Opinión
Pongamos que hablo de Guadalajara
Entre el coche rojo y el blanco hay un espacio donde perfectamente cabe tu carro. Está libre de línea amarilla, no hay parquímetro ni cubeta “apartando” el lugar. No es cochera, está casi en la esquina, frente al paradero de dos rutas de camión bastante solicitadas. Entonces, con todo y tu desconfianza, te decides a dejar ahí tu automóvil.
Por si fuera poco en contra esquina hay una tienda. Acudes a ella para buscar una palabra de aliento que te ayude a estar seguro. Entras como si fueras a comprar algo y de paso, ya estando ahí, pues compras. Refresco y galletas en mano por fin te atreves a revelar la verdadera razón por la que entraste a ese local.
—No creo que haya problema si dejo aquí mi carro, ¿verdad?—, le pregunté a la señora de la tienda.
—No creo, pero pues sólo Dios sabe—, me respondió mientras veía mi auto desde la puerta de su negocio.
Ya con Dios involucrado en esto me fui, pero siguió preocupándome la perfección de ese lugar encontrado. Como ya lo dije, no tenía línea amarilla, ni bote, ni franelero, ni parquímetro o anuncio de “se ponchan llantas gratis”. Era perfecto, ideal, tal y como lo sería una trampa.
Dejé mi ansiedad atrás. “No seas paranoico”, me dije. Pensé que mis nervios eran normales, las cosas no suelen ser tan sencillas, mucho menos si se trata de estacionarte en el Centro de la ciudad. Pero pues no hay peor fracaso que renunciar a tu suerte y por eso aproveché la oferta. Chinguesú.
Por una parte, me preocupaba el gobierno, porque he sabido de amigos que se estacionan en “lugares perfectos” y aún así terminan en el corralón. Por el otro lado también me preguntaba si estaba siendo muy arriesgado al no entrar a un estacionamiento. En fin, opté por vencer al capitalismo y decidí ahorrarme el gasto de la pensión dejando el carro en la calle.
Pasaron dos horas y volví. Nada nuevo bajo el Sol. Ver mi carro en el horizonte me hizo sentir bien. Fue como ver tierra luego de navegar 40 días. Cosa que no he hecho, pero me imagino que es equiparable.
Todo iba de maravilla y saqué mis llaves para abrir la puerta. Pero entonces miré el seguro y me di cuenta que alguien ya había tenido la amabilidad de abrir previo a mi llegada. Con la guantera desordenada y unos cables colgando entre la palanca de velocidades y los asientos, no tuve que hacer mayor exploración para darme cuenta de que no tendría música en el auto hasta nuevo aviso.
En mi afán de seguir viendo el vaso medio lleno, agradecí porque sólo se habían llevado el estéreo. Segundos después pensé en ir a la tienda a preguntar si alguien había visto algo, pero recordé que la señora fue clara y se deslindó de toda responsabilidad dejando mi auto en manos de Dios. Entonces, sobre aviso no hay engaño. O algo parecido.
Ya hace un tiempo de esto, pero viene a mi mente porque ayer pude ver la escena más triste que han observado mis ojos en un buen tiempo: fui testigo del momento preciso en el que un hombre llegó a su automóvil sólo para percatarse de que le han robado.
El dueño de aquel carro lo supo de inmediato. Bastó con ver su cofre entreabierto para llevarse las manos al rostro sabedor de que la sentencia era definitiva. Esa noche no volvería a casa con su auto completo. El lugar era un cuadro conocido: banqueta sin línea amarilla, casi en la esquina, sin cubeta ni franelero, tan perfecto como lo sería una trampa de las que últimamente abundan en la ciudad. Pongamos que hablo de Guadalajara.