Opinión
Invisibilización y empatía

Este 9 de agosto se conmemora a nivel mundial, el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Esta fecha resulta relevante, dentro de un contexto de una lucha por la autodeterminación, en la búsqueda de resaltar su derecho a tomar decisiones propias, respetando sus tradiciones y procesos culturales, que resultan apropiados para la cosmovisión de los pueblos originarios.
Tan solo en México, 15 millones de indígenas son afectados por problemas como la pobreza, mala alimentación, falta de vivienda digna, educación, acceso a servicios de salud o discriminación, derivados de un elemento central: la invisibilización. Una deuda que el Estado Mexicano ha tenido desde hace siglos, para ser exactos, desde su conformación como nación independiente, después de 1821.
La invisibilización, que podríamos definir a grandes rasgos como: “una serie de mecanismos culturales que terminan por omitir la presencia de determinado grupo social”, ha provocado una apatía social, una ceguera colectiva que no permite a los otros sectores sociales darse cuenta que, de acuerdo a CONEVAL, el 72 por ciento de este sector de la sociedad vive en situación de pobreza, lo que equivale a cerca de 8.2 millones de personas.
Estas cifras resultan una paradoja, ante un escenario donde a nivel internacional, nuestro país es reconocido por la riqueza cultural de sus pueblos originarios. El mismo nombre de nuestro país, tiene sus orígenes en el náhuatl “Mēxihco” que significa ombligo de la luna. Pareciera ser entonces una realidad, lo que autores como Guillermo Bonfil, Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Octavio Paz, entre tantos otros, relatan en sus textos: en nuestro país lo indígena es valioso y preciado, en cuanto al folclor que representa, pero en el día a día, es menospreciado y marginado.
Los pueblos indígenas aportan riqueza a cada nación a través de elementos culturales como sus tradiciones, procesos sostenibles de desarrollo, técnicas artesanales y su propia cosmovisión del mundo. Pero su futuro también depende de las decisiones que se tomen hoy, de la relevancia e importancia que les demos dentro del contexto social del país, y de cómo busquemos exportarlo al escenario internacional.
Ante esto, desde nuestra trinchera, debemos concientizar sobre el derecho de los pueblos originarios a tomar sus propias decisiones, a tener acceso a una vida digna cuando menos, y a ser solidarios en su lucha por ser visibilizados en un contexto global de constante cambio, que ha ido apartándolos y segregándolos hasta desaparecer del imaginario social.
Una de las líneas que deben ponerse en la mesa para el trabajo con pueblos originarios, rumbo al proyecto de nación 2024, debe ser la del despojo de territorio; durante los últimos sexenios, diversos megraproyectos han despojado y desplazado a cientos de comunidades indígenas a lo largo y ancho del país. La búsqueda del “progreso y el desarrollo”, ha dejado de lado los usos y costumbres de los pueblos originarios, privilegiando la tenencia de la tierra como un bien material, por encima de su concepción como fuente de vida y eje de las relaciones comunitarias. En este sentido, los proyectos a ejecutar deben contemplar en todo momento a las comunidades, pero no solo desde la parte de la consulta, sino desde el diseño, la implementación y la evaluación de estos, para beneficio y goce de todas y todos, los que vivimos en el país.
Nos leemos la siguiente semana, y recuerda luchar, luchar siempre, pero siempre luchar desde espacios más informados, que construyen realidades menos desiguales y pacíficas.
Sobre el autor
Luis Sánchez Pérez es doctorante y maestro en Políticas y Seguridad Públicas en IEXE Universidad, abogado por la Universidad de Guadalajara. Profesor de asignatura en la Universidad de Guadalajara y en la Universidad Enrique Díaz de León. Investigador de medios de comunicación y participación ciudadana en el Laboratorio de Innovación Democrática. Colaborador semanal en Milenio, El Occidental y El Semanario.
Opinión
Ojo, así se roban tus datos personales

Estimado lector, para mí es un privilegio volver a escribir estas líneas luego de una muy larga ausencia. Sin embargo volveremos a encontrarnos en esta columna cada quincena, analizando los temas de actualidad relacionados con la protección de nuestros datos personales y la privacidad que acontecen tanto en nuestro País como en el mundo.
Evidentemente no podemos dejar de comentar lo sucedido en días pasados en Guadalajara, donde existía -y seguramente siguen existiendo- un call center debidamente instalado para llevar a cabo extorsiones que se extendían no solo al resto de Jalisco, sino hasta a otros veinte estados más de nuestra República, afectando a más de 26 mil personas con llamadas fraudulentas y extorsiones.
Afortunadamente se desmanteló y según declaraciones oficiales se están realizando colaboraciones con instituciones de las demás entidades afectadas, para descubrir a todas las víctimas y por supuesto, invitarlas a denunciar, lo que resulta en una tarea titánica para las autoridades; pero al parecer no lo fue para aquellos cuyo modus vivendi consistía en realizar este tipo de nada honrosas actividades.
Datos personales de los afectados
En ese sentido caben muchas reflexiones, pero la primera es preguntarnos de dónde obtenían la materia prima, es decir, los datos personales de aquellos afectados. Aunque las respuestas pueden variar, quiero que centremos nuestra atención en dos fuentes principales.
La primera y la originaria por excelencia siempre seremos, desafortunadamente, Usted y yo, querido lector. Es decir, nosotros como titulares, dueños de esos datos personales que elegimos, muchas veces sin pararnos a reflexionar en ello, a quién, cómo y para qué le compartimos esta importantísima información.
Y digo que muchas veces sin reflexionarlo lo suficiente, porque participamos a otras personas de manera voluntaria, para poder obtener un bien o servicio; para pedir nuestros alimentos cuando no tenemos tiempo de prepararlos en casa; al inscribirnos a un curso o a nuestros hijos a la escuela, por citar ejemplos cotidianos. Pero también lo hacemos de manera involuntaria, por ejemplo cuando descargamos aplicaciones en nuestro teléfono inteligente o tableta y compartimos datos que no son necesarios; cuando somos poco discretos en una conversación o bien, ¿cuántas veces no hemos tirado a la basura documentación que contiene nuestro nombre u otros datos más sensibles, como nuestra CLABE interbancaria? Seguramente, muchas veces.
Ignoramos el valor de nuestros datos
La segunda causa de obtención de esta información es por medio de aquellos que manejan datos personales, es decir, los responsables si son particulares, o bien los sujetos obligados de orden público. Según me ha tocado atestiguar, parece que cuando la información no nos pertenece, dejamos de tener cuidado en su manejo. Se despersonaliza y solo vemos números, estadísticas, pero olvidamos que detrás de esas cifras, direcciones o palabras, se encuentra una persona que puede verse perjudicada por nuestro descuido de custodia de la información durante el ciclo de vida de los datos personales.
En fin, aunque difícilmente sabremos cómo se obtuvo esa información, es una realidad que decenas de miles de personas se vieron seriamente perjudicadas no solo en su patrimonio, sino muy seguramente hasta en su tranquilidad diaria, por este tipo de acciones ilegales. La invitación es a que le demos la importancia debida a esta información que es tan importante. La que nada más y nada menos, nos hace únicos y nos permite interactuar con el resto de quienes nos rodean. Si tenemos conciencia de la importancia de nuestros datos personales, seguramente nos daremos cuenta de la relevancia que también tiene la información relativa a otras personas.
La tarea primordial
En un entorno tan cambiante como el que vive nuestro mundo y especialmente, nuestro Estado de Derecho, la tarea primordial con la que contamos es velar porque nuestros derechos a la protección de datos personales y la privacidad no sean violentados y es más, que puedan ser garantizados, sobre todo ante la inminente desaparición de los Órganos Garantes en la materia, de lo que hablaremos en nuestra próxima entrega.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.
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Opinión
La extinción de los institutos de transparencia: ¿falta de empatía o indiferencia?

A veces, hablar de datos personales, de su protección y nuestra privacidad, resulta sumamente abstracto. Aunque incluso trabajemos con ellos, pensemos en la recepcionista de un consultorio médico o el propio profesional de la salud. O en la persona a la que le pedimos la pizza o la comida que consumiremos en ese momento.
Ahora pensemos en las veces que entramos a ciertas redes sociales, como X, Facebook o LinkedIn y encontramos explicaciones acerca de lo importante que es proteger nuestros datos personales, o bien, explicaciones de las resoluciones (que a veces se adjuntan completas) y que más bien, parecen para un público un poco más especializado, que tal vez no seremos nosotros -que solo buscamos un momento de distracción-. En no pocas ocasiones, este tipo de situaciones pasan desapercibidas hasta que somos víctimas de robo de identidad, alguna extorsión o una estafa.
En este sentido cabe preguntarnos al menos dos cosas. La primera, la razón por la que optamos por la indiferencia ante la violación de la privacidad, que se arraiga en una compleja red de factores. La omnipresencia de la tecnología ha normalizado la vigilancia, desensibilizando a muchos ante la vulneración de sus datos personales. La complejidad de las políticas de privacidad y los algoritmos opacos genera una sensación de impotencia, alimentando la resignación. Además, la gratificación inmediata de los servicios digitales y la falta de consecuencias tangibles de la pérdida de privacidad fomentan una actitud apática e incluso, indolente. A esto se suma la polarización social, que fragmenta la empatía y dificulta la acción colectiva en defensa de un derecho fundamental.
La falta de involucramiento nos aísla de nuestra comunidad. Nos desconectamos de los problemas que nos afectan a todos, como la pobreza, la desigualdad, la violencia, la inseguridad y el cambio climático. Nos volvemos indiferentes al sufrimiento de los demás, perdiendo nuestra capacidad de empatía y solidaridad.
Pero la segunda es igualmente preocupante. ¿Qué pasó con el trabajo de los organismos garantes? ¿Fue acaso incapacidad de transmitir e incluso educar al pueblo mexicano? ¿De “conectar”, empatizar? Por que los festivales, las fotos, los congresos o simposios, salvo muy honrosas excepciones, siempre iban dirigidos a cualquier público distinto a lo que han dado por llamar “el ciudadano de a pie”. O como dirían los políticos en este momento histórico, “el pueblo bueno”, ese que difícilmente, con la pobre comunicación de los “expertos” y además con pocos recursos a la mano, comprendió la importancia de un andamiaje institucional como el que logró crearse en materia de transparencia y protección de datos personales. Tal vez eso explique la indiferencia en su defensa.
No cabe duda que asistimos y en gran mayoría, las y los mexicanos solo estamos meramente atestiguando los cambios estructurales que nuestro país esta viviendo. En ese sentido, claro que vivimos una transformación. No sé cuál. Pero bien haríamos en hacer a un lado esa indiferencia, para al menos intentar entender cómo afectarán al ejercicio y garantía de nuestros derechos fundamentales.
No involucrarse en la vida del país también tiene un costo personal. Cuando nos alejamos de los asuntos públicos, renunciamos a nuestro derecho a ser escuchados y a contribuir al bienestar de nuestra sociedad. Nos convertimos en meros espectadores de nuestro propio destino, sin voz ni voto. En un mundo cada vez más interconectado, los problemas que enfrentamos son complejos y requieren soluciones colectivas. La participación ciudadana es esencial para construir un futuro más justo, próspero y sostenible para todos. No podemos permitirnos el lujo de la indiferencia.
Es hora de despertar de la apatía y asumir nuestra responsabilidad como mexicanos. Involucrémonos en los asuntos públicos, hagamos oír nuestra voz, exijamos transparencia y rendición de cuentas. Solo así podremos construir el país que queremos y merecemos.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.
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