Ciudad Erótica

Sudor y miel

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Llega a la calle Venustiano Carranza y revisa el número varias veces: 313. Centro Histórico de Guadalajara. Su ciudad natal. Lo que lo rodea es una calle llena de vecinos que parece que lo ven con mil ojos. “Luego, lueguito se ve que es bien joto”. “Degenerado”. “Vergüenza le debería dar: a su edad”. Imagina esas frases de las señoras que lo ven con curiosidad en el zaguán abierto enfrente de la calle. Está a punto de irse. Lo más deprisa que puedan sus piernas torpes. No tiene cuerpo de gimnasio. Tiene 38 años. Y nunca había ido a un sauna a ligar. O ver. O lo que se dé. Una voz masculina le dice:

— ¿Vas a entrar?—.

Es un chavo rubio, algo fornido, no mayor a los 25 años, de ojos verdes y cuerpo de boiler que le dice que está estorbando la entrada. Se hace a un lado, para que ingrese al local. Y lo sigue.

Paga un locker. Es su primera vez. Es “quinto” en muchas cosas. Siempre se supo diferente. Pero lo disimuló hasta que ya sentía que la vida se le escapaba a una velocidad delirante. «Cumplir 40 años en el mundo de los ‘gays’ es la muerte social”, escuchó decir a su sobrina, la psicóloga, el Día de la Madre en la comida familiar. “Después de los 40 o dan dinero o dan asco”. Él ni tenía dinero y no quería dar lastimas. Así que buscó ir a un sauna. Le pareció un guiño al cine que tanto ama: en El Callejón de los Milagros, el personaje de Don Rutilio ahí se veía con un jovencito. Se empezó a sentir menos mal al desvestirse en el diminuto cuarto de lockers. Le dieron un par de toallas diminutas y unas sandalias desechables. Sintió el perfume del rubio cuando pasaba, desnudo a su lado, y su callado miembro empezó a despertar. La piel pálida de quien pasó a su lado despedía olor a lavanda.

Camina por un pasillo donde hombres, la mayoría de su edad, lo evalúan. Él, que creció en una casa llena de hermanas, está en una especie de zoológico. Esos tipos se pasean desnudos. Sus penes, de todos los tipos de morenos, al aire. Flácidos o semierectos. Él siente que el suyo se va escapar de la toallita que lo cubre de tanto deseo contenido. De tantas chaquetas apresuradas en el baño de la casa de sus padres. Trata de disimular que está feliz de estar rodeado de desnudez y que su pene quiere exhibirse orgulloso.

Fotograma de la película «Taekwondo» (2016).

Nunca, ni un hombre, lo ha visto excitado y para evitarse la vergüenza se cuela en el cuarto que dice “Vapor” con letras carcomidas. Al entrar lo golpea un olor a sudor, a agua con mucho cloro. A semen. Se detiene en la puerta al ver que está en penumbras. Y que entre las sombras del vapor de agua se mueven cuerpos. Uno gime, bajito. Él se enfrenta a la realidad cruda del sexo anónimo y está paralizado. Los olores repelen todo su ser. Menos a su propio sexo que está enhiesto. Listo para explorar.

Se sienta en una banca de mosaicos húmeda junto a una pareja que charla, en voz baja de futbol. De política. Mientras se masturban uno a otro. Él no reprime la sorpresa al ver el intercambio de manos y se cambia de banca a una zona más oscura. Asustado y excitado: una combinación adictiva como una droga. Adiós a los sermones en la clase de religión de los maristas. Se los creyó todos. Después supo que manoseaban adolescentes guapos. Sabía que a él no, porque era más o menos feo. Moreno intenso. No tenía éxito para atraer fácil a nadie.

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Más al fondo del vapor intuye sombras: una de ellas penetra a otra, que gimotea:

— Ay, la tienes re’ grande—.

Al lado, un trío es un nudo de cuerpos que se retuerce. Aromas de varones en brama y vapor a tope lo marean: “¿Me debo acercar?, ¿me invitan a unirme?”. Nunca preguntó el código del coito entre hombres desconocidos. En un sauna. No tenía amigos gay. Él tiene una “novia” con la que el sexo es monótono. Y casi programado al mes. Los demás fines de semana inventa lo que puede para no hacerlo: “hoy vamos al cine: ando agripado”, “esta semana, chula, te la debo: trabajo en casa”. No debería pensar en una mujer, si está rodeado de piernas, torsos, piernas torneadas dispuestas a tocarlo. Cabezas a rape. Y penes dispuestos a irrumpir. Hacerlo un hombre en toda regla. El que siempre quiso ser. El que se deja tocar y penetrar.

En su lado de la banca parece no haber acción, como al fondo del cuarto, y la pareja de la banca de enfrente termina de masturbarse y sale. Los va a seguir para ver que más hacen y se para, justo cuando una mano le agarra la nalga. No se había dado cuenta que había un tipo junto a él.

— ¿A dónde, papacito?—.

Foto: Glamour.

Se voltea y, entre el tenue humo huele la lavanda. Es el rubio con cuerpo de boiler. Se petrifica, pero su sexo reacciona y se asoma, insolente, hacia el hombre que se levanta y le dice:

— ¿Qué tal mamas?—. Las toallas caen al piso húmedo.

No le da tiempo a contestar cuando se le para enfrente y le toma, con fuerza, la cabeza y la dirige hacia su boca. Se besan. El rubio sabe a sudor y su mente dice: “no, es miel”. No se pueden acercar porque el contacto de las bocas los excito a los dos y sus penes se han encontrado. “Espadazos”.

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Él, hombre católico, de trabajo estable en la Universidad de Guadalajara, con madre y padre a los que cuida y novia de apagada sonrisa, sabe que ha llegado al único paraíso posible. Por el que vale la pena rezar y rogar y gemir de éxtasis, como los santos de los cuadros. Como si siempre hubiera nacido con el conocimiento, sabe que debe hincarse. Abrir la boca. Se mete el abultado miembro del joven rubio en la suya. El sabor del liquido lubricante lo transporta. “Es el cielo”. Empieza a succionar. Por fin. El puto cielo.

 

 

Ciudad Erótica    Juan S. Álvarez

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