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El poder y la denuncia de Noche de fuego

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La noche del martes pasado, una cinta de terror se llevó el Ariel a la mejor película.

Como ocurre con algunos de los ejemplos más inventivos del género, el monstruo de «Noche de Fuego» apareció poco tiempo en pantalla. En lugar de mostrarlo en su monstruosa e inmoral brutalidad, la cámara optó por alumbrar los rostros de sus potenciales víctimas. Hacia la mitad de la película, lo vimos a punto de atacar; salió de su guarida y se encendieron las alarmas, pero finalmente hizo sólo un ensayo de sus capacidades de destrucción. No obstante, casi al filo de las dos horas, apareció de nuevo para devorar a su víctima. Se asomó para darle a la historia un cierre, entendido éste no como un final, sino apenas como una pausa en el ciclo de violencia desenfrenada. Rodaron los créditos y nos quedó claro que el terror no se terminará nunca.

En su primera incursión al terreno de la ficción, la extraordinaria Tatiana Huezo pone los elementos de su alquimia como documentalista al servicio de una historia cruda, conmovedora y dolorosamente cerca de la realidad inmediata, aunque se trate de una ficción adaptada a partir de una novela (Prayers for the Stolen, de Jennifer Clement).

En ella conocemos a Ana (interpretada por Ana Cristina Ordóñez y Mayra Membreño, en su infancia y adolescencia), quien vive junto a su madre Rita (Mayra Batalla) en un pueblo enfrascado en una guerra contra el narcotráfico. Una guerra que, sobra decirlo, la están perdiendo los miembros de esta comunidad donde todas las opciones de subsistencia involucran un sometimiento al cartel de turno. Y donde las mismas fuerzas del orden público son partícipes de ese sometimiento, ya sea por colusión o por una franca incompetencia frente a un ente que les rebasa en todo sentido.

Ana hace el trayecto a la adolescencia acompañada de sus amigas, María (Itzel Pérez y Giselle Barrera) y Paula (Camila Gaal y Alejandra Camacho). Un trayecto de por sí accidentado que en este contexto se vuelve aún más difícil. Hay una escena en la que Ana y Paula son llevadas a la peluquería para que les corten el cabello bajo el pretexto de una epidemia de piojos. Como espectadores sabemos que la verdadera razón es la de hacerlas parecer niños. Esto con el propósito de evitar que las secuestren, como le ocurre a otra de las niñas al inicio de la película. El llanto de Ana por la pérdida de su cabello nos transmite en unos segundos otra pérdida aún más abrumadora: el absoluto desprendimiento de la inocencia y de la posibilidad de crecer como lo habrían hecho bajo otras circunstancias. «El cabello vuelve a crecer, mija». La vida ya no.

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De haber estado en otras manos, quizá «Noche de Fuego» se habría quedado en el retrato de la violencia causada por el narcotráfico y de sus desgarradores efectos en quienes la viven de cerca. Algo que sin duda es relevante y valioso en sí mismo, pero por cuyo sendero ya han transitado muchas otras películas de nuestro cine reciente, y a las cuales se acusa en ocasiones de una sobresaturación de angustia hacia el espectador, por parte de quienes prefieren un cine nacional que también de cabida a historias más alentadoras. Uno se pregunta sobre las posibilidades que tenemos de aliviar esa tensión entre ambas propuestas, teniendo en cuenta que vivimos en un entorno que no da señales de relajar el derramamiento de sangre.

Pero bajo el guion y la dirección de Tatiana Huezo, esta película es también un equivalente fílmico del bildungsroman en el que la amistad de Ana, María y Paula encuentra momentos de catarsis y de sororidad. Desde los juegos que inventaron en su niñez para conectar sus mentes (tremendamente emotivas las escenas donde tararean una canción abrazadas o tomadas de las manos), hasta la llegada de la primera menstruación. El retrato de su complicidad y su cariño es casi un bálsamo frente a lo insalvable de las circunstancias. Como también el retrato de la relación entre Ana y su madre, presentada como un contrapunto que desvela la ausencia del padre de Ana y las formas en que cada una lidia con ese dolor, siempre conscientes de lo que implica desde su condición femenina. E incluso la atracción que Ana siente hacia Margarito (José Estrada y Julián Guzmán Girón), hermano de María y una figura sobre la que Ana cuestionará sus propios sentimientos y los eventos que desembocan en la noche de fuego final.

Sin las estridencias obvias que suele tener el cine de esta temática, pero con una poderosísima denuncia en su argumento, la ganadora del Ariel nos conmueve y nos recuerda las alturas estilísticas que puede conseguir el cine mexicano.

 

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