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La cultura como diálogo ¿Apreciación o apropiación?

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La cultura como diálogo…

Ya son varios los años que lleva flotando el término de “apropiación cultural”, primero en los medios de comunicación anglosajones y ahora en los hispánicos. Las definiciones son tan diversas como los propósitos con que se utilizan, pero todas conducen a la misma idea: la usurpación. De acuerdo con algunos proponentes del concepto, la apropiación cultural ocurre cuando las prácticas, los rituales y en general los símbolos de una cultura son utilizados por otra en la persecución de distintos fines. Académicos como Richard Rogers (2006) proponen cuatro categorías en las que esto puede ocurrir: intercambio, dominación, explotación y transculturación.

Una lectura del texto de Rogers nos permite ahondar en la definición de dichas categorías, pero ya desde su nombre podemos inferir los derroteros por los que transitan estas cuatro maneras de “apropiarse de una cultura”. Pero ¿por qué surge un debate como este, a casi dos décadas de que comenzó el siglo XXI? ¿No se supone que, en el contexto globalizado en que nos encontramos, las estructuras de dominación hegemónica ya fueron sustituidas por la hiperconexión y la pluralidad? Por lo menos en el terreno cultural, es evidente que no. Aun cuando las tecnologías de la información nos permiten acceder a contenidos culturales de todo el mundo (mismos que sus propios creadores ponen a nuestra disposición), los medios dominantes de comunicación, o mainstream media, siguen siendo la plataforma de consumo cultural de miles de personas.

Rosalía y el flamenco

A raíz de lo anterior, surgen voces que condenan el que una cultura dominante o mayormente difundida pretenda adueñarse de elementos culturales propios de otra, especialmente cuando esta última no tiene los medios para difundirse a sí misma. Por lo menos, no en la misma medida en que sí los tendría la cultura dominante. Un ejemplo reciente es la controversia que desató la cantante barcelonesa Rosalía, quien en su videoclip “Malamente” incorpora elementos sonoros y lingüísticos que comúnmente son asociados a la cultura gitana.

Las redes sociales –en su papel de foros que recogen los juicios veloces y enérgicos de sus usuarios– no perdonaron el experimento y rápidamente se acusó a la cantante de apropiación cultural. “Ese acento y esas guitarras no son suyas”, decían aquellos que basaban su descalificación en el hecho de que Rosalía no es andaluza y, a su juicio, no conoce la realidad del pueblo gitano; un pueblo que, ciertamente, ha sido históricamente oprimido. 

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Pero aseveraciones como esa, traen consigo una serie de debates que transitan sobre la identidad, en un primer momento, y después sobre la libertad creativa. Quizá la molestia que causó “Malamente” está relacionada con el llamado “whitewashing”, entendido como una práctica que “blanquea” manifestaciones y prácticas culturales al representarlas a través de personas blancas. Bajo esta lógica, se les niega a los gitanos la capacidad de representarse a sí mismos, permitiendo que sea una persona blanca quien exponga su cultura, con todo y sus distorsiones.

Apreciación contra apropiación

Pero entonces, ¿esto quiere decir que no podemos crear arte que no esté directamente relacionado con la cultura propia? ¿Pecó de usurpador Francisco Rojas González en ¿El Diosero, al no ser indígena? ¿Debemos censurar a Gioconda Belli por escribir El Pergamino de la Seducción?  ¿Qué se pierde en el camino, cuando los creadores se ciñen únicamente a las experiencias personales? ¿Imponer barreras a la creatividad no resulta en un contrasentido?

Como atinadamente lo apunta la traductora Ana Padilla Fornieles, la línea entre apreciación y apropiación es muy delgada. Por ello, sugiere que los artistas deben construir un permanente ejercicio de reflexión donde se planteen interrogantes como estas: “¿Tiene un significado religioso la prenda que se quiere llevar? ¿Se conoce verdaderamente el elemento cultural que se reivindica como ‘inspiración’? ¿Qué bolsillos se benefician del consumo? ¿Se está ofreciendo crédito al incorporar lo ajeno a la expresión creativa? ¿Cuáles son los efectos de esa creación?”

Reflexionar sobre la creación artística en los términos que plantea Padilla, no sólo beneficia a las culturas que tradicionalmente son ignoradas o explotadas, sino que también contribuye a la apreciación que ella misma propone. Es bastante sencillo condenar aquello que se asemeja a la apropiación, pero como bien señala Daniel Gascón “la condena a la apropiación cultural encierra a las personas en una sola identidad, en un solo plano. Si fuera una postura coherente, uno no podría alejarse de su ambiente inicial. Vislumbrar esa escapatoria es, precisamente, una de las mayores virtudes de la cultura”.

La representatividad en la cultura

No hay duda de que la cultura debe preservarse en cuanto que nos permite proyectar nuestra identidad; no obstante, también debe ser un vehículo para comunicarnos con quienes viven experiencias distintas a la nuestra. Quizá un ejemplo de esa comunicación intercultural la encontramos en la historia detrás de la película “Coco” de Pixar. La crítica y el público mexicano cayeron rendidos frente a una cinta que, si bien repite muchas de las fórmulas narrativas típicas del estudio, supo retratar las relaciones afectivas de las familias mexicanas y representar su tradición más famosa.

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Pese a que cae en la folclorización de ciertos elementos en torno al Día de Muertos y a la cultura mexicana en lo general (léase, alebrijes voladores en acción), el consenso sobre la película alaba el cuidado con que están recreados los aspectos visuales de nuestra celebración sincrética. Ello se debió a una investigación de campo que se extendió por varios meses, a cargo del director Lee Unkrich y su equipo creativo.

Según contó a una conocida revista mexicana sobre cine, la decisión de hacer una película sobre México la tomó cuando, vacacionando por nuestro país, notó que las piñatas que se vendían en las dulcerías y mercados representaban a los personajes de Pixar. Y es que no es extraño ver piñatas (una tradición indudablemente arraigada a nuestras celebraciones comunitarias) con la figura de Nemo, Woody, Elsa o Mike Wazowski. Según dijo Unkrich, la creación de “Coco” supuso un agradecimiento a México por el buen recibimiento que tienen las películas del estudio (siempre reflejado en la taquilla). La película se confirmó, de este modo, más cercana a la apreciación que a la apropiación. 

No hay duda: vernos representados genuinamente en la pantalla, importa y mucho.

La cultura como vehículo para el diálogo

Tenemos la obligación de difundir nuestra cultura, a la par de combatir los estereotipos, pero no debemos cerrarnos a la idea de que dicha cultura está viva. Retomando a Umberto Eco (quien parece que nunca perderá la vigencia), quizá conviene situarnos a medio camino entre apocalípticos e integrados. Es decir, enfrentar los reduccionismos y la caricaturización, pero abogar por la visibilidad y el diálogo intercultural. 

Finalmente, la cultura es el vehículo que puede romper las barreras (por ejemplo, las del lenguaje) y comunicarlo todo sin decir una palabra. Si el diálogo se facilita, lejos de perjudicarse, las identidades colectivas no caen en el aislamiento. Evitan dejarse llevar por la “invitación a la pasividad”, en palabras del propio Eco.   

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Pensemos en la cultura como una casa. Esta tiene una estructura que el tiempo ha cimentado, pero son sus habitantes quienes le van dando forma, convirtiéndose en los arquitectos de sus transformaciones. Si sus habitantes abren las puertas para comunicarse con la casa de enfrente o de al lado, podrán intercambiar experiencias distintas a la suya. Pero aún más importante, se percatarán de que sus similitudes son numerosas. Si todas las casas se comunican entre sí, se acaba por crear una comunidad. Ese sentido de comunidad hoy es más necesario que nunca.

Después de todo, ya lo dijo Borges: “no estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido […], todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados…”

 

Cristian J. Vargas Díaz es licenciado  en  Relaciones  Internacionales  por  la  Universidad  de  Guadalajara,  e  “intrigoso” como  consecuencia.  Les  debe  a  Ray  Bradbury,  Juan  Rulfo  y  Thomas  Mann  su  gusto  por  la  literatura  y  su  vejez  prematura.  Cinéfilo  y  “seriéfago”  enfermizo,  sigue  aprendiendo  a  escribir.

 

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