaría con reverencia y cariño. Sintió vacío en su interior, asco, uno profundo bañado por la pena, una cascada de agua fría que le oprimía el pecho.
¿Quién está en la habitación?
“¿Qué había hecho?”, se cuestionó con legitimo pesar. Se acurrucó y esperó. Si esperaba, quizá todo desaparecería y ella podría despertar en su cama como si nada hubiera pasado. “Acaso… ¿acaso me está viendo?”, inquirió. Su mirada, la mirada de él quemaba; le quemaba el interior, la espalda. De repente hacía calor en la habitación. Podía imaginarlo con los ojos blancos, sin pupila, en la semioscuridad, observándole paciente, hambriento.
Para romper la tensión, Meline atinó a decir una frase:
—Lo siento—.
Después de un largo silencio Eso contestó—sin asomo de emoción y una con voz profunda que no le pertenecía—un “Está bien”. Un silencio tenso regresó a la habitación.
El corazón de la mujer palpitó tan fuerte que pensó, podría escucharse a metros de distancia. “¿Hola? ¿Estoy sola?”, trató de preguntar Meline. No se atrevió a decir nada o moverse, no quiso cerrar los ojos. Un temor ciego le invadió.
Esa no era la voz del hombre con quien había compartido su cama, ¿o sí?