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La gran marquesina

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La gran marquesina…

La curiosidad es una de las bajas pasiones de los seres humanos, una trampa en la que nos gusta caer.

Era el Festival de Mayo y varias bandas extranjeras formaban el cartel de aquella noche en la Plaza de la Liberación. Caminaba por Pino Suárez, dispuesta a disfrutar de aquel concierto, cuando apenas a unas cuadras de mi destino, un fuerte aroma a orina, tabaco y humedad, hizo que siguiera el rastro de aquel cine de mala muerte donde se proyectaban películas pornográficas. 

La gran marquesina anunciaba los títulos más vulgares de la manera más natural. Me detuve frente a uno de los anuncios, como hipnotizada por aquellas figuras fálicas que inundaban el colorido espacio de papel.

Foto: Hansel Vásquez.

—¿Vas a entrar mija?—.

La voz de aquella mujer con minifalda de mezclilla que se había colgado al cuello y con mecate una cajita de cartón donde acomodaba chicles, paletas y cigarros Marllboro, me regresó a la realidad. Sonreí y negué con la cabeza.

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—Estaba mirando, nada más. ¿Pero a poco si pasan aquí de esas películas?—, dije.  

—Entra para que veas, si no, cómo lo vas a saber—, añadió ella muy confiada mientras se metía entre los labios uno de sus cigarros. 

Quien iba a decirme que esa misma mujer me vendería un boleto para entrar a una sala de cine que ya debiera considerarse una reliquia. ¿Les hablé  ya sobre la curiosidad? 

Distinguí apenas unas cuantas cabezas y en la pantalla se proyectaba una escena de sexo oral entre dos hombres. Ocupé un asiento agarrándome fuertemente de mi bolso, temiendo que alguien estuviera atrás de mí o a los costados. Tenía pavor de que la iluminación propia de la cinta, dibujara claramente mi rostro entre los extraños. 

Respiré profundo y continué en lo mío, sin despegar la vista. Los gemidos me distrajeron, las respiraciones ahogadas de una pareja que imitaba lo que miraba en la película en plena sala, una que otra risita y un olor a cloro que pretendía disimular otros aromas; los del sexo y la saliva, y también los que resultan de mezclar hasta la sombra en un acto carnal que no pretendía siquiera ser disimulado. 

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Foto: Hansel Vásquez.

Alguien se sentó  apenas a dos asientos del mío. Apreté las piernas y me crucé de brazos, como si eso fuera a protegerme. Pasaron apenas unos segundos cuando ya se había acomodado en el asiento contiguo. Sentía su mirada, su aliento, su respiración agitada mirando apenas la película para después mirarme las piernas y los senos. Me aferré de nuevo al bolso y quise levantarme, pero ya no tuve tiempo.

—No tengas miedo, para eso estamos aquí todos, ¿no?—.

 Apenas lo distinguí y le solté una de esas miradas fulminantes que no me sirvieron de mucho. 

—No. Yo no—, dije muy segura. 

Tardé más en decirlo que él en comenzar a acariciarme la entrepierna. Di una fuerte sacudida y le metí un golpe en el estómago.  Me tomó del brazo cuando intenté levantarme, y me obligó a quedarme en mi lugar.

—No te voy a hacer nada. Mira tranquila—.

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Lo que quería que mirara era  su pene bien erecto que ya se había sacado del pantalón.  

Fotograma: ‘Love’, de Gaspar Noe.

Lancé un largo suspiro antes de que me tomara la mano y la acercara despacio. Estaba aterrada, pero a su vez tuve un fuerte impulso de tocarlo. Estaba húmedo, recio. No pude mirarlo nuevamente a la cara. Veía la película mientras lo tocaba y continúe acariciándolo  hasta que se estremeció. Intuí que estaba a punto de venirse cuando dejé mi asiento y comencé a caminar hacia la salida. Nadie me seguía. En la plaza había un concierto.

 

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