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¿Premiar la paz?

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¿Premiar la paz?…

A partir del 1 de octubre pasado, se anunciaron los nombres de quienes serán galardonados en diciembre con el Premio Nobel de este año; el último de ellos ocurrió el lunes 8 con el anuncio del premio en la categoría de economía.

Como cada año, las quinielas se conformaron y los rumores de filtraciones sobre los ganadores comenzaron a circular. El único pendiente fue el de literatura, el cual se pospuso hasta 2019 tras el escándalo de acoso sexual que envolvió a la Academia Sueca, responsable de ese premio en particular. Por lo menos este año, los memes sobre Murakami y sus perpetuas manos vacías se encontraron en reposo.

Es imposible ignorar el hecho de que, con el correr del tiempo, los premios han perdido legitimidad frente a una opinión pública que considera al galardón como una expresión eminentemente política y no necesariamente un reconocimiento objetivo al trabajo de un individuo u organización. Más aún, en el caso concreto de la categoría de literatura, elecciones como la de Bob Dylan en 2016 han generado sentimientos de escepticismo frente a un premio que nunca ha estado exento de controversia. Cuando Alfred Nobel estipuló en su testamento la creación de los premios que llevan su nombre, seguramente no imaginó el alcance que tendrían.

La propia Academia Sueca reconoció, en un comunicado del 04 de mayo pasado, la necesidad de replantearse su actual conformación y modernizar sus prácticas a la luz del déficit de confianza que envuelve a la institución bicentenaria. Por ello, y ante el escrutinio mediático, el reciente anuncio de Denis Mukwege y Nadia Murad como los ganadores del premio de la paz fue recibido con fanfarrias.

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Entre la política y la coyuntura

Inevitablemente, ello nos lleva a preguntarnos si la Fundación Nobel –que coordina a los comités seleccionadores, instalados en las instituciones responsables de elegir a los ganadores­– decidió hacer de la necesidad virtud. Pero, si bien la relevancia coyuntural del premio es evidente, sería ingenuo pensar que un galardón de estas características, en cualquiera de sus categorías, puede aspirar al apoliticismo.

¿Acaso no tuvo un carácter político el premio a Barack Obama en 2009? ¿Qué fue el otorgado en 2012 a la Unión Europea, si no un bono de legitimidad cuando su modelo de integración regional comenzó a mostrar fisuras? Y cuando Trump amenazó con salirse del acuerdo nuclear firmado entre Irán y el P5 + 1 (como al final ocurrió), ¿fue una coincidencia que el premio lo obtuviese la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares? Después de todo, ¿qué es un premio? ¿No es acaso la manifestación de un reconocimiento de carácter político (en el sentido aristotélico del término) que los miembros al interior de un gremio se otorgan entre sí?

Más importante aún, ¿cómo se premia la paz y quién está “autorizado” para hacerlo? ¿Es siquiera posible? Teniendo en cuenta lo abstracto de su naturaleza, parece un sinsentido tratar de categorizar la paz como una actividad medible y cuantificable. No obstante, dado que la violencia sí que puede medirse (a través de las estadísticas de conflictos armados y criminalidad, por ejemplo), es entendible que el Comité Noruego del Nobel decida premiar todo esfuerzo individual o colectivo que promueva la reducción de la violencia y el conflicto.

Foto: AFP.

Contra la violencia sexual

Que Murad y Mukwege hayan sido reconocidos con el galardón es particularmente significativo ahora que Brett Kavanaugh fue elegido como juez asociado de la Corte Suprema de Estados Unidos, tras haber sido nominado por Donald Trump. Antes de ser confirmado oficialmente, Kavanaugh enfrentó acusaciones de acoso sexual por distintas mujeres que lo conocieron en su juventud. Pese a ello, y como resultado de una reñida votación en el senado de 50 contra 48, el republicano asumió el cargo el 06 de octubre pasado. Parece que, sin importar el grado de las acusaciones, el que una mujer padezca acoso sexual sigue sin ser motivo suficiente para siquiera desacreditar al perpetrador.

Por ello, con todo y la carga política del Nobel, es indudable la pertinencia que tiene premiar a dos personas cuyo trabajo consiste en erradicar la violencia sexual contra las mujeres como arma de guerra, cada uno en sus contextos particulares. Tan solo en 2015, el entonces Secretario General de la ONU Ban Ki-moon, emitió un alarmante informe sobre actos de violencia sexual relacionados con conflictos que tuvieron lugar en 19 países, en el transcurso de apenas doce meses.   

Este tipo de actos violentos incluye violaciones sistemáticas, matrimonio forzado, maltrato físico y tortura psicológica. La propia Nadia Murad (de origen yazidí) logró escapar tras ser secuestrada por el Estado Islámico y sufrir dicha esclavitud en carne propia, para eventualmente convertirse en activista. Por su parte, el Dr. Denis Mukwege atiende a mujeres que son víctimas de violencia sexual en su clínica de la República Democrática del Congo, en medio del conflicto armado que enfrenta su país.

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Foto: AFP.

De las teatralidades a la reivindicación

El premio cumplirá su propósito en la medida en que contribuya a reivindicar una lucha cuyos esfuerzos se concentran en impedir que más niñas y jóvenes sean abusadas bajo el paraguas de la impunidad. La violencia sexual es un crimen de guerra y su perpetración debe penalizarse a través de las cortes internacionales. Como señaló Nadia Murad, “un solo premio y una sola persona no pueden lograrlo. Necesitamos una respuesta internacional”.

Esto es un ejemplo de lo que puede representar un galardón, más allá de las formalidades y la ceremonia. El Nobel de economía, por ejemplo, reconoció a dos académicos (Paul Romer y William Nordhaus) cuyo trabajo incorpora el cambio climático en la economía, a la vez que analiza el impacto del desarrollo de nuevas tecnologías sobre esta; dos aspectos fundamentales para el contexto en que vivimos y que sin duda no pueden pasar desapercibidas por las construcciones teóricas contemporáneas.

Para eso sirve un premio como este, para arrojar luz sobre las crisis, visibilizarlas y ponerlas en la agenda. 

 

Foto de portada: Reuters. 


Cristian J. Vargas es licenciado  en  Relaciones  Internacionales  por  la  Universidad  de  Guadalajara,  e  “intrigoso” como  consecuencia.  Les  debe  a  Ray Bradbury,  Juan  Rulfo  y  Thomas  Mann  su  gusto  por  la  literatura  y  su  vejez  prematura.  Cinéfilo  y  “seriéfago”  enfermizo,  sigue  aprendiendo  a  escribir.

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Etiquetas:  El Orbe     Donald Trump

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