Opinión
La abdicación del Emperador japonés y una reflexión sobre los símbolos

Duque de Windsor: Y ahora llegamos a la unción, el momento más santificado, más solemne y sagrado de toda la ceremonia.
Amigo del Duque: ¿Y entonces, por qué no la podemos ver? [apuntando al televisor]
Duque de Windsor: Porque somos mortales. Aceites y juramentos, orbes y cetros… símbolo sobre símbolo, son un insondable tejido de misterio arcano y liturgia; la línea que los separa es tan difusa, que ningún clérigo, historiador o letrado podría descifrarla.
The Crown (2017)[1]
El próximo 30 de abril será el último día de Akihito como Emperador del Japón. Tras asumir el Trono del Crisantemo en 1988, el monarca nipón anunció desde 2016 su deseo de abdicar debido a su avanzada edad y una salud menguante. Asumirá el trono su hijo, el Príncipe Naruhito, quien tomará la batuta desde el primer día de mayo, pero cuya ceremonia oficial no se llevará a cabo sino hasta octubre de este mismo año. El ejercicio no es inédito para el país, pero sí poco usual. La última abdicación ocurrió hace más de doscientos años, cuando las bases institucionales de la nación nipona estaban muy lejos del sistema democrático que mantienen ahora.
La mañana de este lunes, faltando un mes para el ascenso del nuevo emperador, fue anunciado el nombre con el que se denominará a su reinado: Reiwa. Si bien no existe un consenso sobre el significado exacto, una traducción de la fuente –el antiguo poemario del Man’yōshū, que data del año 759– y las declaraciones del Primer Ministro Shinzo Abe, permiten situarla en algo cercano a “la buenaventura armoniosa”.
Cambio de nombre
El cambio de nombre que acompaña cada nueva era es sumamente relevante para el país. Constituye el sistema que los japoneses utilizan para medir el tiempo de manera oficial, pues el nombre no sólo queda registrado en monedas, licencias, documentos y oficios públicos, sino que funciona como un sistema paralelo al del calendario gregoriano, que utilizamos en casi todo el mundo. Estando inserto en la economía global, el país mantiene ambos sistemas de medición de tiempo, permitiendo que la tradición no se someta a la modernidad; uno de los rasgos distintivos de la cultura japonesa.
Reiwa 1, o el primero año de la era Reiwa, se anuncia con la promesa de una renovación institucional, social y cultural que los japoneses adoptan en este acto simbólico. El cambio de nombre o gengo (seleccionado por un panel de expertos notables y académicos), recoge las aspiraciones y el “estado de ánimo” del Japón actual, al tiempo que sienta las bases para lo que habrá de venir. “Así como el florecimiento de los maravillosos ciruelos marca la llegada de la primavera, después de un amargo invierno, cada japonés puede aspirar a un mejor futuro y hacer florecer sus propias flores”, dijo Shinzo Abe tras el anuncio del nombre.

Fotos: AFP.
Una abdicación histórica
La abdicación de Akihito fue resultado de un prolongado proceso legislativo que implicó el asentamiento de un nuevo precedente, dado que la abdicación no es una figura reconocida por la Casa Imperial. El proyecto de ley que finalmente fue aprobado, también reavivó las discusiones en torno a las reglas de sucesión, las cuales mantienen una rigidez que impide a las mujeres ascender al trono; estas incluso pierden sus derechos reales cuando se casan, debiendo abandonar sus tareas en la familia imperial y en la vida pública. Tal debate es especialmente relevante en un contexto de crisis demográfica, donde la dinastía real se está quedando sin herederos varones. En muchos sentidos, la propia familia imperial parece más abierta a estas discusiones que los sectores más conservadores del Japón, quienes temen que el linaje “se pierda”.
El Primer Ministro Shinzo Abe, quien en 2017 se enfrentaba a su eventual reelección, prefirió la mesura en el debate por temor a perder el voto de dichos sectores.
Aunado a todo ello, la que es considerada como la monarquía más antigua en el mundo, también enfrenta una peculiaridad que en 1947 fue motivo de desconcierto colectivo. Tras la derrota del país en la Segunda Guerra Mundial, el Emperador Hirohito (padre del actual monarca) emitió su “Declaración de Humanidad”; un rescripto que cimentó su relación con el pueblo japonés en la confianza y el respeto “y no en simples mitos y leyendas”, según señala el texto. Como resultado del mandato Aliado, el emperador se vio obligado a renunciar a su carácter divino y reconocerse como un mortal, cuya función en la nueva constitución sería la de fungir como “símbolo del Estado y de la unidad del pueblo”. Justo así lo establece el artículo 4° de la actual constitución.
Un carácter más humano
Desde su entronización, su hijo Akihito, quizá consciente de que su tarea sería significativamente distinta a la de su padre, buscó imprimirle un carácter más humano a su reinado (conocido como la Era Heisei, o “de la consecución de la paz”). Abanderando el pacifismo, el actual soberano –el primero en ascender como el ceremonial Jefe de Estado “mortal”– mantuvo en su discurso el llamamiento a la reconciliación y un rechazo a la belicosidad. Tras la abdicación, tanto su esposa la Emperatriz Michiko como él, tendrán el carácter de emperadores eméritos, marcando así el final de una etapa comenzada en el orden de la posguerra.
¿Monarquías en el Siglo XXI?
Pero, si una monarquía simbólica como la japonesa carece de poderes constitucionales efectivos, ¿por qué seguimos hablando de familias reales a la par de los propios gobiernos? ¿Por qué en países como el Reino Unido o Dinamarca, ambas consideradas como democracias de avanzada (Brexit aparte), se siguen manteniendo monarquías constitucionales? Máxime cuando existen poderes en la propia constitución cuyos pesos y contrapesos regulan la vida pública y ponen en marcha los mecanismos de la democracia. ¿Son necesarias estas figuras emanadas del derecho divino? O, volviendo al caso japonés, ¿qué explica, entonces, la permanencia de una institución que, pese a estar depuesta de ese carácter divino, mantiene unas formas totalmente enraizadas en la mística? ¿Cómo se entiende una institución que, aún con su poder de agencia limitado al mínimo, no muestra signos que vaticinen su desaparición?
Como lo sugiere el diálogo que inaugura estas líneas, quizá la respuesta está en el misterio. En ese delicado velo que cubre los elementos del mundo objetivo para trasladarlos, valiéndose del secreto y la solemnidad, al mundo de la imaginación. Dado el carácter divino de la mayoría de las monarquías, el principio mismo que sostiene los mandatos proviene de Dios (sea el anglicano, el católico, etc); los monarcas, en ese sentido, fungen como los representantes ungidos para hacer valer la voluntad divina, mediante su gobierno, y conducir al pueblo con apego a determinados valores morales y religiosos. Dicho principio se encuentra aderezado de elementos místicos y representativos para legitimarse frente a los gobernados. Estos elementos poseen un carácter mágico-misterioso que, bajo esa lógica, los vuelve inasequibles para los seres humanos.

La nueva pareja imperial. Foto. AFP.
Entre la divinidad y el laicismo
Ese fenómeno no es, desde luego, ajeno a nuestras vidas diarias. Por ejemplo, quienes practican el catolicismo están familiarizados con el misterio de la “transubstanciación”. Dicho concepto de la doctrina católica, emanado de las reformas del Concilio de Trento, supone que los elementos de pan y vino que se utilizan durante el ritual de la eucaristía, representan el cuerpo y la sangre de la figura de Cristo. Más que una alegoría, para el catolicismo se trata de una verdadera transfiguración de elementos terrenales en divinos. Al igual que el derecho dinástico de los monarcas, la legitimación frente a los creyentes ocurre cuando dichos elementos se recubren de misterio y se les dota de propiedades inefables para los mortales.
Japón es un estado laico, al igual que los ejemplos de Dinamarca y el Reino Unido (este último es mayoritariamente secular salvo el caso de Inglaterra, que sigue siendo un estado confesional). Entonces ¿qué explica el arraigo de la sociedad nipona a una tradición con las características descritas? Gilbert Durand, antropólogo y mitólogo francés, proporciona algunas claves. En su polémico texto “La Imaginación Simbólica” (1964)[2], rescata la distinción que hace Ernst Cassirer entre signo y símbolo: “un signo es una parte del mundo físico del ente (being); un símbolo es una parte del mundo humano de la significación (meaning)”. Dice Durand lo siguiente:
La conciencia dispone de dos maneras de representarse el mundo. Una “directa”, en la cual la cosa misma parece presentarse ante el espíritu, como en la percepción o la simple sensación. Otra “indirecta”, cuando, por una u otra razón, la cosa no puede presentarse en carne y hueso a la sensibilidad. […] En todos los casos de conciencia indirecta el objeto ausente se “re-presenta” ante ella mediante una “imagen”, en el sentido más amplio del término”.
Los símbolos
Nuestras vidas están cargadas de símbolos. Tomemos como ejemplo la ceremonia que simboliza la obtención de un grado académico. En este acontecimiento, un panel de expertos (el sínodo) pone a prueba a quien defiende su trabajo recepcional y le cuestiona cada aspecto. Cual Sor Juana sustentando el examen ante las 40 eminencias en teología y filosofía, el graduado mantiene en vilo a la familia y amigos que le acompañan. Aún en ese contexto académico y con un carácter sesudo, el ritual no está exento de un profundo simbolismo.
Sea en 1651 o en 2019, el signo (materializado en un documento físico como el título o el acta) y el símbolo, son los mismos. Este último representa, al fin y al cabo, la culminación de una etapa formativa y el domino sobre un campo profesional, con todo lo que ello implica. Un ascenso al mundo de los expertos y la promesa de una mejor calidad de vida. Quizá por ello, los verdaderos beneficiarios de la ceremonia terminan siendo nuestros familiares.
En el mismo texto, Durand define al símbolo como “un signo que remite a un significado inefable e invisible, y por eso debe encarnar concretamente esta adecuación que se le evade […] y hacerlo mediante el juego de las redundancias míticas, rituales, iconográficas, que corrigen y completan inagotablemente la inadecuación”. La monarquía, en este caso, opera desde la manera indirecta de representación que propone el galo. Esa operación se traduce en un símbolo que, con el paso del tiempo, ha dejado de ser el del poder y la autoridad absolutos, para transmutar en el de la identidad nacional y el arraigo a unos valores culturales específicos.
La monarquía simbólica
En Japón, como en la mayoría de los países monárquicos, esos valores culturales se eternizan en una institución y se encarnan en una persona que asume la jefatura del Estado. No obstante, como también es usual en las monarquías de nuestro tiempo, esa tarea de naturaleza pública y gran exposición mediática deviene, paradójicamente, en una función completamente impersonal. El soberano, erigido como un símbolo personificado, existe para dirigir sin gobernar. Para despojarse de sus convicciones privadas y representar, mediante el ceremonial, el contrato social que planteara Rousseau; un concepto político que, según lo ideó el filósofo, es diametralmente opuesto a la idea de la monarquía.
Sin embargo, con el correr de los años, el carácter absolutista que volvía contraria la figura del monarca con respecto a ese pacto civil, fue sustituido por un arreglo institucional ajeno al sistema de partidos y las “politiquerías”. En el Japón de hoy, el emperador es la expresión de la permanencia y la continuidad. La familia imperial, en cuanto que embajadores culturales, fungen como una representación de la familia nuclear que la historia se ha encargado de convertir en un arquetipo aspiracional. Pero no debemos olvidar que ese ideal de familia corresponde a coyunturas sociales, políticas y culturales muy específicas, ya rebasadas por las justas demandas de nuestra época.
Una institución anacrónica
Porque pese a todo, la monarquía (entendida con este carácter simbólico) no deja de ser una institución anacrónica. Aunque no lo parezca a simple vista, lleva en su diseño la marca de la obsolescencia. Pero si ha de permanecer, entonces deberá adoptar el cambio y las renovaciones constantes como una regla. Comenzando, por ejemplo, con la derogación de su indignante ley sálica, en el caso nipón. De lo contrario, corre el riesgo de convertirse en un ornamento caduco.
[1]Duke of Windsor: And now we come to the anointing, the single most holy, most solemn, most sacred moment of the entire service.
Friend of the Duke: So how come we don’t get to see it?
Duke of Windsor: Because we are mortals. … The oils and oaths, orbs and scepters, symbol upon symbol, an unfathomable web of arcane mystery and liturgy, blurring so many lines that no clergyman nor historian nor lawyer could ever untangle any of it.
[2] Durand, G. (1964) La Imaginación Simbólica. Amorrotu Editores. Buenos Aires, Argentina.
Cristian J. Vargas Díaz es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Guadalajara e “intrigoso” como consecuencia. Les debe a Ray Bradbury, Juan Rulfo y Thomas Mann su gusto por la literatura y su vejez prematura. Cinéfilo y “seriéfago” enfermizo, sigue aprendiendo a escribir.
Opinión
Ojo, así se roban tus datos personales

Estimado lector, para mí es un privilegio volver a escribir estas líneas luego de una muy larga ausencia. Sin embargo volveremos a encontrarnos en esta columna cada quincena, analizando los temas de actualidad relacionados con la protección de nuestros datos personales y la privacidad que acontecen tanto en nuestro País como en el mundo.
Evidentemente no podemos dejar de comentar lo sucedido en días pasados en Guadalajara, donde existía -y seguramente siguen existiendo- un call center debidamente instalado para llevar a cabo extorsiones que se extendían no solo al resto de Jalisco, sino hasta a otros veinte estados más de nuestra República, afectando a más de 26 mil personas con llamadas fraudulentas y extorsiones.
Afortunadamente se desmanteló y según declaraciones oficiales se están realizando colaboraciones con instituciones de las demás entidades afectadas, para descubrir a todas las víctimas y por supuesto, invitarlas a denunciar, lo que resulta en una tarea titánica para las autoridades; pero al parecer no lo fue para aquellos cuyo modus vivendi consistía en realizar este tipo de nada honrosas actividades.
Datos personales de los afectados
En ese sentido caben muchas reflexiones, pero la primera es preguntarnos de dónde obtenían la materia prima, es decir, los datos personales de aquellos afectados. Aunque las respuestas pueden variar, quiero que centremos nuestra atención en dos fuentes principales.
La primera y la originaria por excelencia siempre seremos, desafortunadamente, Usted y yo, querido lector. Es decir, nosotros como titulares, dueños de esos datos personales que elegimos, muchas veces sin pararnos a reflexionar en ello, a quién, cómo y para qué le compartimos esta importantísima información.
Y digo que muchas veces sin reflexionarlo lo suficiente, porque participamos a otras personas de manera voluntaria, para poder obtener un bien o servicio; para pedir nuestros alimentos cuando no tenemos tiempo de prepararlos en casa; al inscribirnos a un curso o a nuestros hijos a la escuela, por citar ejemplos cotidianos. Pero también lo hacemos de manera involuntaria, por ejemplo cuando descargamos aplicaciones en nuestro teléfono inteligente o tableta y compartimos datos que no son necesarios; cuando somos poco discretos en una conversación o bien, ¿cuántas veces no hemos tirado a la basura documentación que contiene nuestro nombre u otros datos más sensibles, como nuestra CLABE interbancaria? Seguramente, muchas veces.
Ignoramos el valor de nuestros datos
La segunda causa de obtención de esta información es por medio de aquellos que manejan datos personales, es decir, los responsables si son particulares, o bien los sujetos obligados de orden público. Según me ha tocado atestiguar, parece que cuando la información no nos pertenece, dejamos de tener cuidado en su manejo. Se despersonaliza y solo vemos números, estadísticas, pero olvidamos que detrás de esas cifras, direcciones o palabras, se encuentra una persona que puede verse perjudicada por nuestro descuido de custodia de la información durante el ciclo de vida de los datos personales.
En fin, aunque difícilmente sabremos cómo se obtuvo esa información, es una realidad que decenas de miles de personas se vieron seriamente perjudicadas no solo en su patrimonio, sino muy seguramente hasta en su tranquilidad diaria, por este tipo de acciones ilegales. La invitación es a que le demos la importancia debida a esta información que es tan importante. La que nada más y nada menos, nos hace únicos y nos permite interactuar con el resto de quienes nos rodean. Si tenemos conciencia de la importancia de nuestros datos personales, seguramente nos daremos cuenta de la relevancia que también tiene la información relativa a otras personas.
La tarea primordial
En un entorno tan cambiante como el que vive nuestro mundo y especialmente, nuestro Estado de Derecho, la tarea primordial con la que contamos es velar porque nuestros derechos a la protección de datos personales y la privacidad no sean violentados y es más, que puedan ser garantizados, sobre todo ante la inminente desaparición de los Órganos Garantes en la materia, de lo que hablaremos en nuestra próxima entrega.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.
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Opinión
La extinción de los institutos de transparencia: ¿falta de empatía o indiferencia?

A veces, hablar de datos personales, de su protección y nuestra privacidad, resulta sumamente abstracto. Aunque incluso trabajemos con ellos, pensemos en la recepcionista de un consultorio médico o el propio profesional de la salud. O en la persona a la que le pedimos la pizza o la comida que consumiremos en ese momento.
Ahora pensemos en las veces que entramos a ciertas redes sociales, como X, Facebook o LinkedIn y encontramos explicaciones acerca de lo importante que es proteger nuestros datos personales, o bien, explicaciones de las resoluciones (que a veces se adjuntan completas) y que más bien, parecen para un público un poco más especializado, que tal vez no seremos nosotros -que solo buscamos un momento de distracción-. En no pocas ocasiones, este tipo de situaciones pasan desapercibidas hasta que somos víctimas de robo de identidad, alguna extorsión o una estafa.
En este sentido cabe preguntarnos al menos dos cosas. La primera, la razón por la que optamos por la indiferencia ante la violación de la privacidad, que se arraiga en una compleja red de factores. La omnipresencia de la tecnología ha normalizado la vigilancia, desensibilizando a muchos ante la vulneración de sus datos personales. La complejidad de las políticas de privacidad y los algoritmos opacos genera una sensación de impotencia, alimentando la resignación. Además, la gratificación inmediata de los servicios digitales y la falta de consecuencias tangibles de la pérdida de privacidad fomentan una actitud apática e incluso, indolente. A esto se suma la polarización social, que fragmenta la empatía y dificulta la acción colectiva en defensa de un derecho fundamental.
La falta de involucramiento nos aísla de nuestra comunidad. Nos desconectamos de los problemas que nos afectan a todos, como la pobreza, la desigualdad, la violencia, la inseguridad y el cambio climático. Nos volvemos indiferentes al sufrimiento de los demás, perdiendo nuestra capacidad de empatía y solidaridad.
Pero la segunda es igualmente preocupante. ¿Qué pasó con el trabajo de los organismos garantes? ¿Fue acaso incapacidad de transmitir e incluso educar al pueblo mexicano? ¿De “conectar”, empatizar? Por que los festivales, las fotos, los congresos o simposios, salvo muy honrosas excepciones, siempre iban dirigidos a cualquier público distinto a lo que han dado por llamar “el ciudadano de a pie”. O como dirían los políticos en este momento histórico, “el pueblo bueno”, ese que difícilmente, con la pobre comunicación de los “expertos” y además con pocos recursos a la mano, comprendió la importancia de un andamiaje institucional como el que logró crearse en materia de transparencia y protección de datos personales. Tal vez eso explique la indiferencia en su defensa.
No cabe duda que asistimos y en gran mayoría, las y los mexicanos solo estamos meramente atestiguando los cambios estructurales que nuestro país esta viviendo. En ese sentido, claro que vivimos una transformación. No sé cuál. Pero bien haríamos en hacer a un lado esa indiferencia, para al menos intentar entender cómo afectarán al ejercicio y garantía de nuestros derechos fundamentales.
No involucrarse en la vida del país también tiene un costo personal. Cuando nos alejamos de los asuntos públicos, renunciamos a nuestro derecho a ser escuchados y a contribuir al bienestar de nuestra sociedad. Nos convertimos en meros espectadores de nuestro propio destino, sin voz ni voto. En un mundo cada vez más interconectado, los problemas que enfrentamos son complejos y requieren soluciones colectivas. La participación ciudadana es esencial para construir un futuro más justo, próspero y sostenible para todos. No podemos permitirnos el lujo de la indiferencia.
Es hora de despertar de la apatía y asumir nuestra responsabilidad como mexicanos. Involucrémonos en los asuntos públicos, hagamos oír nuestra voz, exijamos transparencia y rendición de cuentas. Solo así podremos construir el país que queremos y merecemos.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.
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