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Licorice Pizza: Del periplo nostálgico a la irregularidad del amor
El cine de Paul Thomas Anderson suele tener apuestas disruptivas y transgresoras, así lo mostró con obras cumbre como Magnolia, en la que con un inusual entretejido narrativo nos invita a ser testigos de un relato coral sobre el azar y las coincidencias; lo consigue con Boggie Nights, esa historia sobre erotismo, industria porno y degradación en los Estados Unidos de los años 70 y 80; así como en la oscura Petróleo Sangriento (There Will Be Blood), en donde a través de un excelso Daniel Day-Lewis, nos regala una reflexión sobre los inicios del capitalismo como germen de la ambición humana.
Las desobediencias de PT Anderson también se dan en el renglón del amor, como en Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love), aquella rareza de 2002 que reivindica un poco a Adam Sandler como actor y en la que vemos un relato nada convencional sobre las posibilidades de amar de un tipo con ansiedad y ataques de ira. A quienes esperan ver un poco de este estilo crudo, elevado y hasta cierto punto filosófico en la más reciente obra del laureado cineasta, Licorice Pizza, dense por enterado que verán una cosa muy distinta, aunque no por ello desechable.
Ahora nos trasladamos a los años 70 al Valle de San Fernando en Los Ángeles –lugar donde creció el propio director- para conocer a Gary Valentine, un joven actor de 15 años quien conoce y se enamora de Alana Kane, una chica judía de 25 años con aspiraciones pero pocas conexiones en el mundo. Basta decir que estos dos personajes sostienen la cinta y destacan en ella gracias a la labor de dos debutantes pero no tan desconocidos en la vida del realizador: Cooper Hoffman hijo del fallecido actor Philip Seymour Hoffman, y quien era habitual en la filmografía de Anderson; y Alana Haim, guitarrista y vocalista de la banda indie HAIM, cuyos videos han sido dirigidos por el director.
Licorice Pizza, que es el nombre que EU se les da también a los discos de vinilo (licorice es un dulce de regaliz negro y chicloso, mientras que la pizza es redonda como los acetatos), es una fábula nostálgica de desencuentros y encuentros, de búsqueda de opciones de vida, de rituales de iniciación y de emprendimientos mercantiles, es un periplo sobre la amistad y sobre la irregularidad del deseo amoroso. Es también el recordatorio de aquella idea que ya se contaba en el clásico cuento de Perreault, El Pájaro Azul, acerca de la búsqueda de la felicidad.
El aire vintage de la historia se respira hasta en los filtros de cámara y en un soundtrack fiel y puntual (David Bowie, The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, Wing, Nina Simone, por mencionar algunos) pero lo que más sorprende es el tono a comedia romántica tan insólito en un creador como Anderson, tono que no deja de ser su toque bizarro, pues a fin de cuentas es PTA. De nueva cuenta, son estos dos actores juveniles quienes sostienen con frescura y desparpajo los gags del filme, mientras que la pléyade de celebridades que acompañan la historia con cameos son secundarios en la trama: Sean Penn y Tom Waits como los bon vivant; Bradley Cooper como el pedante y seductor productor Jon Peters; y algunas pequeñas intervenciones de Maya Rudoplh y John C. Reilly.
Cierto es que la película arranca bien, luego adolece de ritmo y regularidad, sobre todo en la segunda parte, aunque engrandece un poco sobre el final. Es posible que la exigencia intelectual de la obra anterior de Anderson haga renegar a algunos acerca de la composición inocente, conservadora y aparentemente unidireccional de la película, pero ello no demerita para nada la historia, pues también contar con simpleza tiene su complejidad, de ahí que el Oscar lo haya considerado para las nominaciones de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión Original. Anderson así cumple con el reto de retratar una época y de contar una historia de amor y nostalgia, con solvencia.