Cine

«Roma» de Cuarón, la épica de lo íntimo

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A través de “Pedro Páramo”, Juan Rulfo demostró que lo local puede adquirir el carácter de universal. Que la historia de un pueblo al sur de Jalisco puede alcanzar un andamiaje narrativo tal, que le permite situarse en el mismo plano que Macondo, La Mancha y Yoknapatawpha. Que entre más cercano e íntimo es aquello que se cuenta, más trascendental se vuelve. No cabe duda de que, como lectores o espectadores, estamos ávidos de historias que trasladen nuestras experiencias más particulares a la pantalla o el papel, quizá buscando en los vericuetos de la trama algunas pistas para descifrar nuestra propia existencia y dotarla de sentido.

Tras probar las mieles de Hollywood –con el reconocimiento a mejor director materializado en el Oscar, el BAFTA y el Globo de Oro, entre otros premios–, Alfonso Cuarón regresó a México para filmar la que siempre fue la película de su vida, literalmente: “Roma”. Una “historia pequeña”, como él mismo la definió cuando le presentó la idea a su productora, Gabriela Rodríguez, quien nunca imaginó las dimensiones titánicas que alcanzaría el proyecto. La tarea, desde la fase creativa a la concreción técnica, no iba a ser nada sencilla.

El reino de la memoria

“Roma” tiene como punto de partida la memoria, ese reino donde la nostalgia puede empañar los recuerdos y distorsionarlos hasta el punto de volverlos irreconocibles. Ambientada en la Ciudad de México a inicios de los setenta, la película cuenta la historia de Cleo, una mujer indígena que trabaja como empleada doméstica para una familia de clase media conformada por Sofía, su esposo Antonio (un médico del IMSS), sus cuatro hijos pequeños y la madre de Sofía; en la casa también trabaja Adela, amiga y confidente de Cleo.

En el transcurso de un año, la vida de Cleo (interpretada por Yalitza Aparicio) da un giro que la acerca más de lo que nunca esperó a la familia para la cual trabaja. El vínculo se vuelve particularmente fuerte con Sofía (Marina De Tavira) quien, sin sospecharlo, atestigua el derrumbe de un matrimonio y una forma de vida que creía asegurados. De raigambre tolstoiana pero sin adscribirse a ningún estilo que no sean los recuerdos de su propio autor, el guión (también a cargo de Cuarón) explora esta historia familiar semi-autobiográfica, en el marco de algunos de los acontecimientos que modelaron al México de la segunda parte del siglo XX.

Las historias paralelas 

La cinta se construye en torno a las historias paralelas de dos mujeres y la manera en que sus caminos, aparentemente de orígenes muy distintos, acaban desembocando en el mismo lugar emocional. “No importa lo que te digan, siempre estamos solas”, le dice Sofía a Cleo en el momento en que ambas, cada una a su manera, viven una decepción amorosa que las deja solas frente al peso de una gran responsabilidad. Tanto Yalitza Aparicio (quien nunca antes había actuado) como Marina de Tavira (actriz formada en el teatro), lideran con interpretaciones magnéticas y naturalistas un reparto compuesto, en su mayoría, por actores no profesionales y debutantes.

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Después de todo, ¿qué da forma a una familia, si no es la historia de sus mujeres?

Las herramientas del pasado     

La película está rodada en blanco y negro (¿acaso recordamos en color?) y filmada en 65 milímetros. Esto permite que sus espectaculares diseños de producción y sonido conviertan a la cinta en una experiencia cinemática inmersiva; escenas como la Matanza del Jueves de Corpus (el llamado “Halconazo”) –atestiguada en la historia por tres de sus personajes–, dotan a la película de una urgencia que la aleja de los convencionalismos presentes en, por ejemplo, buena parte del cine de época.

En una de las escenas climácicas, un vertiginoso plano secuencia nos conduce por las entrañas de una clínica del IMSS para provocarnos la sensación de presencia física, en la habitación donde ocurre uno de los momentos más emotivos de toda la película. Las calles de la capital, las playas de Veracruz y un bosque aledaño a una hacienda (brutales, todas las escenas que transcurren en la navidad de 1970), son apenas tres ejemplos de los escenarios cotidianos que se magnifican (en lo visual y lo sonoro) a través de una puesta en escena que no escatima en detalles ni sensaciones.

Evoca a otros grandes 

Alfonso Cuarón, quien buscó despojarse de todas sus referencias cinéfilas conscientes, evoca el trabajo de grandes cineastas como el británico David Lean, director de “Lawrence de Arabia”, que también fue rodada en 65 mm. Como en las películas épicas del siglo pasado, el egresado del CUEC filma con grandilocuencia cada escena, dando como resultado un golpe en las entrañas de más de dos horas de duración. Si hay un homenaje en “Roma”, es al cine mismo.

La diferencia con aquel cine épico es que las batallas coreografiadas no suceden en las dunas árabes, sino en un campo de futbol donde se enseñan artes marciales; los disparos no ocurren en los rascacielos de Nueva York, sino en las afueras de una mueblería del centro histórico. No hay persecuciones en estrechos callejones londinenses, sino abuelas corriendo tras sus nietos por la calle de Tepeji. Forma y fondo se funden en la lente de su autor (también responsable de la fotografía, junto con Galo Olivares) para contar una historia que voltea al pasado con un interés renovador.

Una carta de amor

Pese a sus proezas técnicas y la potencia de sus imágenes, la película no se conforma con su contundencia estética, sino que ambiciona, y consigue, mucho más. “Roma” jamás cae en la autocomplacencia, algo que podría haber sucedido fácilmente en manos menos hábiles que las de Cuarón, o acaso más viciadas por una nostalgia romántica hacia las vivencias personales. En un genuino ejercicio de auto-confrontación, el realizador retrata a sus personajes en su cruda vulnerabilidad, buscando en ese retrato las claves para entenderlos.

Consciente del machismo y la desigualdad entre clases sociales, tanto entonces como ahora, no pretende justificar ni redimir a ningún miembro de la familia o incluso a la propia Cleo, sino apenas dejar constancia de su humanidad y su evolución. El personaje de su padre, por ejemplo, no es presentado en la película como una figura ausente y antagónica, sino como un hombre que un día decidió que su hogar ya no estaba con su familia, detonando en esta un caos. La escena en que se le introduce es, por cierto, un logro emocionante de ritmo donde la esencia de un personaje se condensa a la perfección en apenas un par de minutos.

Pero, si bien está libre de apologías fáciles, es evidente que la película comenzó como una carta de amor a ese pasado y a esos personajes que lo pueblan. Conscientemente o no, el cariño es, por encima de todo, lo que impulsa cada toma.  

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Foto: Netflix.

Mirar hacia adentro

Y es que Cuarón no se interesa en diseccionar la identidad mexicana o en representar con mirada antropológica a la clase media-alta del país. “Roma” no se trata de una crónica histórica deliberada, ni siquiera de la Ciudad de México o de la Colonia Roma, que le da el título a la película. Lo que su director hace es tomar una instantánea de su familia y de la mujer que cuidó de él y sus hermanos como si fuesen sus propios hijos; esa foto se convierte en una postal del país donde la represión estudiantil era paralela a las funciones de cine dobles y con permanencia voluntaria.

Es, ante todo, el relato personalísimo de la infancia del director, recreado con tal meticulosidad que el México de Luis Echeverría y del mundial de futbol no pueden evitar asomarse. Un fragmento de historia individual que termina convirtiéndose en un vistazo apasionante al país que cada uno guarda en su memoria; la de Alfonso Cuarón, pese a ser distinta a la de cada espectador, nos revela en su intimidad que esa mirada hacia adentro es lo que nos permite conectar con los otros. Esta es, quizá, su película más generosa, porque abandona los contornos de aquel cine de alto presupuesto que venía realizando, para regresar al origen y hurgar en sus recuerdos; en el camino, logra colocarla como una de las mejores películas en la historia del cine mexicano. Con toda certeza, “Roma” es y será su magnum opus -obra maestra-.

 


Cristian J. Vargas Díaz es licenciado  en  Relaciones  Internacionales  por  la  Universidad  de  Guadalajara,  e  “intrigoso” como  consecuencia.  Les  debe  a  Ray Bradbury,  Juan  Rulfo  y  Thomas  Mann  su  gusto  por  la  literatura  y  su  vejez  prematura.  Cinéfilo  y  “seriéfago”  enfermizo,  sigue  aprendiendo  a  escribir.

 

Etiquetas: Cine de cartelera    Cine     Roma 

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