Cultura

Agatha Christie y John Le Carré: cuando el bestseller es glorioso

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En el Orient Express. A bordo de un lujoso tren transeuropeo, y con una cruda nevada de fondo, un hombrecillo afable pero con mirada estricta mantiene atentos a doce pasajeros.

De nacionalidad belga y retirado de las fuerzas policiales de su país, el ahora detective privado confronta a su auditorio.

Uno de ellos es el responsable de un brutal asesinato.

La docena se mantiene en vilo mientras Hercule Poirot explica los métodos a los que recurrió el culpable para apuñalar en doce ocasiones a su víctima.

Entre los sospechosos se encuentran representantes de la nobleza rusa, la aristocracia húngara, la milicia británica y los negocios estadounidenses. La época es los años treinta.

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Sin embargo, el desfile de personalidades no es suficiente para intimidar al detective, quien articula un monólogo sobre la sed de justicia y el dolor.

Según les dice a sus compañeros de viaje, ambas emociones provienen del mismo lugar y poseen la misma capacidad de consumir el alma humana.

La espera

Una hora después, el tren ha llegado a su destino y la policía yugoslava –que para entonces ha sido alertada del crimen– aguarda en la próxima estación, deseosos de parar el tren y conocer el veredicto del detective para aprehender al culpable.

Poirot es famoso, entre otros méritos, por sus habilidades deductivas, su manía por el orden y su bigote estilizado.

Pero algo cambia cuando el detective baja del tren para encontrarse con los miembros del cuerpo policíaco.

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Contrario a lo que esos hombres esperaban, la expresión del belga no es de regocijo frente a una tarea cumplida, sino de desconcierto.

El otrora orador perfecto se atropella con sus propias palabras, tembloroso y con el rostro pálido.

Sin sospecharlo, el detective se encamina hacia un dilema moral que lo enfrenta con uno de sus adversarios más escurridizos: la naturaleza humana.

Por las calles de Londres

A cuatro décadas de distancia, en una mañana gris de septiembre, un hombre que ronda los sesenta años sale de su domicilio.

Equipado con una sombrilla y una gabardina (la radio pronosticó lluvia), abandona con su andar pausado el número 9 de Bywater Street, en el barrio londinense de Chelsea.

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En el trayecto que dura unos veinte minutos, pasan a su lado decenas de personas, apresuradas y concentradas en sus propias vidas.

Ignoran por completo que junto a ellos camina una de las mentes más brillantes de los servicios de inteligencia británicos, quien, tras mostrarle una lealtad incondicional a su antiguo jefe, fue despedido desde hace tres años.

Control, como le llamaban en el gremio a quien fuese Director de Operaciones, pagó el precio de una operación de contra-espionaje que a todas luces salió mal, dañando irremediablemente su reputación y su salud.

Apenas unos meses después de su caída en desgracia, Control murió.

Retiro prematuro

La lealtad a su mentor y amigo provocó en George Smiley, el caminante de esta historia, un retiro prematuro.

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Son los años setenta y la Guerra Fría está en su apogeo, con el bloque soviético y el estadounidense (al que pertenece el Reino Unido) disputándose el tablero mundial y tejiendo redes de espionaje mutuo.

Pero esta mañana algo cambió. Smiley ha sido llamado por el gobierno para volver a la carga y abandonar sus siestas vespertinas y sus cenas en solitario.

¿La razón? Una fuente anónima, cercana a la KGB, asegura que en el círculo más íntimo de la inteligencia británica se ha implantado un “topo”; un agente doble, un espía, un traidor.

Son cinco los hombres que controlan todas las operaciones del MI6, corazón del servicio secreto.

Cinco perfiles intachables que llegaron por mérito propio a la cima del éxito profesional, donde alguna vez estuvo Smiley. Cinco sospechosos de ser el topo.

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Y la tarea de Smiley no es nada sencilla: debe penetrar en la red de mentiras que por mucho tiempo ha carcomido el “andamiaje moral” de su país, descubrir al agente doble y entregarlo a la justicia.

En el camino aprenderá que nadie es inocente, que el bloque capitalista está lejos de tener el monopolio de la verdad y que su vida personal no le pertenece en absoluto.      

Herederos de las superventas  

A grandes rasgos, esas son las tramas de dos célebres novelas escritas por Agatha Christie y John le Carré; “Asesinato en el Expreso de Oriente” (Murder on the Orient Express, 1934) y “El Topo” (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 1974), respectivamente.

Las dos novelas constituyen títulos representativos en la obra de sus autores.

Una y otra entraron al canon de la cultura popular con relativa rapidez, desde su publicación, habiéndose adaptado a otros medios (cine, radio, televisión) en más de una ocasión.

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Y ambas cometieron –y lo siguen haciendo– el pecado más grande para una novela de su tipo: vender millones de copias.

Y es que el éxito en ventas suele ser, a los ojos de la crítica especializada, una antinomia de la calidad literaria.

El que un título lleve la etiqueta de bestseller representa para su autor o autora un arma de doble filo: atraerá al público deseoso de leer lo que está en tendencia, pero alejará al lector que no sigue las modas.

No obstante, si bien esa frontera existe, la época en que vivimos contribuye a que se diluya paulatinamente.

Los gustos se van atomizando en un contexto donde las editoriales (y eventualmente los propios autores) pueden ofrecer sus títulos en línea sin que la competencia sea tan abrumadora como antaño.

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Ello permite que las voces nuevas encuentren un cauce más rápido para llegar hasta sus lectores.

Poco a poco van sustituyéndose los números de ventas en papel por los números de descargas, aun cuando el formato físico está lejos de desaparecer.

La boticaria

Pero, con independencia de las transformaciones que sufren la industria editorial y el propio mercado, la calificación de una obra literaria no ha dejado atrás la categorización que separa los títulos valiosos de los más vendidos.

No es sorpresivo, teniendo en cuenta que todos, o casi todos, conocemos el aspecto de los sospechosos habituales: suelen estar al alcance del centro comercial más cercano, el nombre de su autor siempre es más grande que su título y el arte de su portada es especialmente llamativo.

En sus páginas se repiten los lugares comunes, los finales esperados, los elementos aleccionadores, la condescendencia y hasta las lágrimas prefabricadas.

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Quizá por ello somos injustos cuando ponemos a le Carré y Christie en la misma bolsa que los Coelho, Brown, Mayer, Dashner y todos los motivadores espirituales que pueblan las librerías.

En el caso particular de Agatha Christie, se estima que sus novelas alcanzan los 2000 millones de copias vendidas, siendo superada sólo por Shakespeare y la Biblia.

No todos son buenos

Con una producción de ochenta novelas, decenas de cuentos y diez obras de teatro, cabe sospechar que no todo lo publicado es de la mejor calidad.

Los libros de la llamada “Reina del Misterio” no son ajenos a los juicios de tramas formulaicas, personajes repetitivos y locaciones demasiado convenientes para la trama.

Pero cuando uno mira con detenimiento, se vuelve aparente que el asesinato en cuestión pasa a segundo plano.

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Lo que está en el centro de su obra, el verdadero misterio, son las motivaciones humanas.

Tras fungir como enfermera en la Primera Guerra Mundial, trabajó como boticaria bajo las órdenes de un químico entrado en años, cuyos problemas de visión lo volvían poco cuidadoso con las dosis que administraba.

Esos años influyeron decisivamente en la joven Agatha, quien se volvió una experta en venenos y sus antídotos.

Ese talento, aunado a una personalidad tan perceptiva como mórbida, cimentaron en definitiva un universo literario del cual emergieron sus dos protagonistas más famosos:

Hercule Poirot y Miss Jane Marple (en muchos sentidos, un alter ego de la propia escritora).

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Foto: Pinterest.

Una época restrictiva

En las novelas que transcurren fuera de las islas británicas –Egipto, Palestina, el Caribe–, los escenarios paradisiacos son el trasfondo en el que la rabia estalla, los celos se desatan y las vidas se acortan prematuramente.

Quizá la británica fue la primera en casar lo idílico con lo sanguinario en la novela de detectives moderna.

Y como bien lo señala la guionista Sarah Phelps –responsable de las excelentes miniseries de la BBC que adaptan varias de sus novelas–, en sus libros es palpable la tensión entre la historia que Agatha quería contar y la que su época le permitió escribir.

No en vano han sido llevadas al teatro y la pantalla en numerosas ocasiones, y sus dos personajes más célebres han sido reinterpretados bajo diferentes luces.

Desde las actuaciones fieles a la página de Joan Hickson y David Suchet, hasta las crudas extrapolaciones de Julia McKenzie y John Malkcovich. 

El espía

Por su parte, John le Carré no ha sido menos afortunado en cuanto a adaptaciones se refiere.

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Entre las películas, series y radio-dramas que toman sus letras como base, han desfilado intérpretes de la talla de Alec Guinness, Olivia Colman, Hugh Laurie, Tom Hiddleston, Gary Oldman, John Hurt, Richard Burton y un larguísimo etcétera.

Es fácil intuir por qué la prosa de le Carré es atractiva para los medios audiovisuales.

Pese a que en la literatura comercial abundan los libros que tratan temas de espionaje, lo que distingue las novelas de este ex-agente del servicio secreto convertido en escritor, son los claroscuros. 

A diferencia de los thrillers al uso, los personajes de este autor operan en áreas grises, donde la moral es borrosa y la política exterior está lejos de erigirse en una cruzada por la democracia.

Lo mismo retrata las intrigas codificadas de la Guerra Fría, que la suspensión de las libertades en pro de la seguridad internacional, en el mundo post-deshielo. Continúa publicando al día de hoy, sirviéndose de la ficción para denunciar los efectos de la guerra moderna y la conducta de quienes toman las riendas del devenir político.

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Decisiones humanas fatales

Aunque no por ello su universo literario es ascético. Muy por el contrario, las tramas grandilocuentes de intriga internacional son apenas la cubierta de decisiones humanas fatales, de venganzas personales y de traiciones a las convicciones propias.

Sus personajes son conscientes de que las alianzas se rompen con la misma facilidad con la que se crean.

Pero cuando no lo son, el lector se convierte en testigo de los torbellinos de emociones que envuelven el alma humana, hasta dejarla en su estado más primitivo.

Al igual que Christie, John le Carré es un observador paciente de las miserias humanas.

Si algo caracteriza las novelas del subgénero de los espías, es la rapidez con la se mueve su trama.

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Pero aún en la época de la inmediatez, el también autor de The Night Manager se atreve a construir novelas cuya trama comienza in media res (a la mitad de la acción), dejando que el propio lector reconstruya el rompecabezas.

Ese elogio a la inteligencia de su público lo separa de novelistas que firman tramas enredadas, pero que se ven en la necesidad de explicar su propia historia con santo y seña.

Y es que el universo del británico es, en muchos sentidos, la antítesis de Ian Fleming (creador de James Bond).

No sólo porque sus protagonistas masculinos están lejos del arquetipo del héroe de acción mujeriego –Smiley, por ejemplo, es regordete, taciturno y un completo desconocido del glamour–  sino también por un latente y glorioso homoerotismo.  

Los mecanismos del subtexto  

Ricas en subtexto, las historias de Agatha Christie y John le Carré están construidas como piezas de relojería.

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Las emociones son tan letales como las armas. Las pasiones mueven al mundo.

Y las conversaciones de salón son enrevesados acertijos que no terminan de desentrañarse hasta la última página.

Acercarse a ambos es comprobar que, así como todo lo que brilla no siempre es oro, todo lo que parece opaco no está descalificado de serlo.  


Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.

 

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