Opinión

Cuando los amorosos se encuentran

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Decía Andy Warhol que todo mundo tiene derecho a tener 15 minutos de fama. Y si en medio de ese adquirido aplauso encuentras lo que llaman amor, pues, el asunto está que ni regalado.
Casi el sueño que nos ha vendido durante décadas la franquicia Disney.

Dicha premisa, en nuestro País azotado por terremotos y pésimas administraciones públicas, se ‘materializa’ en una realidad televisiva, al alcance con sólo encender el aparato que es el corazón de las casas de las familias mexicanas, a las cinco y media de la tarde.

´El programa más visto de la televisión abierta por las tardes’: anuncia, como mantra, la conductora Carmen Muñoz cada que puede, para enunciar el sorprendente poderío de un reality show para encontrar la «pareja ideal” en Televisión Azteca, de lunes a viernes.

Cortesía

Un panel de jóvenes, entre 20 y 35 años, con alguna señoras de 50 o un abogado obeso, de 48 años, para dar la diversidad generacional, -pero por supuesto el amor gay y lésbico no está ni de lejos considerado-, se sientan en hileras de filas a que lleguen personas, comunes y corrientes, que hicieron un casting para ser “escogidos» para salir en citas a ciegas, que la producción les paga en restaurantes, bares o parques de diversiones de la Ciudad de México: todo un escaparate para ser enamorados en vivo y directo en cadena nacional, con la ayuda de expertos, que darán consejos para abrir el camino al corazón, como un sexólogo, un chamán que lee el tarot y una síquica que dilucida el futuro con ver las nalgas de los participantes.

La reflexión salta a la vista: ¿están los jóvenes de clase media en nuestro territorio mexicano, tan solitarios y ávidos de fama que quieren pareja y seguidores en redes, en un mismo paquete? Al parecer, la fórmula es un contundente “sí” y la producción del programa ‘Enamorándonos’ lo sabe y lo explota, sin necesidad de meter mucho dinero, puesto que el programa apesta a pobreza intelectual, reflejo claro en su paupérrima escenografía y el vestuarista que da look a los participantes, creándoles personajes como un payaso, un par de estripers, las chicas de tetas grandes o los nerds que, con lentes empañados, exudan ansias de coito.

Pero como es costumbre en las producciones de la familia Salinas Pliego, lo importante es la naturalidad inventada: en realidad, todo es muy cercano a la actuación mal lograda.

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Los supuestos “amorosos” se la viven “enamorándose” -valga la redundancia: es acorde al tipo de propuesta televisiva y su pobreza de lenguaje- entre sí, e ignorando las reglas del programa que es caer rendidos al público que los va a buscar como osos de feria en el tiro al blanco, con las consabidas dramatizaciones de corazones rotos, gritos e insultos entre ellas, que se llaman “fulanas” y ellos, que se acusa de ser unos “gígolos”.

Captura de pantalla

Y el programa, ante la actitud, les pone “ultimátums” que los pone a un pie de ser corridos y admitir nuevos buscadores del amor, que traerán nuevos conflictos, y así hasta la náusea.

Y como broche de oro, se arman bodas “en vivo y en directo”, los momentos sublimes de cada mes, cuando logran que dos desconocidos, después de varias citas, con asistencias a moteles incluidas con su bañito en el jacuzzi y fresa de escenografía que el televidente, sea niño, adolescente o adulto mayor, ve en directo como un curso de soft porno, se acaban dando el “sí” frente a las cámaras, con un “pastor” como testigo y millones de espectadores, como anuncia la conductora que no deja de repetir que ella es la amorosa principal en este show.

La televisión se acerca a un punto de no retorno: el amor se ha vuelto un circo mediático, barato y chabacano y obtenerlo es tan complejo y tan simple, valga la contradicción, como ser observado en un gran microscopio televisivo.

Si no aceptas esas reglas de escrutinio, probablemente nunca serás llamado “amoroso”.

Como el tormento de Sor Juana.

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