Ciudad Erótica

Dios se corrió en un restaurante

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Dios se corrió en un restaurante…

“JC” entró al Carl’s Jr. de Avenida Clohutier. Ricardo lo reconoció; usaba una gorra de los Charros y lentes negros; la piel presentaba un saludable bronceado—como si hubiera estado en las Bahamas surfeando—; de cabello largo y la barba castaña, su rostro parecía el de un neandertal, nariz ancha, ojos hundidos, dentadura y mandíbula deforme; bajo su playera podían notarse abdominales.

“Es la clase de simio que las mujeres aman cogerse para luego desecharlos y presumir con sus amigas”, pensó Ricardo; observó aproximarse al recién llegado.

Éste se acercó, despreocupado, a la mesa; con voz suave y agradable extendió el brazo y saludó a Ricardo que tomaba un refresco en uno de esos vasos enormes color blanco del restaurante.

—¿Qué hay? ¿Ricardo, verdad hermano? Soy Jesucristo, pero todo mundo me dice “JC” por qué, dicen, me parezco a Juan Carlos Leaño—.

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Autor: Apollonia Saintclair.

Mi tercera venida

Ricardo lanzó una carcajada.

—¡No mames!, ¿el de los Tecos de la UAG, “JC”? ¿de verdad? —, meneó la cabeza riendo de nuevo.

—Sí, men. Ése mero—, acotó “JC”. Tomó asiento desparramándose en la silla frente a Ricardo y miró a su alrededor con aire deferente, luego habló.

—Hermano, durante mi tercera venida yo trabajé en uno de estos. ¡Qué cosa!—, comentó.

—¿Ah sí? ¿Tercera venida?—, preguntó Ricardo.

—Sí. Siempre que entro me da un hambre loca, bro—, respiró profundamente y asintió con agrado “JC”.

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—Pide algo de comer, te espero—, le animó Ricardo; tomó una mochila que tenía en el suelo y la puso sobre sus piernas.

—¿Estás loco, hermano? No comería esta basura ni, aunque me pagaran, y me pagaban—, de su boca salió disparada una carcajada que sonaba como cuando uno arrastra los pies sobre hojas secas. Rio unos segundos y palmeó la mesa.

Dos chicos junto a ellos se giraron y les observaron, arrugaron la nariz, se levantaron para cambiar de mesa; Ricardo escupió con desagrado, le enfermaba lo snobs que podían ser algunos tapatíos.

Jesucristo paró de reír.

Una locura

—¿Lo tienes ahí, hermano?—, le interrogó con ansiedad “JC” y señaló con su barbilla la mochila.

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—Sí—, la palmeó Ricardo. La abrió con cuidado y dejó que “JC” mirara dentro.

—¡Bien!—, musitó con voz cantarina el tipo; asintió con gusto y singular alegría; como si la vida fuera buena y sonriera a los que la aman y son buenos patriotas.

Ricardo cerró la mochila y, con disimulo, se giró en su silla para cerciorarse si alguien les observaba. En el restaurante cuatro mesas estaban ocupadas. Era una hora tranquila; la gente decente, el buen ciudadano, se ocultaba en casa, la oficina o escuela. El tráfico en Patria era el caudal de un río de agua pesada y negra lleno de basura que corría continuo e insulso.

Ricardo rompió el silencio.

—Esto no fue fácil de encontrar “JC”. Es más, nunca creí que una palabra pudiera destilarse y crear algo como esto. Como dijiste por teléfono: “el verbo se hizo carne”, no pude creerlo. Lo probamos, es fuerte, ¿qué rayos? Es una locura. Eso me recuerda: más vale que tengan el dinero—.

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Autor: Apollonia Saintclair.

El Universo

“JC” asintió y habló con voz seductora, tranquilizadora; parecía un maestro rabo verde, de esos que le gusta hablar a la estudiante de universidad mientras mira sus largas piernas descubiertas que terminan en minifalda.

—Hermano, se les pagará; esperaremos a mi novia Dalila, ella tiene el dinero; si me preguntas: yo no creo en las posesiones terrenales; ésa en la voluntad de mi padre. Viejo, sabía que ustedes podrían hacerlo—.

Ricardo tomó un poco de refresco y le miró con desgana.

—“La voluntad de mi padre, posesiones materiales”. ¿De qué mierda hablas? Trabajabas en uno de estos lugares; todos necesitan dinero—.

—No, no hermano. Es lo que tú crees (lo que otros te han hecho creer), no te dejes engañar. El universo nos alimenta, el hombre no vive sólo de pan de hamburguesas y papas fritas. Además, como decía el buen Johnny, “en la casa de mi padre hay muchas mansiones”, viejo, yo no necesito un trabajo, vivo bien—.

Ricardo estaba hartándose de la charla, sin embargo, debía esperar con aquel espantapájaros, necesitaba el dinero. Suspiró, “¿ya qué?”, pensó.

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—¿Entonces para qué trabajaste aquí?—, inquirió y dio otro trago a su bebida.

Ve por ti mismo

“JC” meneó la cabeza e hizo un ademan de negar con la mano para no darle importancia.

—Padre quería que aprendiera el valor del trabajo, men; decía que “me había vuelto un hippie comunista bueno para nada” o algo así. Ya sabes, los viejos; mi viejo es muy viejo, así que no entiende bien las cosas. ¿Entiendes? —.

—Para nada—, Ricardo negó, se le acababa la paciencia.

—Como sea, hermano. Al viejo le salió el tiro por la culata cuando se enteró que me estaba cogiendo a varias de las meseras de aquí. El supervisor le llamó por teléfono. ¿Puedes creerlo? ¿Qué jefe llama a tu papá por teléfono? Una locura, men. Fue un escándalo en casa. ¡Debiste verlo! Se puso como loco, era todo tormentas, granizo de fuego y terremotos. El viejo es muy temperamental. Tuve que regresar a casa, casi me manda crucificar de nuevo—.

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Autor: Apollonia Saintclair.

Carne, sangre, piel

—¡No me digas!—.

—Yup. Pero, hermano, ¡las chicas que hay aquí!—, aseguró “JC” con alegría.

—¿Qué tienen?—.

—Ve por ti mismo… Ya entiendo. Mira, entiendo qué pasa.

Ricardo ve mujeres en un uniforme horrendo; color rojo y negro, con gorras; no parecen chicas, parecen robots; repitiendo la misma acción una y otra vez; desarregladas, sin maquillaje y no dicen gran cosa sólo un “puedo pedir su orden”.

—¿Verdad?—.

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—Verdad—.

—Bien. Te equivocas, hermano. Esas meseras, freidoras, limpia baños y gerentas son chicas, de carne y hueso; hablan con pasión de lo que aman, con pasión ganan unos pesos para llevar a casa, aman con pasión a sus hombres. Bajo esos uniformes hay cuerpos, carne, sangre, piel, cabello, pensamientos, sueños, labios, palabras, anhelos y yo las amo a todas y a cada una de ellas por eso—, sentenció “JC”.

—¡Ja! Estás loco—, manifestó Ricardo.

“JC” asintió.

Un brasier blanco

—Ya me lo han dicho antes. Escucha, escucha. Conocí a una chica llamada Mónica; era pequeña y morenita; los pantalones y playera flojos ocultaban el cuerpo de una mujer madura y deliciosa. Un día lo hicimos en los baños antes de cerrar—.

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—¡Por Dios!—, masculló Ricardo.

—¡Lo juro! Nos metimos a limpiar; limpiamos y al terminar cerramos con llave. Nadie nos iba a molestar (ya sabes, me aseguré de ello); yo dejé que mis pantalones y la playera flotaran fuera de mi cuerpo y ella se bajó los suyos; me gustaba verla desnudarse, lento, que lo hiciera ella; debajo de esos pantalones llevaba unas bragas de encaje negro, de esas cacheteras que dejan media nalga descubierta, viejo; en medio, entre sus piernas, quedaba una fina forma de conejito que me quería comer. Estaba apretado su conejito. Sudé. Cuando caminaba temblaban sus nalgas, quería cabalgarlas y morderlas y cachetearlas; tenerlas en mi cama, en la casa, andando por doquier, contoneándose y temblando—.

—Ajá—, le animó Ricardo.

—Anduvo por el baño, después de quitarse el pantalón, con los tenis puestos, me modeló un poco su ropa interior. Jaló su playera y puso su dedo en la boca como una chica traviesa, men. Yo ya estaba listo, duro como un clavo, ¿entiendes? Listo para ensartar. Ella lo notó, obviamente, y se quitó la playera. Llevaba un brasier blanco, se acercó, sus senos eran puntiagudos y redondos, saltarines, estaba seguro: sabrían a crema, deliciosos deliciosos deliciosos, y no me equivoqué—.

—¿Y luego?—.

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Autor: Apollonia Saintclair.

Como un río bravo

—Bueno, la agarré entre mis brazos; la besé, acaricié su espalda, todo el show, y le quité el brasier; como te dije, sus pechos me supieron a gloria. Sus pezones estaban secos y carnosos. ¡Me los iba a comer! Se los mamé y mordí, se pusieron duros, parecían montañitas. Por supuesto ella ahogó el grito, no quería ni respirar, pensaba que nos iban a atrapar. Bajé las manos a sus nalgas, se las apreté, acaricié como posesión mía y la cargué, la sostuve en el aire; ella se aferró con sus piernas a mi torso; hice un espacio entre sus bragas, viejo, la toqué, ella estaba húmeda, y se la metí. Así, parados en el baño, se la metí, una, otra y otra vez y cómo mugía. Coger así cansa, pero hermano, es delicioso, sientes cada fibra de tu cuerpo, tu verga la hace tuya, toda tuya, hermano; te corres como un río bravo, caudaloso y tibio—.

—¡No puede ser! ¿Nadie los cachó?—, le cuestionó, por alguna razón divertido, Ricardo.

—¡Nah! Es mental, viejo. Si piensas que te van a cachar, te cacharán; no pienses en ello y no pasará nada. Es una onda cósmica—, sentenció “JC”.

La sordomuda

—¡Esas son mamadas! El ruido que hacían atraería a alguien—, dictaminó.

“JC” negó con la cabeza, como un maestro paciente a un alumno testarudo y corto de miras, tomó un respiro y siguió.

—Una vez me cogí a una sordomuda en la bodega, y te aseguro viejo, ellas hacen más ruido. La empresa inició una campaña de contratar a chicas con discapacidades, ella se llamaba Paty; era una muchacha que se pintaba el pelo de rubio y hacía ruiditos al hablar. ¡Oh cielos! ¡Por mi Padre! Era una fiera al momento de coger. Me arañó y mordió el cuello y la oreja al terminar.

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—¿Cómo fue?—.

Menuda, flaquita…

A “JC” se le iluminó el rostro al recordar.

—Era menuda, flaquita, blanquita, de labios gruesos; al cerrar, nos fuimos a hacer inventario a la bodega, ¿sí sabes a qué me refiero?, me quitó el uniforme nomás cerrar la puerta, casi lo desgarra. Era una fiera hambrienta, hermano. Yo me contagié de su entusiasmo, vamos, y también casi le arranqué la ropa. Llevaba un brasier con animalitos y unas bragas blancas delgadas con partituras negras. Sus tetitas eran puntiagudas. No tenía mucho trasero, pero sí unos buenos pechos que me comí. La besé y me respondió como si fuera a comerme. Nos mordimos los labios, pensé que me los arrancaría—.

—¿Ah, sí? —.

—¡Sí! Nos besamos con tantas ganas que se me puso durísima. Le bajé el braseir sin quitárselo para acariciarle los pechos y apretarle los pezones, creí que iba a arrancárselos, apenas se quejó; se debatía, se apretaba contra mi cuerpo, me arañaba la espalda, salvaje, loca. Eso sí: ¡cómo hacía ruido! Era un ruido extraño, no podría explicarlo o tal vez sí. Era como quedarse sin aire y gemir a la vez, sonidos de ahogo y ¿resuello? Sí, eso. Perder el aliento y a la vez querer gemir de gusto. La subí a unas cajas de carne hamburguesas…—.

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Autor: Apollonia Saintclair.

Ella se había curado

—Espera, ¿esas no deben estar en un refrigerador? —.

—¡Ja! La carne es puro cartón, hermano, tiene más carne un perro chihuahua que esas hamburguesas—, aseguró “JC”.

—No puede ser… —.

“JC” le ordenó, con candidez, callar y siguió su relato.

—No pude más y me la saqué; le hice a un lado la braga blanca con partituras negras, le toqué el conejo con los dedos y, al sentirlo bien húmedo, se la arremetí. ¡Padre Santo! Lanzó un grito ahogado y pareció seguir ahogándose mientras se la metía y sacaba como un loco, un poseído, como los que curé hace mucho tiempo; sentía que me iba a salir humo; lo tenía apretado y rico, seguro era virgen por cicatrización. Intentó gritar, gorgoteó, arañó, mordió y quién sabe qué más. Me vine dentro y los dos gritamos de alivio. Ella se había curado.

—¿Ella se había curado? ¿Cómo?—, inquirió desconcertado Ricardo.

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—Sí, viejo. Empezó a hablar, hablar en lenguas y todo; lloró al escuchar su voz por primera vez; nos abrazamos y besamos, besé sus lágrimas y las sequé. Fue lo que ustedes llaman “mágico”. Por desgracia, la vida siguió, la ignoré y pasé a la siguiente chica. Ya sabes. Bueno, ella se sintió despechada y le dijo al supervisor lo que hicimos en la bodega. Nos despidieron y le contaron a mi padre. No estoy enojado con ella, si preguntas, la perdoné; para eso estoy—, agregó y abarcó el local con sus brazos extendidos.

¡Hijos de puta!

Ricardo bufó y luego comentó.

—Estás loco; como una puta cabra en el monte, así de loco. ¿Dónde está tu novia?—, indagó Ricardo. ”JC” se encogió de hombros.

—Ten paciencia—, le pidió.

—Más le vale llegar pronto… —respondió Ricardo enfadado; dio un último trago a su bebida, se levantó (con mochila en mano).

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—Voy por más refresco—. Su cliente le deseó buena suerte.

Se acercó a la máquina de refresco, apretó un botón y su vaso se llenó de burbujeante Sprite; olió la bebida, la probó y maldijo. Era agua mineral con un poco de sabor a refresco de lima limón. “Hijos de puta”, susurró, iba a perder los nervios.

—¡Oye! —llamó la atención de la chica en la barra junto a la caja registradora. Ricardo pensó en ella como una fiera en la cama. “¡Por Dios! ¿Qué estupidez ésa?”, reflexionó y apartó el pensamiento.

—¿Sí, señor? —preguntó la chica de mala gana.

—Ya no hay Sprite—, aclaró él.

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—¡Ah! Sí; se acabó, pero pondremos pronto, señor. Bueno, espero; los chicos del refresco llegan los martes… ya deberían estar aquí—, reconoció la chica confundida y se encogió de hombros con un ademán de “ni modo”.

Autor: Apollonia Saintclair.

El milagro

Ricardo la observó un momento y gruñó. No tenía caso. Regresó a la mesa.

—¿Qué pasa hermano? No pareces contento—, apuntó “JC” al sentarse Ricardo.

—¿No me digas? Estos cabrones no rellenaron la máquina de refresco, sólo hay agua. ¡Excelente servicio!—, se lamentó él en voz alta.

—¡Ah! No te preocupes—, le aconsejó “JC”. Levantó la mano y la pasó sobre el vaso de refresco.

El líquido burbujeó escandaloso y un fuerte olor a cítricos llenó el aire bajo la nariz de Ricardo. Sorprendido tomó el vaso y bebió el mejor Sprite que probaría en su vida; el refresco saltó en su boca, agrio y dulce a la vez, fresco, relajante, frío; su lengua cantó, sintió oro deslizarse por su garganta; se sintió joven, lleno de esperanza; un niño inocente y feliz de nuevo.

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Bajó el recipiente y miró al hombre frente a él, sólo pudo decir “¡Jesucristo!”.

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