Cine
La catarsis en pantalla: un repaso por los grandes dramas legales del cine
La catarsis en pantalla: los dramas legales…
Llegan ciertos momentos en nuestras vidas donde queremos romper con lo cotidiano y emprender actos que trasciendan nuestra realidad inmediata. Ante las injusticias, queremos levantar la voz y hacer una apasionada defensa de nuestros argumentos, que según nos imaginamos, será capaz de convencer al más incrédulo y hacerlo entrar en razón. Ante la corrupción o la indiferencia gubernamental, queremos plantarnos afuera de las sedes de los tres poderes y sacudir las instituciones con un discurso pronunciado a través del megáfono.
Por otro lado, cuando nos enfrentamos a un dilema moral, nos imaginamos teniendo la suficiente claridad para desmenuzarlo y resolverlo con justicia. Y si nunca hemos estado en ninguno de esos tres escenarios (o no lo deseamos de manera consciente), seguramente lo hemos soñado, dormidos o despiertos. Y es que la búsqueda de la justicia o el deseo de trascender, están arraigados a la condición humana; por lo menos en sus momentos estelares, como los describía Stefan Zweig.
David y Goliath
El cine, en cuanto que reflejo de nuestras frustraciones y deseos, pero también de nuestras aspiraciones y valores, es una de las artes que mayor cabida ha dado a la búsqueda de la humanidad, por hacer justicia. La ficción cinematográfica tiene en su haber historias donde un David versado en leyes se enfrenta a un Goliath represor o injusto; representado este último como el tirano en turno, o incluso como el propio sistema judicial.
La batalla final entre ambos ocurre en los tribunales. Dando lugar a escenas que no se distinguen por su brevedad, (para nuestra fortuna) y donde los monólogos alcanzan niveles épicos. Casi siempre, el desenlace nos muestra a un David victorioso. Un sistema de justicia redimido y una víctima compensada por los agravios que sufrió.
Si bien son historias universales, los llamados courtroom dramas (como se le conoce al subgénero) o “dramas legales”, han creado una tradición en el cine estadounidense. Sin menoscabo de otras grandes cintas, aquí rescato tres que por su contundencia merecen revisitarse.
12 Hombres en Pugna (1957): una duda razonable
En una tarde especialmente calurosa (como las que tenemos en Guadalajara estos días); un jurado en los años cincuenta, se reúne a deliberar sobre la inocencia o culpabilidad de un joven, acusado de asesinar a su padre. En línea con su contexto, todavía en los albores de la segunda mitad del siglo XX, los doce miembros que componen el jurado son todos hombres.
Provenientes de distintos ambientes. Entre la docena se encuentran el ejecutivo de una agencia de publicidad, un banquero, un vendedor de puerta en puerta, un profesor de preparatoria, entre otros. Su misión les impide abandonar la sala, hasta lograr la unanimidad en su veredicto.
Duda razonable
Basada en la obra de teatro de Reginald Rose (y adaptada por él mismo). Esta película dirigida por Sindey Lumet, se ha ganado un lugar indiscutible en la historia del cine. Protagonizada por un Henry Fonda en estado de gracia –y acompañado de un reparto sin desperdicio–. La película nos permite ser testigos de una deliberación imposible; donde las voces van subiendo de tono al tiempo que las camisas se empapan de sudor.
El jurado número ocho, encarnado por Fonda, rescata el argumento mediante el cual ningún veredicto puede ser definitivo; mientras siga existiendo la “duda razonable”. Convencido de la inocencia del acusado, se propone lograr que sus compañeros en la tarea, reflexionen sobre las consecuencias de condenar a muerte a un hombre, y replanteen la intención de su voto. Todo ello, en un escenario donde las pruebas son de dudosa contundencia; los prejuicios abundan y los otros once están convencidos de la culpabilidad del muchacho desde el inicio.
Fue rodada en una sola habitación durante casi todo el metraje. Pues apenas un par de minutos transcurren fuera de los juzgados. Como consecuencia, la claustrofobia y la ausencia de consenso entre sus personajes, son los elementos encargados de causar intranquilidad en nosotros los espectadores; al tiempo que nos cuestionamos sobre nuestros propios prejuicios. Es un duelo actoral, por un lado, y un estudio de las relaciones padre-hijo, por el otro; “12 Hombres en Pugna” es de esas películas que no tienen fecha de expiración. Aún a más de sesenta años de su estreno.
Senderos de Gloria (1957): la guerra de unos cuantos
Película de guerra y drama legal a partes iguales. Esta obra temprana de Stanley Kubrick (y mi favorita de su filmografía) pronto se convirtió en uno de los clásicos del cine internacional. Además de sus numerosos méritos técnicos, también se erigió como una de las primeras películas, cuyo discurso abiertamente antibélico, ha sido recuperado a lo largo de los años. Está basada en la novela homónima de Humphrey Cobb y, me atrevo a decir, la supera en más de un sentido.
Ambientada en la Primera Guerra Mundial, y con el foco de atención puesto sobre los soldados franceses; en sus primeras escenas somos partícipes de la vida en las trincheras. Desde familiarizarnos con la camaradería entre soldados y las deplorables condiciones sanitarias. Hasta conocer las implicaciones que tiene sobre ellos el arriesgar la vida como tarea rutinaria.
Tintes suicidas
Mientras tanto, en un château alejado de la zona de combate, conocemos a los generales que comandan el Estado Mayor francés y escuchamos a uno de ellos, el General Broulard, ordenar a uno de sus subordinados una misión con tintes suicidas.
Las instrucciones que recibe el General Mireau de su superior, son claras: tomar “El Hormiguero”, una posición estratégica y herméticamente custodiada por los alemanes. Motivado por la promesa de un ascenso, Mireau acepta y le asigna esta tarea al regimiento 701, comandado por el General Dax (interpretado por Kirk Douglas). Confirmando todos los pronósticos, el ataque resulta un fracaso. Pero lejos de reconocer su error, el Estado Mayor francés designa tres chivos expiatorios, de entre todo el regimiento y los acusa de cobardía; con criterios que obedecen a la discriminación o a venganzas personales. Estos tres hombres se ven enfrentados a un proceso de corte marcial; donde el General Dax (escéptico de la misión desde el principio) se ofrece como voluntario para defenderlos en el juicio.
Retórica bélica
En su clímax, un eléctrico Kirk Douglas, realiza no sólo una apasionada defensa de los soldados, sino que desentraña los recovecos burocráticos de la milicia francesa para denunciar su hipocresía. El contraste entre la vida en las trincheras, y la opulencia que rodea los aposentos de los principales generales del Estado Mayor, es de una potencia visual, que amplifica el mensaje antibélico, y nos recuerda que las guerras son obra de unos pocos.
Justo sobre este punto, decía el siempre lúcido David Simon (el creador de las monumentales The Wire y Treme) que uno de los méritos de la película, radica en su representación del ejército, como una institución vulnerable de quedar atrapada en su propia retórica bélica. Pero más que “anti-bélica”, describe la película como “anti-autoridad” y rescata una dimensión que es particularmente potente en la emotiva última escena: la consciencia que adquieren todos los soldados sobre su papel en el conflicto. Uno marginal que los destina a sacrificarse y despojarse de su humanidad para servir a una causa.
A partir de que identificamos la verticalidad de esta estructura militar, entendemos que su ley interna es más flexible que rígida. Pero no en beneficio de los acusados. Comprobamos, también, la intransigencia de quienes comandan esta institución; y comenzamos a inferir por dónde nos llevará el también director de “La Naranja Mecánica”, en este viaje de hora y media. Para el momento en que llegamos a la escena del juicio, padecemos el destino de los acusados como si fuese el propio. Algo sabía Kubrick sobre nosotros.
Matar a un Ruiseñor (1962): el ser humano contra sí mismo
Basada en la única novela de Harper Lee. Es una adaptación que no sólo traslada los eventos a la pantalla, sino que refuerza su discurso y contribuye a su impacto emocional como si de la misma obra se tratase. Ambas, novela y película, funcionan como un tándem glorioso; donde las imágenes de Robert Mulligan (director de la cinta) quedan para siempre asociadas a la prosa de Lee.
Racismo vs calidad moral
La historia es sencilla y justo ahí reside su complejidad. Atticus Finch (Gregory Peck), un abogado sureño de carácter apacible y calidad moral intachable, se enfrenta a la tarea más complicada de su carrera: acepta defender a un hombre negro; Tom Robinson, acusado de violar a Mayella Ewell, una chica blanca con un padre abusivo. Con la Gran Depresión como telón de fondo, la historia es vista desde la perspectiva de los dos hijos de Finch, Jean Louise “Scout” y Jeremy Atticus “Jem”. Su madre murió años antes del inicio de la historia, por lo que los niños han crecido sólo con su padre y Calpurnia, su ama de llaves.
Acostumbrados a llamarlo por su primer nombre, el concepto que ambos tienen sobre él cambia para siempre, durante los tres años en que transcurre la película. Pese al gran cariño que le profesan, no imaginan a su progenitor como alguien más que un miembro promedio del pueblo de Alabama, en el que viven. Pero después de que Atticus acepta el caso, ambos niños son objeto de burlas en la escuela por este hecho; y se vuelven testigos a temprana edad del racismo de su comunidad.
El jurado
Pese a la obvia inocencia de Tom, la defensa de Atticus se enfrenta con obstáculos crecientes; pues el propio jurado está compuesto por hombres blancos, cuyos prejuicios son desfavorables para el acusado. Cuando por fin llega el juicio, el impagable Gregory Peck (quien ganó el Oscar por este papel) protagoniza un apasionado monólogo, que hasta el día de hoy me mueve las fibras más sensibles. Frente a nuestros ojos, la película escenifica una defensa legal en su estado más puro: la de un ser humano contra la injusticia, emanada de la discriminación. “En el nombre de Dios, cumplan con su deber”, les exige Atticus Fich, a los miembros del jurado.
Ese deber, no es otro que la impartición de justicia y el reconocimiento de que, la sangre que corre por sus venas, es la misma que la de Tom Robinson. Ni más ni menos. De una contundencia demoledora, la novela ganadora del Pulitzer quedó eternizada en el celuloide. Con unos resultados atemporales y cargados de sentimiento.
La eterna batalla contra el racismo y todo tipo de prejuicios es universal. Aún en 2018 seguimos enfrascados en ella. Por esas razones, “Matar a un Ruiseñor” continúa siendo referencia obligada y piedra de toque.
Otras recomendaciones
Mención honorífica se llevan “El Veredicto” (1982), también de Sidney Lumet; “Philadelphia” (1993), de Jonathan Demme; y “Heredarás el Viento” (1960), de Stanley Krammer.
Not guilty!
Y fundimos a negro.
Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y seriéfago enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.