Ciudad Erótica
Tres Reyes Magos
Uno es muy moreno, otro pelirrojo y el último, gordo y barba negra. Pasan de los cincuenta y andan siempre juntos, recorriendo sitios, buscando acción. De preferencia con menores de 25 años. Han trabajado en el Gobierno desde jóvenes y han aguantado sexenios y homofobia con la fórmula tapatía: estar escondidos en un clóset enorme del que solo abren la puerta cada fin de semana cuando se ven en la casa del Gordo, el de la barba oscura, y salen a la noche sabatina a buscar quien les quita la frustración semanal de ser perfectos Godínez.
El Moreno pide tres cervezas en la barra de El California’s mientras mueve las piernas al ritmo de “Amor a la Mexicana”, de Thalía; el Pelirrojo es el más chaparro, pero es el que les anda consiguiendo “jales» a los otros dos, invitando chelas y contando chistes a chavos que van en bola y el Gordo es el más tímido: cuando acaban en su casa, solo se sienta, en una esquina de la sala, a observar cómo sus amigos hacen malabares para cumplirles a los jóvenes chacales que levantan, con suerte, cada mes. El Gordo sabe que por su sobrepeso solo le alcanza para masturbarse frenéticamente mientras sus amigos jadean y los jóvenes les llaman “dadis”. Pero eso no es frecuente. Por eso se bromean, entre ellos, y se llaman “Los Tres Reyes Magos”. Casi que solo se vienen cada año, se dicen, como broma, mientras caminan, cada semana, con una cartera apretada de dinero y sus sexos maduros ansiosos de desahogarse.
Raro es el lunes que, a la hora del café, se juntan en una mesa a contar sus hazañas sexuales. Casi siempre no duran más allá de una hora y aunque nadie los dice, gastaron más de lo que les duró el orgasmo.
Ese sábado, el Pelirrojo anuncia que hay una fiesta de calzones en un lugar llamado El Voltio y que está decidido que van a ir. “Seguro que ahí sí levantamos”. El Moreno propone ir a comprar calzones a una Comercial Mexicana. “Para estrenar”, dice excitado. Y el Gordo, recelosos, pregunta que si es caro el lugar. “Esta quincena si está larga y se me está vaciando el refri”.
—Pinche gordo, si el chiste es que cojas, por fin—, le dice el Moreno.
Tres horas más tarde, y cambiados en el baño del supermercado con ropa interior recién pagada.
—La más barata, cabrones, para que nos alcance para el chupe—, dijo el Pelirrojo.
Llegaron a una entrada que parece una bodega, cerca del Expiatorio, y pagan un cover. “Si estaba caro, mano”, dice el Gordo, pero se calla la boca cuando ve pasar a un par de jóvenes, delgados y muy afeminados, su debilidad, que entran casi bajándose los pantalones y contoneando unas nalgas turgentes.
Ingresan a la penumbra, solo con los zapatos puestos y sus bóxers oliendo todavía a poliéster sin estrenar y se asombran de lo lleno del sitio: a donde voltean, torsos y piernas de todos los grosores se exhiben. Los tres reyes magos están como en un sueño húmedo. La música suena tan alto, casi hasta dejarlos mudos. A señas, el Moreno dice que va por cervezas. Los otros dos no paran de ver cuerpos y de sentir cómo les late los maduros penes, ansiosos de que alguien les de una buena repasada.
Regresa el amigo y les dice que, subiendo unas escaleras hay un cuarto oscuro y que ahí se entra sin calzones y a coger, mínimo, nalgas.
—No mames, que chingón—, dice el Pelirrojo.
—Yo no me meto, capaz que pesco ladillas—, replica el Gordo.
Pero ninguno se escuchó, por lo alto de la remezcla de J Baldwin. Así que, casi sin ponerse de acuerdo en sus intenciones, se fueron acercando, cerveza en mano a las escaleras, fingiendo indiferencia, pero ansiosos por que alguien les haga una buena mamada, en el segundo piso donde no paran de subir y bajar hombres.
Dos horas más tarde ya están los suficientemente borrachos para subir, casi a trompicones, al sitio donde parecen bajar tantos con cara de satisfacción. Entran y una voz les dice que dejen los calzones “por ahí”.
—Ah, cabrón. ¿y luego como sé los que son míos—, dice el Pelirrojo.
—Ése es tu pedo, carnal—, dice una sombra que parece estar sobándose la entrepierna. Los tres reyes se bajan los calzones y evitan mirarse. En tantos años y sólo cuando están teniendo sexo en la casa del Gordo se permiten verse desnudos. Los demás días se tratan como “sisters”. Y entran, a un cuarto que huele a sudor, semen y orina. El Gordo se marea, pero resiste y se pega a la pared. Escucha gemidos, pero no dice nada. Sus amigos parecen haberse sido tragados en la oscuridad. Así que se recarga en la pared y empieza a caminar, a tientas. El Pelirrojo camina derecho y choca con un par de cuerpos que se están masturbando, mutuamente.
—Perdón—, les dice, porque su mano dio directo a los miembros erectos.
—Llégale… O te salpico—, dice una voz joven. Se aleja con una erección enorme.
El Moreno trata de seguir los bufidos de placer buscando la acción y llega a un sitio donde distingue sombras envueltas en una bola de ardiente actividad sexual. Su mano toca unas nalgas, pero recibe un manotazo.
—Hazte, que este es mío—, le dice una voz que parece la de una mujer.
Piensa que quien lo aleja es un trasvesti. Pasan los minutos y sigue a tientas hasta que tropieza con un cuerpo. Su pierna choca con un pene y, por instinto, lo toca. No hay rechazo y lo empieza a sobar. Una mano le toca el pecho y la otra le acerca la boca. El Moreno besa a alguien que es más bajo y huele a una colonia familiar, pero no tiene tiempo de pensar. Se repegan a una pared y se fajan y masturban con frenesí. En instantes, alguien más fornido se le acerca por detrás y le empieza a sobar las nalgas. El Moreno piensa que está teniendo su primer trío y gime de placer.
El Moreno y los dos hombres se frotan, se tocan y se hacen hincan, alternadamente, para hacerse sexo oral. De repente, no aguanta más y voltea a uno de ellos y el Moreno se escupe saliva en su miembro y lo intenta penetrar.
—Ora, ora, que yo no soy pasiva—, dice el Pelirrojo, bajito.
Al instante, el Moreno se sobresalta al reconocer a su amigo y se hace para atrás.
—Espera, quiero que te vengas en mi boca—, dice la reconocible voz de su amigo el obeso y lo retiene contra la pared. El Moreno se asusta más porque piensa “Nos vamos a “salar””. El código gay de los de su edad dice que, entre amigos, no se pueden meter, pero ya su pene está siendo succionado por su amigo el contador. “Ya qué”, piensa y jala hasta su boca al que, sabe, es el jefe de recursos humanos y amigo de pelo rojizo. Cuando se viene en potentes chorros, escucha gemir al Gordo y se lo imagina sonriendo. Se extraña que no se hayan reconocido.
O quizás sí.
Se asegura que el Pelirrojo tenga un orgasmo cuando se hinca para besarle las nalgas y acerca a los dos amigos, el Pelirrojo y el Gordo, para que terminen fajándose y besándose. Siente como le gotea, del ancho miembro del director de área, y se siente satisfecho. Excitado, incluso.
Se levanta y sale, deprisa, busca entre los calzones y agarra unos. Espera sean los suyos. Baja las escaleras y entra al baño a lavarse en el sitio que parece ya muy vacío. Al salir, ve bajar a sus amigos con una cara de “bien cogidos”, dirían los entendidos.
—¿Cómo les fue?—
—Bien, bien—, dice el Pelirrojo que parece que se puso los calzones de un adolescente y el Gordo nomás asiente. Trae unos calzones más grande, si cabe, de los que usa él.
—¿Nos vamos?—, dice el Moreno.
Y los tres se miran.
Esa noche los tres reyes magos se fueron a dormir a casa del Gordo.
Dormir es un decir.