Ciudad Erótica
Fiesta de orgías
Fiesta de orgías…
No cabe duda; nadie puede comprender lo que oculta el árido corazón del hombre. Las razones escapan a nuestro entendimiento. A quién amamos, odiamos o deseamos sin medida se vuelve un misterio. Unos lo adjudican a la naturaleza, otros a la locura y algunos al destino ingrato. Baratas explicaciones con poco fundamento en la mayoría de los casos.
Palacio de excesos
Una oscura noche, por la carretera a Nogales-Tepic, fuera de la ciudad de Zapopan, en la mansión del famoso Ramiro. Ubicada en un cerro donde se ocultan otras mansiones por un boscoso monte—en el se esconden estos palacios posmodernistas para proteger a los mojigatos aristócratas tapatíos del mundo real—se realizó una fiesta, una de tantas.
Eran legendarias y sucedían una vez al año por el cumpleaños de Ramiro; invitaba a sus amigos, enemigos, desconocidos, arrimados y aduladores. Los bacanales romanos, famosos por sus orgías, drogas, comilonas, excentricidades y fastuosidad quedarían avergonzados ante la locura de los festivales que organizaba nuestro anfitrión. Duraban sólo una noche, sin embargo, pasaban los hechos más peculiares y eran recordados con vergüenza, asombro y alegría. Cada ciclo, vuelta del sol a la tierra, traía una llamémosle “temática”.
Vivencias y especulaciones
Estas se dedicaban a las perversiones más deliciosas que puedan imaginar. En una ocasión organizó un Nyotaimori, una cena con sushi sobre el cuerpo desnudo de mujeres jóvenes de todo color, tamaño y sabor. Después de la cena, al calor del licor y la diversión prohibida, las chicas se levantaron de sus lechos y desaparecieron en grupos formados por hombres y mujeres.
Llegué a escuchar (nunca me invitó, pero igual me aparecía o colaba) que se llegaron a celebrar ceremonias druidas, no con sacrificios humanos, me refiero a baños de sangre, aún tibia, de animales. Después la orgía de alcohol y sangre, si alguien quería encerrarse en un cuarto de la mansión, adelante. Ese era un mero rumor, más no me inclino a llamarlo pamplinas.
Le gustaba experimentar y era un adorador de las culturas paganas, para él, máximas muestras del espíritu real, natural del hombre. La adoración desmedida a la carne, la posesión, pasión, hedonismo y conocimiento eran de lo más normal y sano, explicaba.
Maestro en la materia
Nuestro anfitrión fue reconocido (fue porque se metió, se presume le metieron, una bala en la cabeza hace tiempo) por ser un mecenas, un bienhechor de la perdición moral de quien entraba en su círculo más íntimo. Creía firmemente (como pasa con los que lo tienen todo y nada) que la naturaleza del ser debía pervertirse porque así se alcanzaba cierto grado de iluminación y grandeza sobre los serviles, neófitos y temerosos de Dios. Odiaba el fanatismo y creía en las energías y espíritus. Se le tenía por altruista, ocultista, libertino y talentoso contador de historias, aunque también se le conocía como un hijo de puta de primera. Charlamos pocas veces en aquellas fiestas.
En esa época él tenía, si bien recuerdo, 24 años y pidió a sus padres abandonar el palacio. Sus viejos se fueron de viaje a quién sabe qué lugar. Aceptaron gustosos, sin poner objeciones.
Los espectáculos variaban cada cumpleaños; un año hizo una quema de libros y otros objetos preciosos en su patio, por ejemplo; en este habría una sorpresa. Un tipo me dijo que se esperaba verlo entrar en su salón principal (sí, la mansión tenía dos salones) montado en un oso amaestrado, alguien (no recuerdo su nombre) contradijo y aseguró habría un show estilo concierto a la Ozzy Osbourne. Rumores.
Clímax
La fiesta había alcanzado su punto alto—celebrada en la sala, cuartos, cocina y baños—, el momento en que la música sube a niveles ridículos; la gente levanta su bebida y la derrama, salta sobre un pie, baila sin sentido, pero sigue un ritmo hipnótico. El olor de la mota, menta, licor, sudor y secreciones tibias se licua y las luces estroboscópicas de tonos neón rentadas parpadean frenéticas. Lo que se conoce como el cenit orgiástico del rave. El “tema” de ese año era lo que unos creen conocer como el heavy metal, pero la banda se había cansado de tocar y los asistentes (un grupo variopinto) habían pedido música más a su gusto, bailable y que conocieran.
Un híbrido insano de electrónica, reguetón, y otros géneros improvisados, les permitió dejar salir lo más bajo de sus instintos en un lugar sin reglas, en el que se alcanzaba lo llamado “el extremo”, donde el tacto frío del sudor en la piel de otro sabía a jugo del universo; donde comprendías que la vida no valía nada y era hermoso vivirla. El cuerpo te abandonaba, el corazón palpita y el tiempo corre veloz y quieres, exiges a tu cuerpo, más, más, más. Ruegas a tus dioses que la fiesta nunca termine. Varias parejas se dejaban llevar por el ritmo y pegaban sus cuerpos con caricias provocadoras; las chicas y chicos acariciaban erecciones con el culo y dedos; pechos alegres y saltarines, con pezones duros, pellizcados, fueron apretados con salvajismo. Labios, a largas mordidas pronunciadas, disfrutaban de una miel invisible.
Una pareja
Esa noche, sin estrellas, Alfred y yo salimos—con vasos llenos de cerveza y tequila en mano—al “patio trasero” de la casa sumido en una semioscuridad colorida. Cansados y sordos huíamos del escándalo de la fiesta. Los cristales y la puerta, hasta nosotros, vibraban por la potencia de la música.
Observamos el lugar y respiramos el aire fresco del monte. Al patio trasero de la mansión se llegaba por un tramo de escaleras y se dirigía a la piscina rodeada de cemento y pasto verde. Una gran alberca de azulejos coloridos con luces acuáticas en el fondo iluminaba de azul los alrededores y un foco chicharronero teñía de amarillo una palmera; proyectaba una luz difusa y dejaba ver a una pareja que se prodigaba arrumacos; a su lado un pequeño chalet servía de comedor al aire libre, permanecía cerrado, con sus luces apagadas.
—No sé si pueda aguantar esta noche; ¿viste a esas morras? No mames. Tengo que ir por una de ellas; hay mucha carne aquí—me confió Alfred con su voz siniestra de pervertido juvenil.
Ignoré a mí amigo y contesté.
—Mira esta casa, qué lugar. ¿Cuánto dinero tendrá este cabrón? —pregunté; apoyé el cuerpo en el barandal y miré a la pareja que se manoseaba bajo la bombilla barata. Dejé que un suspiro saliera.
Alfred rio por lo bajo.
—No lo sé. Suficiente, supongo. Dicen que tiene una casa en Chicago. Bueno sus padres tienen; él no tiene nada en realidad, todo es de sus padres—explicó perdido en la borrachera joven.
Le interrumpí; indiqué con los labios un “cállate”, luego, con el dedo índice señalé a la cercanía. La pareja frente a nosotros se quitaba la ropa. Ambos contuvimos el aliento y nos recargamos en el pasamanos.
Detalle a detalle
La chica se bajó con premura los pantalones ajustados hasta las rodillas, ayudada por el tipo, y dejó ver unas nalgas deliciosas, amarillentas, temblorosas y redondas; se quitó la blusa y el brasier, sus pechos pequeños y redondos cayeron bamboleándose; una barriguita cervecera y apretable se formó al doblarse; se abrazó a la palmera con cuidado de no tocar con su rostro el tronco; miró sobre su hombro para cerciorarse de que su amante le seguía.
Él se bajó los pantalones, su erección era enorme y saltó como un juguete de cuerda; parecía una serpiente a punto de atacar, se movía hipnótica; se agachó, besó una nalga y luego mordió la otra. Ella gritó y ahogó una risita, luego gimió; el tipo le nalgueó una, dos, tres veces; lamió la oscuridad entre sus piernas; la chica volvió a reír con cierto jubilo y traviesa sinceridad; se incorporó y le abrazaron, tomaron los senos, los apretaron manos codiciosas; después le besaron el cuello, la oreja, el hombre hundió el rostro en su cabello largo y ondulado.
Ella gimió otra vez y empezó a ronronear, gemidos cortos y alegres respiraciones entrecortadas mientras le apretaban; él la atrajo y bajó su mano que pasó sus pechos, la barriga y llegó a la entrepierna y desapareció; ella lanzó un gritito. Se besaron con desesperación.
Inconcebible
“Qué rico”, escuchamos. Soltamos un largo suspiro y bebimos un sorbo de licor. No podíamos ver todo lo qué pasaba, no obstante, lo imaginamos y fue glorioso.
“¿Quieres que te la meta?”, preguntó una voz masculina. “Ajá, sí”, respondió la chica con premura. “¿Sí quieres? ¿La quieres toda-toda?”, insistió él.
Cuando ella iba a contestar, le jalaron el cabello, la chica se deshizo de la mano que la agarraba y se bajó la espalda, se dobló y se la metieron con ferocidad; entró limpia, sin problema en un principio; la chica lanzó un gemido prolongado en la semioscuridad.
“¿Te dolió?”, inquirió su amante resoplando con esfuerzo mientras la sacudía adelante y atrás como un pistón; la arremetida era feroz, las nalgas de la chica palmeaban con singular contento en la pelvis de él.
“¡No, no, para nada!”, masculló con el pelo sobre el rostro la chica; interrumpió sus palabras al lanzar una maldición. Aseguró una y otra y otra y otra y otra vez que aquello era una delicia. Los “no mames” y “sigue, así, así” aletearon, llegaron en el aire, traídos por el viento, por una dulce y lasciva voz.
“¡Puta madre; qué rica la tienes!”, aulló é al cielo, jadeó afanoso y la nalgueó otra vez con salvajismo, la castigaba y ella lo disfrutaba; gritó un “¡Ay, ay, sí!” y él arremetió con mayor vigor, resopló, gimió, ahogó otra maldición en saliva y aire que se le escapó.
El aplauso de las nalgas se detuvo abruptamente. El tipo, en su afán de parecer semental, había sacado el chisme y no lograba encajarlo de nuevo; la cosa le colgaba entre las piernas y la chica se giró sorprendida con la respiración entrecortada.
“¿Qué? ¿Ya acabaste? ¿Te corriste?”, preguntó la chica desconcertada.
“No, se me salió”, respondió el otro sin aliento. Apoyó su cabeza en el hombro de la chica y respiró hondamente.
Lo inesperado
Entonces escuchamos un chasqueo detrás de nosotros. Nos giramos asustados—como si nosotros hubiéramos estado retozando en el patio trasero—y nos encontramos cara a cara con el famoso Ramiro; apenas pudimos distinguirlo a la contraluz que generaban los focos neón del salón; llevaba una botella de cerveza en la mano izquierda—la adornaban dos anillos en los dedos índice y medio—tenía panza en forma de barril, una barba apenas crecida, la cabeza rapada y los ojos a medio cerrar, le confería una apariencia triste y amenazadora a la vez. Vestía una playera de colores y unos pantalones de mezclilla.
Nuestro anfitrión sonrió, la música atronaba, los cristales de las ventanas vibraban con mayor intensidad.
—Esperen —prometió en voz alta, embriagada y conciliadora.
La pareja lanzó un respingo al darse cuenta de la presencia de extraños; quedaron congelados junto a la palma. Ramiro pasó entre nosotros, bajó las escaleras y llegó a la piscina del patio.
Buen anfitrión
Se acercó a los amantes. Lo observaron acercarse y esperaron en reverente silencio. Los grillos, la música escandalosa y una bomba de agua era todo lo que se escuchaba. Alfred y yo nos inclinamos sobre el pasamanos, expectantes, con la boca seca, sin saber qué esperar.
Ramiro alcanzó a la pareja; sin ceremonia tomó el chisme del tipo y dijo “deja te ayudo”, jaló el miembro aún erecto y lo acomodó.
“Ahí está”, farfulló; se giró y regresó a donde estábamos. Los chicos, se tambaleaban, medio borrachos todavía, plantados, mecidos por un viento inexistente, contemplaron cómo se alejó.
—¡Ya está! —afirmó al pararse junto a nosotros el dueño de la mansión. Le dio un sorbo a su cerveza y se dio la vuelta para contemplar la función.
Por desgracia no pudo apreciar la vista por mucho tiempo. Tres bobos (una chica acompañada por dos tipos que usaban gorras) aparecieron en la puerta y lo llamaron con un: “Ramiro, wey, ven wey; mira lo que hizo el Mike”; sus voces eran pastosas, adormecidas. El anfitrión sin esfuerzo alguno perdió interés en la pareja y entró en la casa riendo sin motivo alguno. Pareció que el escándalo de la música se lo tragó.
—¿Qué carajo fue eso? —inquirió Alfred sorprendido y divertido a la vez.
Inicio de la noche
Yo volví a pedirle silencio; le indiqué con el dedo índice que pusiera atención. La pareja había vuelto a lo suyo; con gemidos, “¡Ah’s!” y jadeos la violenta acometida subió al cielo sin estrellas. Unos cuantos invitados empezaron a salir también al patio y se nos unieron. Todos observamos en reverente silencio, dando tragos ocasionales a nuestras bebidas. El primer espectáculo de la noche.
Aaron Derrick Ciudad Erótica