Ciudad Erótica

Aquí, no cerramos las cortinas

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Aquí, no cerramos las cortinas…

Tengo una ventana junto al viejo escritorio; vivo en el segundo piso de una casa de mala muerte en la Prisciliano Sánchez (en la zona hay varios dormitorios para universitarios extranjeros, estudiantes locales, hípsters que se creen hippies y vagos con un mal trabajo, como yo). A veces, de noche, por la ventana que da a la calle,  espero ver la cara de un espantajo afuera espiando mi habitación, puedo ver la casa vecina.

También tiene un ventanal alto en el segundo piso; dentro hay una sala pequeña con sillas de madera vieja, una mesa y el televisor empotrado en una pared. En la sala se sienta una chica en ropa interior, de cabello castaño, para cenar y ver la pantalla; sus bragas son rosas, negras o azules; usa una playera a veces, otras, un top que le cubre los senos pequeños. Tiene buenas caderas; se sienta con un plato hondo en la mano y una cuchara en la otra, el mismo siempre, no puedo adivinar lo que come.

Veo sus ojos atentos a la pantalla. Parecen negros. Muerde con calma lo que sea que tenga en el plato. Es extrañamente bello, no espiar, sino encontrar y ver a las mujeres hacer algo común; no actúan como en la calle, en la escuela o el trabajo. Son ellas, cuando duermen, cuando nadie las mira y no tienen que ocultar sus miedos o dudas con una máscara de suficiencia, atención o indiferencia. No están pensando en el ascenso laboral, en si se ven gordas o flacas, si deben comportarse con recato frente a imbéciles y tratar de impresionar a otras mujeres. No ponen atención en las labores aburridas, dar gusto a sus padres o en si llegarán tarde a la cita.

Es un día cualquiera después del gimnasio, el trabajo, un decepcionante negocio; simplemente quitarse la ropa, las máscaras, capas; no había nada más íntimo y humano. La tele pintaba de color azul su rostro fino y delgado cuello. Ella dejaba que pasara la vida, era ese momento en que puedes estar, y no, contigo mismo.

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Ella no se daba cuenta de que podía verla, al menos eso pensaba yo. Por la noche trabajo con la luz de mi habitación apagada frente a la vieja computadora; cuando me percato de ello, enciendo el foco del techo y ella, la chica del ventanal, se levanta y va de inmediato a ponerse unos pantalones o shorts. No lo hago apropósito, el crepúsculo me atrapa trabajando. Sin embargo, una noche que descansaba y me perdí en ensoñaciones, observándola, (había apagado la computadora y estaba oculto en la oscuridad), sentada en bragas con la mano apoyada en el mentón, el pelo agarrado con una coleta y concentrada en su televisión, volteó y nuestros ojos se encontraron. Esos puntos negros se volvieron a donde estaba, veloces. Fue fugaz, no obstante, ahí estaba. Ella lo sabía, disparó mi mente.

El horror, éxtasis, descubrimiento, crimen y vergüenza me inundaron. Sus ojos se habían posado en los míos y, como dos rayos, me traspasaron llenando de electricidad el cuerpo. Estuve a punto de levantarme y cerrar la cortina de golpe. Me detuve; la observé. Lentamente cruzó la pierna dejándome ver sus largas piernas desnudas y blancas; su trasero y entrepierna. Su raja se veía bien. Miró a su alrededor. La sala estaba desierta. Lentamente, muy lentamente, con el movimiento más natural del universo, empezó a acariciar su pierna con la mano derecha. La frotó en un movimiento circular con las yemas sus dedos.

Pensé en bajar por unas cervezas. No me levanté. Sentado frente al escritorio con la cabeza ladeada dejé que el santo se me fuera al cielo. Es una de esas ocasiones en que la boca se seca, los dedos empiezan a temblarte, la respiración se acelera, te fallan los pulmones, se cierra la garganta.

Posó el brazo que acariciaba su pierna en su estómago y subió su mano al pecho izquierdo. Ese día llevaba un top negro. Se pellizcó un pezón imperceptible y mordió el labio inferior. Empezó a acariciar el pezón pellizcado por encima de la ropa. Sus ojos pasaron a la ventana, por una fracción de segundo, un parpadeo, luego regresaron al televisor.

“¿Se estaba asegurando de que estuvieras ahí?”, pregunté extasiado y avergonzado.

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Apretó el seno y acarició otra vez el pezón, mordió su labio inferior en una mueca de sincera atención. Su mano izquierda bajó a su entrepierna. Me desparramé en la silla, observándola, derrotado, con las piernas temblando deseoso de tocarme en su honor.

Seguía acariciando su seno izquierdo y tocando, metiendo sus dedos entre los labios de su vagina guardada, escondida, protegida de mis ojos y del mundo, en sus bragas rosas. Bajó la pierna izquierda y colocó la derecha arriba de la silla lo suficiente para ver su mano entrar poco a poco en su concha sin quitarse la ropa interior, y a la vez, daba caricias circulares y lentas en el seno. Su mano derecha subió a la boca, humedeció sus dedos con la lengua, bajó la mano y la metió bajo su top para alcanzar el pezón.

La imaginé endureciéndolo con su saliva, pellizcándolo, se hincha delicioso, se me puso durísima. Dolía tenerla metida en los pantalones. Sus ojos se posaron en los míos. Una sonrisa se dibujó en sus labios, fue breve y extraña. ¿Miras? Pues mira, parecía decir.

Arqueó la espalda para desembarazarse y sus ojos se posaron en los míos. Una felina. Se contorsionó. Chupó los dedos de su mano izquierda y los llevó justo al interior cálido de su coño. Seguro estaba húmeda.

Arqueó el cuerpo; se inclinó, con el brazo derecho apretó sus senos y con sus piernas, la mano que se quedó entre sus bragas y pubis. Empinó la cabeza para atrás, la imaginé tomar, bañarse de una miel invisible; una serpiente se le había metido bajo la piel. Cerró los ojos, apretó los dientes con dulzura dejando la boca entreabierta; pude escucharla lanzar un suspiro, luego un gemido quedo.

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Se recostó en la silla. Miró, tocándose todavía, a donde yo estaba. No apartó la mirada, sus ojos malignos y enfebrecidos, con la boca entreabierta, se quedaron congelados en la silueta de un ser desconocido que la miraba desde otra dimensión, oscura, al otro lado del universo. Mientras tanto, se tocaba con mayor velocidad, había metido la mano más profundamente entre sus piernas. Se apretaba los senos con cuidado, acariciándolos y disfrutándolos; contorsionaba, tocaba y dejaba que las serpientes le invadieran bajo la piel y la mordieran.

No cerraba la boca, ni yo podía hacerlo; la garganta, mi garganta, estaba seca, era un desierto, y había bajado la mano izquierda para atrapar mi pene. No lo saqué, lo apreté con fuerza dentro de mis pantalones. Dolía. De repente, la ropa, la piel, el alma misma, eran estorbosas. Los ojos se me salían de las órbitas con cada exhalación venida de los pulmones, y ardían, el aire era fuego.

Ella, dejó de poner atención a la ventana; de golpe miró a un rincón lejano de su casa, bajó las manos y se acomodó, arrellanó, en la silla; puso un pie sobre el asiento y observó la televisión. Sus ojos reflejaban la luz de la pantalla, un brillo endemoniado, un cristal fulgurante. Luces de diferentes colores le pintaron el rostro.

Detrás de ella apareció un chico en pantalones de mezclilla y una playera. Su novio; sí, los había visto juntos antes y suponía era su pareja. Entró en la habitación, se acercó a la chica, se inclinó y la besó. Ella no se resistió, miró de nuevo por la ventana por unos segundos, lo atrajo y le dio un largo beso. El tipo la abrazó.

Suspiré; cerré los ojos con fuerza, lancé una risotada forzada. Dejé mi habitación al poco tiempo y fui a caminar para apagar las ascuas de la envidia. La noche avanzaba lenta, calurosa… en este extraño mundo frío e indiferente, sólo la ciudad erótica me recibiría con los brazos abiertos.

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