FIL
Crónica de EnFILados
Dos días antes de que inicien las actividades, la avenida Mariano Otero sabe que algo grande se aproxima. Las vallas metálicas, una tras otra, se agrupan en torno al camellón que divide un tráfico creciente de automóviles. Aunque la Feria Internacional del Libro de Guadalajara está a dos días de comenzar, su personal comienza a armar stands y la explanada de la Expo Guadalajara empieza a vestirse con los diseños creados para recibir a Portugal, país invitado del 2018.
Los hoteles próximos y no tan próximos al recinto ferial se encuentran en ocupación total. Los vecinos de la zona –habituados al caos controlado desde hace tres décadas– se resignan como sólo puede hacerlo quien acepta la inevitabilidad de aquello que se repite año con año. Arranca la feria y el mar de gente comienza a fluir; los miembros del staff superan la hazaña de Moisés y dividen a los asistentes no en dos, sino en tres cauces: los que llegan con boleto, los que tienen un gafete y los que van de salida.
Sus puertas, tan sugerentes como atiborradas, son un vestigio del recrudecimiento del conflicto entre Israel y Palestina. Apenas en 2013 comenzaron a implementarse los detectores de metales y las revisiones a los visitantes. “Territorio ocupado”, nombró Juan Villoro a aquella edición en la que Israel fue el país invitado y en la que trajo consigo un conjunto de medidas de seguridad que blindaron el acceso. Tan controversial como podía y debía ser, la FIL de ese año fue testigo de manifestaciones en defensa de Palestina: desde muestras de disconformidad por parte de algunos escritores, hasta el hallazgo de una rata muerta, envuelta con la bandera del país árabe.
Pese a todo, la cultura se impuso a la política y la asistencia rompió récord.
Ecos
Desde hace un par de años, la FIL recibe en promedio a poco más de 800 mil visitantes en cada edición. Los amantes de las letras, los profesionales de los libros y los legionarios de la academia, acuden a la cita anual para llevar a cabo el que constituye uno de los festivales culturales más importantes de Iberoamérica. Como consecuencia de ello, en la feria se desdibujan las fronteras entre la “alta” y la “baja” literatura: sus salones auspician por igual a los ganadores del Premio Nobel, a John Kaztenbach y al youtuber de turno. Las reflexiones en torno a la democracia ocurren al lado de las discusiones sobre el Big Bang; ciencia y arte se funden en un mismo espectáculo cultural que acoge a catedráticos y curiosos con igual esmero.
Se escucha en el pabellón de Portugal: “Yo casi no vengo porque me ‘engento’, pero mi marido quería ver a Jorge Ramos y pues aquí estoy”. “¿Te imaginas que Elena Ferrante venga cada año? Pero como no sabemos cómo es, pasa desapercibida”. “¡Qué bárbaros! La fila para entrar a las conferencias está enorme, deberían ser más grandes los salones”. “Perdona, ¿no dejé aquí mi gafete? Compré un libro de Saramago hace un ratito, pero estoy seguro de que aquí lo dejé, porque lo traía en la mano”.
El pabellón. Esa carta de presentación que parece ser menos afortunado con cada año. Seguramente Pessoa, el hijo predilecto del país homenajeado, habría tenido algo que decir al respecto. No causaría ninguna sorpresa toparse con Bernardo Soares al final de sus pasillos de madera, reminiscentes de ese ambiente de cubículos en los que un oficinista taciturno, como el heterónimo de Pessoa, pasaría sus días ocultándose del Patrón Vasques.
La feria eterna
En la FIL hay cosas que nunca cambian. El acomodo de los stands no sufre variaciones graves entre un año y otro; Oceano, Penguin y Planeta despliegan sus ejércitos de vendedores y anaqueles (casi emulando a los supermercados), mientras las universidades públicas se acomodan cerca de CONACYT (¿con la esperanza de las becas?), conformando ese clúster de la ciencia que roza con indiferencia a sus vecinos de atrás, los stands de libros religiosos.
Gonvill y Gandhi siempre lucen abarrotadas, pese a estar disponibles en la ciudad el resto del año. Elena Poniatowska y Paco Ignacio Taibo II recorren los pasillos con despreocupada familiaridad. Como en cada edición, los ponentes que se pasan de sus quince minutos, reciben “el papelito”. Y también año con año, los módulos de autógrafos se saturan. Pese a estar en el país donde, según se dice, no se consume literatura, las filas de lectores dan varias vueltas hasta perderse la secuencia.
Pero en la FIL también hay cosas irreversibles y dolorosas. Nos hemos ido despidiendo de aquellos hijos ilustres, del boom y del medio siglo, que no faltaban a la cita hasta que un año lo hicieron: Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y ahora Fernando del Paso. Con el correr de los años, el Salón Juan Rulfo se va transformado en el Salón de los Espectros. Pero estos espectros, eternizados en sus letras, formarán parte de la feria mientras sus lectores sigan pasando las páginas.
Una aurora del pasado
Como si del Sanatorio de Berghof se tratase, el tiempo en la FIL transcurre de manera distinta. Perderse entre sus pasillos supone un privilegio para los lectores y para quienes compran libros cuyo destino es la pila sobre el escritorio. La FIL es esa bisagra tapatía entre los festejos navideños y el resto del año, casi la antesala del maratón Guadalupe-Reyes.
Es un cruce de caminos, un festival de las ideas y, como no podía ser de otro modo, también un acontecimiento político y lucrativo. Pero ante todo es una feria y, como tal, apenas va iniciando cuando ya está cerca su final. O futuro e a aurora do passado (“el futuro es una aurora del pasado”), dice el lema de este año, cortesía de Teixeira de Pascoaes, consciente de la fugacidad característica de nuestro tiempo. Será hasta el año próximo cuando la India reabra las puertas del recinto y renueve en los lectores la promesa de la cultura como el mejor de nuestros instrumentos.
La FIL pertenece a sus visitantes de todo el mundo y pertenece a Guadalajara. Durante nueve días al año, esta ciudad desafía al centralismo cultural y escribe “aquí también existimos”.
Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.
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