Cultura
José Emilio Pacheco en papel y celuloide
José Emilio Pacheco en papel y celuloide
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel? Ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo: las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas[1].
Con motivo del cumpleaños de José Emilio Pacheco, el pasado 30 de junio, los medios de comunicación están repletos de homenajes al hijo predilecto de la Generación del Medio Siglo. Su doloroso fallecimiento, hace ya cuatro años, sólo ha incrementado el interés en su obra. Apenas el año pasado salieron a la venta sus “Inventarios”, la columna de temas culturales que Pacheco publicó desde 1973 y hasta el año de su fallecimiento. Bajo el auspicio de Julio Scherer, el poeta inició con la tarea en el suplemento cultural de Excélsior para luego trasladarla al semanario “Proceso”.
Recogida en tres volúmenes, la antología de “Inventario” da cuenta de la erudición de su autor, al tiempo que nos permite asomarnos a su faceta de cronista. No en vano es considerada una de las manifestaciones más importantes del periodismo cultural en nuestro país. Y es justo esa faceta de cronista la que, a través de la literatura, le permite conjugar un universo tan familiar como desconocido en “Las Batallas en el Desierto”, quizá su obra más célebre. A partir de la novela surge “Mariana, Mariana”, una película de Alberto Isaac que obtuvo nueve premios Ariel.
El mundo de ayer
“El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de manera diferente”, dice L. P. Hartley en “El Mensajero” (The Go-Between), una novela cuyas primeras líneas son citadas por José Emilio al comienzo de “Las Batallas…”. La novela de Pacheco inicia con una descripción del México gobernado por Miguel Alemán Valdés cuyo protagonista, Carlitos, pertenece a una familia originaria de Guadalajara que se instala con recelo en la capital. Con apenas doce años (según se infiere), Carlitos es perceptivo, bondadoso y presa de sus angustias. El personaje, que se adivina autobiográfico, nos lleva de la mano por una Colonia Roma que ya no existe. Por un mundo que ya no existe.
Los sabores, los aromas y los sentimientos de una ciudad de México a las puertas de la modernidad, son explorados en sus primeras páginas, aparentemente perfumadas por la añoranza. Pero la que podría parecer una novela nostálgica, cambia de golpe sus intenciones y nos revela la otra cara de esa supuesta modernidad. En el país podrá haberse instalado con éxito la Coca-Cola, pero su ciudad más poblada sigue padeciendo inundaciones. Será el whisky la bebida predilecta en las fiestas de la clase media, abonando a su cosmopolitismo, pero el clasismo entre sus miembros está perpetuamente instalado.
El primer amor
Con una prosa tan sencilla como mordaz, esta novela corta narra una infatuación irreversible. Carlitos está enamorado de la mamá de Jim, su mejor amigo y compañero de la escuela. Mariana, el objeto del deseo, detonará en Carlitos su despertar sexual y le revelará la tragedia más grande que agobia a la humanidad: la imposibilidad de amar. Ese amor (o lo que él siente como amor) queda restringido por la diferencia de edades y circunstancias. “Está loco”, dicen sus papás, quienes someten al pervertido a una serie de exámenes psicológicos. Pero el daño está hecho y, para cuando la novela termina, Carlitos queda doblemente adolorido.
A la genialidad de su autor le bastan sesenta y ocho páginas para escenificar aquello por lo que todos hemos pasado. Para denunciar la corrupción y los vicios del presidencialismo mexicano de la época. Para establecer con el lector, en fin, un pacto que la memoria reserva a aquellas lecturas atemporales de la gran literatura.
Mariana dos veces
Por su parte, en 1987, se estrena la película “Mariana, Mariana”; una adaptación de “Las Batallas…” cuyo guión estuvo a cargo de Vicente Leñero y José Estrada. Este último se había puesto en contacto con José Emilio Pacheco para expresarle su entusiasmo con la novela y sus planes para trasladarla al cine.
Escéptico al principio, Pacheco confía en el cineasta y la producción comienza a desarrollarse. Pero una serie de obstáculos hicieron que la película tardara seis años en alistarse para la filmación. Cuando por fin se tienen todos los elementos para comenzar a rodar, el escritor recibe una llamada donde le comunican el repentino fallecimiento de Estrada. La película queda en una parálisis momentánea, pero dada la inversión realizada, el estudio decide seguir adelante y le asigna un nuevo director al proyecto.
El largometraje queda entonces en las manos de Alberto Isaac, el primer director del Instituto Mexicano de Cinematografía. Dado su papel como funcionario, la película relaja de manera significativa las críticas al régimen corrupto de Alemán, acortando las ambiciones narrativas que Estrada y Leñero habían establecido en el guion. De manera opuesta a la novela, la adaptación decide transitar el camino de la nostalgia y retrata los años cuarenta de manera edulcorada. Quizá como consecuencia de estrenarse dos años después del terremoto que sacudió la metrópoli, la Ciudad de México es vista con los ojos del idealismo más patriótico.
Carlitos, Pedro Armendariz Jr.
Un reflexivo Pedro Armendariz Jr. encarna a Carlitos en su vida adulta, dándole un cierre circular a la historia, si bien a costa de romper con el final de la novela. A pesar de todo, la magnética presencia de Elizabeth Aguilar (Mariana) y la inocencia de Luis Mario Quiroz (Carlitos) son herederos directos de la novela. Pero, pese al buen recibimiento y los galardones que recibió, “Mariana, Mariana” no deja de ser un producto de su tiempo, en cuanto que está producida bajo los lineamientos determinados por la política cultural y cinematográfica del gobierno en turno.
Si el pasado es un país extranjero, es imposible evitar preguntarse cómo se habría configurado en pantalla la nación de Pacheco y Estrada, de haber terminado el proyecto este último.
José Emilio el demiurgo
A través de su prosa o mediante las imágenes que se inspiran en ella, JEP (como le gustaba firmar sus textos) continúa siendo el retratista formidable del México pasado y presente. Tanto en “Las Batallas en el Desierto” como en su adaptación fílmica, el encuentro entre Carlitos y Rosales (otro de sus compañeros de clase) es, por ejemplo, una de las escenas más vívidas y contundentes de esa historia. Sin importar la generación a la que pertenezcamos, la visita de ambos personajes a una lonchería, de esas que ahora están en peligro de extinción, es evocativa y nos convierte en personajes. No es una escena, sino un recuerdo que identificamos como propio. Es nuestra infancia que nos reclama, mediante la página o el fotograma, para que volteemos la mirada.
Como lo apunta Enrique Krauze, “en su modestia y variedad estaba su grandeza”. La sencillez de su narrativa y poesía es proporcional al tamaño de la huella que deja en quien lo lee a consciencia. A lo largo de todas sus facetas, Pacheco no es el creador de mundos que engendra universos como los de Faulkner o Balzac. Es, por el contrario, el demiurgo que observa con atención el mundo que le rodea, para después darle forma y mostrárnoslo en su totalidad. Para indicarnos el sendero por el que habremos de transitar quienes ansiamos reconocernos en la literatura.
Su reciente cumpleaños renueva la invitación a perdernos en nuestro propio pasado. En papel o en celuloide, las historias de Pacheco son el pasaporte.
[1] Líneas iniciales de “Las Batallas en el Desierto” (Ediciones Era, 2011).