Opinión

El éxodo centroamericano, la xenofobia y el déficit de empatía

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En la época de la transnacionalización, hablar de territorio parece una anacronía. Los textos de teoría social y política, desde los clásicos, identifican al territorio como uno de los tres elementos fundamentales que conforman al Estado (la población y el poder político son los otros dos). No obstante, conforme las relaciones humanas fueron cambiando –incluidas aquellas con el espacio físico que habitamos–, el concepto de territorio sufrió una serie de modificaciones que hicieron que su significado trascendiera las fronteras físicas de la geografía para incorporar elementos sociales y culturales.

Dice Milton Santos en un ensayo del 2000 que “el territorio era la base, el fundamento del Estado-Nación, que al mismo tiempo lo moldeaba. Hoy, viviendo una dialéctica del mundo concreto, evolucionamos de la noción tornada antigua de Estado Territorial, a la noción posmoderna de la ‘transnacionalización’ del territorio”. Los teóricos de la globalización parecen confirmar que vivimos en un mundo cuyas fronteras físicas se diluyen rápidamente y en donde los eventos que ocurren en un extremo del mundo tienen una repercusión palpable y casi inmediata en el otro.

Bajo esta perspectiva, la posición geográfica de un determinado país ya no sería una limitante para que este pudiese comerciar con una región distinta a la suya, por ejemplo; las fronteras nacionales ya no supondrían una restricción para las comunicaciones entre cualquier esquina del planeta. Alterando la famosa sentencia de Halford Mckinder, la geografía dejaría de ser destino. Pero, si esto es así, ¿cómo nos explicamos la reacción que han provocado las recientes caravanas migrantes que cruzan México, provenientes de Centroamérica?

Fotos: AFP.

Territorium

La primera parte de la respuesta radica en que la noción de territorio se encuentra íntimamente ligada al derecho internacional. Aún con las dinámicas transnacionales de la economía, la cultura o la política, las demarcaciones territoriales siguen constituyendo una de las fuentes en las que se origina la soberanía. Como apunta Luis Llanos-Hernández (2010), el territorio “ha pasado del reduccionismo fisiográfico para ser asumido como un concepto que existe porque culturalmente hay una representación de él, porque socialmente hay una espacialización y un entramado de relaciones que lo sustentan, y porque política y económicamente constituye una de las herramientas conceptuales más fuertes en la demarcación del poder y del intercambio[1]”.

En otras palabras, el territorio y su consecuente lógica de fronteras y divisiones (naturales o artificiales), son ineludibles cuando analizamos las relaciones internacionales, tanto en sus expresiones políticas como económicas; sea en las disputas jurídicas, las controversias territoriales o el comercio. Es insalvable pensar en las demarcaciones territoriales como un punto de partida antropológico para entender las dinámicas de poder o el sentido de pertenencia nacional, por ejemplo. Pero lo que debe evitarse a toda costa es la emergencia de una retórica nacionalista. Si algo prueba la época que vivimos, es lo peligrosa que puede tornarse una narrativa que sustenta en las fronteras los motivos de su exclusión.

Del miedo hacia afuera

Por ello, una segunda parte de la respuesta la encontramos entre las páginas de “Los Orígenes del Totalitarismo”, obra cumbre de Hannah Arendt publicada en 1951. En ella, su autora disecciona los dos movimientos totalitarios más representativos del siglo XX: el Tercer Reich y la Unión Soviética de Stalin; pese a que fue escrito hace casi setenta años, la vigencia del libro es alarmante.

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Como apunta Martina Cociña en un reciente artículo para The Clinic, la filósofa alemana da en el blanco al desentrañar el mecanismo por el cual se impone el totalitarismo como una forma de exclusión: “el primer paso para conseguir la dominación total es matar a la persona jurídica, lo que se logra colocando a ciertos individuos fuera del resguardo legal […] Destruida la persona jurídica, se asesina a la persona moral y se procede a acabar con la individualidad.” La tesis de Arendt se extrapola con escalofriante facilidad al mundo del 2018, donde la figura del inmigrante adquiere un estatus antagónico que engloba una serie de amenazas a la identidad socialmente construida de una nación determinada.

Cuando la desinformación alimenta nuestros prejuicios y estos últimos orientan la manera en que nos comportamos con los demás, lo que se impone es la retórica del miedo. El miedo a la supuesta pérdida de empleos, beneficios sociales o privilegios de cualquier índole. El miedo al otro, a lo diferente.

Una mano amiga

La xenofobia y el racismo no son otra cosa que el culmen del miedo a la pluralidad y la diversidad. La existencia de actitudes de ese tipo resulta particularmente frustrante si se tiene en cuenta la tradición de México como país receptor de refugiados. En plena Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Lázaro Cárdenas adoptó una política de asilo que dio cobijo a los europeos que huyeron del fascismo. Pese a que se erigió como un régimen de nacionalismo económico y un férreo legalismo, el sexenio de Cárdenas rompió su propio paradigma de política exterior (adherido al principio de no intervención) al permitir la entrada de asilados y convertirla en una de las directrices en sus relaciones con el resto del mundo.

Figuras como Gilberto Bosques Saldívar, quien fue cónsul general en Francia de 1939 a 1942, contribuyeron a salvar la vida de aquellos perseguidos por el nazismo en Alemania o el franquismo durante la Guerra Civil Española. Según las estimaciones, su otorgamiento de salvoconductos y la procuración de residencias para los refugiados, fueron decisivos para salvar la vida de cerca de 40.000 personas. Instituciones académicas y culturales como El Colegio de México, el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) o el Fondo de Cultura Económica, son herederos de esa política humanitaria y se erigen como ejemplos de la reciprocidad que los refugiados tuvieron hacia con México.

Yo cumplí 

Decía la recién fallecida Trinidad Martínez Tarragó, hija de refugiados españoles y quien fundó el CIDE en 1973, “yo cumplí con lo que me enseñaron mis padres. México nos ha dado todo, denle a México lo que puedan.” Y como si de un receptor natural de asilados se tratase, la institución también se nutrió con los académicos chilenos que llegaron exiliados a nuestro país cuando ocurrió el golpe de estado al gobierno de Salvador Allende, en el mismo año.

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El déficit de empatía

Después de todo, en la promoción de la solidaridad también subyace la expresión del interés nacional. Nuestro país, siendo emisor de migrantes, no puede asumir una postura contradictoria a las demandas que se le hacen al gobierno de Estados Unidos en cuestiones migratorias. Cabe entonces preguntarnos, ¿qué hace diferentes a los migrantes centroamericanos de los exiliados europeos y chilenos del siglo pasado? ¿No son también refugiados, huyendo de la violencia y la pobreza?

Es evidente que las actitudes racistas y explícitamente clasistas permean en los argumentos de aquellos que rechazan una política de puertas abiertas.  Según una encuesta reciente de Consulta Mitofsky, entre quienes apoyan solidarizarse con los migrantes de la caravana se encuentran los mexicanos con el nivel económico más bajo, los habitantes de poblaciones rurales y quienes radican en el norte del país. Por su parte, los mexicanos que conforman la clase media, así como los radicados en el occidente y el bajío del país, se oponen a la caravana por razones de seguridad y empleo. No es complicado adivinar los motivos de la tendencia.

Cuando estamos habituados a una posición de relativo privilegio, los juicios se emiten con mayor facilidad. Aún no aprendemos que los conceptos como el de “migrante ilegal” son categorías creadas a partir de una lógica nacionalista que, volviendo a Hannah Arendt, busca etiquetar y diferenciar a quienes ocupan un mismo espacio, recurriendo a una base jurídica que se vuelve el artífice de la exclusión. Lo que tenemos es un grave déficit de empatía.

Los extraños

Pero ese déficit de empatía no es nuevo, por supuesto. Ya desde hace cuatrocientos años, Shakespeare advirtió sobre las conductas inhumanas contra los refugiados.

Interpretado por Dame Harriet Walter, el fragmento corresponde a una obra escrita en 1600 que se le atribuye al bardo, The Book of Sir Thomas Moore. En ella se imagina a Tomás Moro haciendo una defensa apasionada de los derechos de los “extraños” –como se les llama en la obra a los migrantes– frente a un grupo de amotinados, armados con cuchillos, que exigen su expulsión de Inglaterra por miedo a que les quiten su empleo. Apelando a la solidaridad, Moro les pide imaginar su situación si ellos tuviesen que salir de Inglaterra a pedir asilo y se vieran amenazados con armas sobre sus cuellos.

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¿Qué país, por la naturaleza de vuestro error, os daría cobijo?

Iríais a Francia o Flandes, a una provincia alemana, o a España o Portugal.

A cualquier lugar que no se adhiriese a Inglaterra.

Pues allí  tendríais que ser extranjeros.

[…]

¿Qué pensaríais de ser tratados de ese modo?

Este es el caso de los extraños y esta es vuestra inhumana crueldad[2].

 

En Veracruz, a cuatro siglos de distancia con Shakespeare, existen colectivos como el de “Las Patronas” que continúan enseñándonos sobre la solidaridad. No olvidemos que nadie abandona su hogar, arriesgando su vida y la de su familia, por el simple hecho de aventurarse. Todos tenemos derecho a un trato humanitario que nos reconozca como personas y celebre nuestras diferencias. En un contexto donde una especie de “neofascismo” parece decidido a instalarse en las democracias occidentales, incluidas las de América Latina, recuperar la empatía es una tarea impostergable.

 

[2] La traducción es aproximada. Puede consultarse una versión del texto original en: https://www.playshakespeare.com/sir-thomas-more/scenes/1193-act-ii-scene-4

Foto de portada: Marvin Recinos / AFP. 

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*Cristian J. Vargas es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara, e “intrigoso” como consecuencia.  Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura.  Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.

 

Etiquetas:  El Orbe     Donald Trump

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