Ciudad Erótica

Muy adentro

Publicada

Por Carmen Larracilla

​Caminaba descalza cerca de una cascada. Percibía el olor de su perfume y las enormes montañas rozaban el cielo, mientras me quedaba embobada viendo el agua caer.  Llevaba apenas una camisa larga desabotonada. Alguien rozó mi brazo y al girarme pude mirar un rostro conocido, que luego empezó a transfigurarse. Esa extraña figura tenía unos dedos más largos de los que yo conocía, las montañas comenzaron a alejarse y del cielo caían unas enormes gotas de agua que inundaron el paisaje hasta que desapareció.

​Cuando desperté él estaba pegado a mi vulva haciéndome el más delicioso sexo oral que tardé en entender. El estado de letargo, entre el sueño y la realidad, me dejaron confundida por unos segundos, pero luego, mis uñas se clavaron en la sábana. Antes de caer exhaustos esa noche ya habíamos tenido relaciones dos veces. Este hombre era insaciable, pero también prohibido, lo que recordé cuando miré los detalles de aquel motel de paso que ya conocía.

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Teníamos poco tiempo, así que, quién iba a negarse. Cuando logré identificar a la perfección los movimientos de su lengua, y lo tomé por la cabeza para que no se detuviera, supe que había pocas sensaciones como esa, en la que se mezcla la sorpresa con el deseo de súbito y el placer indescriptible. La luz roja de la lámpara de noche, proyectada en una de las paredes, se le reflejaba en la espalda, y parecía subirle por los dedos que apretaban mis pezones. Era fuego, y a nosotros nos gustaba quemarnos.

​Su respiración se agitaba y la mía ni se diga. Se acercaba el momento, y esa sensación de subir y subir y no poder más y pedirle más, y más… Ahí se me nubló la mente de nueva cuenta, me dejé llevar por el placer intenso que me provocó ese orgasmo repetido y disfruté arrojar mi fluido sobre su rostro, el mimo que al tiempo él se tragó complacido.

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Miré el reloj una vez que las fuerzas me permitieron asomarme a la mesita de noche. Nos quedaba una hora antes de que él me dijera que tenía que regresar a casa. Lo miré ahí desnudo, desvalido y deseoso de que yo también hiciera algo para complacerle, comenzó a autocomplacerse, así que me acerqué directamente a su cuello para besarlo, me monté en su miembro erecto y comenzó una danza húmeda en la que mezclamos la desesperación y la prisa.

​Me atreví en un momento a introducirle un dedo entre las nalgas; en ese momento no me detuve siquiera a pensar en si le molestaría pero pareció disfrutarlo mucho, puesto que tomó mi mano y me pidió que siguiera haciéndolo hasta dentro, hasta donde alcanzara. Ese fue el momento en que él comenzó a temblar. En segundos sentí su líquido caliente dentro de mí, sus espasmos repetidos y constantes… Después sólo era el momento de partir, o de soñar de nuevo, nunca se sabe.

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