Ciudad Erótica
Olía a sexo y margaritas
Sexo y margaritas.
Acostumbraba a traerme margaritas al menos dos veces a la semana. Yo las dejaba en la cocina, cerca de la ventana para que les entrara la primavera. Era mi vecino y vivía con una mujer que casi siempre lo dejaba solo. Desde muy temprano, escuchaba el motor del coche en el que ella salía a toda prisa y regresaba hasta las noches.
Yo acababa de cumplir el primer año en ese edificio de la colonia Santa Tere. Salí de casa de mis padres huyendo de un encierro constante aun cuando yo ya no tenía edad para que me pusieran reglas y trabajaba desde hace tiempo. Sin embargo, justo un par de meses después de haberme mudado, me quedé desempleada, y cansada de buscar otro trabajo, decidí hornear pasteles sacando los libros de recetas de unos cursos que tomé después de la preparatoria. Cocinaba bien y las margaritas se alegraban.
La primera vez que conversé con mi vecino fue en la azotea. Era uno de esos edificios viejos que tienen los lavaderos juntos, igual que los tinacos y los tendederos. Yo, antisocial como siempre, odiaba lavar delante de todos, odiaba enjuagar, exprimir, tender delante de todos, y luego, tras la tortura, me quedaba horas vigilando mi ropa pensando que cualquiera se la podría llevar. Supongo que Carlos se dio cuenta del pánico que pasaba y el inicio de su conversación fue:
—A mí tampoco me gusta lavar aquí, preferiría ponerme siempre la misma ropa mugrosa antes que convivir con esta gente—.
—No parecen caerte muy bien—, sonreí.
—Son un martirio, si no fuera porque el departamento en el que vivimos es de mi esposa…—
Hizo una pausa y se frotó los cabellos con el claro gesto del que se ha equivocado. Suspiró, me deseó buenas tardes y se fue.
Encontrarnos en los pasillos era luego inevitable. La primera vez que llegaron las margaritas fue una tarde de esas en las que decido no salir del sillón, comer todo lo que pueda y quedarme viendo la televisión. Escuché un ruido en la puerta y estaban ahí envueltas del tallo en un papel celofán. Traía una de esas hojas cuadriculadas de cuaderno en la que escribió: “Para que te pongas contenta y te olvides de los lavaderos”.
A partir de ese día comencé a ponerlas junto a la ventana de la cocina, porque además él alcanzaba a verlas desde ahí; lo mismo que a mí cuando sacaba algún pan del horno.
Ante las atenciones repetidas, me pareció buena idea invitarlo a que probara una de mis creaciones, así que a sabiendas de que estaba solo, decidida fui a tocarle la puerta y le dije que tenía un pan de plátano en el horno y le propuse ir a mi departamento para invitarle una rebanada y un café. Dijo que sí.
Unos minutos después tocó a mi puerta y en sus manos traía un nuevo ramo de margaritas.
—Parece que te gustan mucho esas flores, te lo agradezco, a mí también me gustan—, dije.
En lo que hablaba y acomodaba un nuevo jarrón, él se había parado en la puerta de la cocina y noté que observaba mi trasero cuando me agaché para sacar el pan del horno. Lo puse sobre el desayunador y empecé a buscar el café para poner una cafetera. Encendió un cigarrillo y me ofreció otro. Tenía mucho tiempo sin fumar, pero igual acepté.
Llené un vaso con agua porque ya no tenía ceniceros. Nos sentamos frente a la mesa y traje el pan que ya no estaba tan caliente. Le serví y me serví.
—¿Por qué no traes las flores y las pones aquí?, me gusta su olor—, dijo mientras arrojaba una densa nube de humo.
Traía una camisa gris abierta de los primeros tres botones y un pantalón de mezclilla con rasgaduras a la altura de las rodillas. Me senté a su lado al tiempo que le ofrecí un tenedor.
Tuvimos una plática trivial, sobre el empleo, el clima, los lavaderos y los vecinos a los que ninguno les había puesto mucha atención. Luego empezó a hablar de su esposa y de lo poco que la veía, le dije que me había dado cuenta, aunque sin querer, claro. Me preguntó sobre mi situación, y negué a un chico del trabajo con el que había empezado a salir.
Tomó una de las margaritas y al tiempo que conversaba la empezó a pasar por uno de mis brazos desnudos. Al principio lo retiré y lo miré con desconfianza. Seguimos conversando y fue cuando aún más cerca de mí, rozó los pétalos por encima de mi blusa, a la altura de mis pezones.
—¿Por qué haces esto? —, le dije con la voz entrecortada.
Él me miró de arriba a abajo y no respondió. Parecía suplicarme. Querer eso más que nada en el mundo en ese momento, y yo no pude resistirme. Nos acercamos para besarnos y fue un buen momento; respirábamos el olor a plátano y a margaritas. Su lengua parecía una serpiente queriendo mudar de piel, con urgencia, casi con dolor.
Cuando metió su mano debajo de mi ropa interior, cerré las piernas con desconfianza. Pensaba en lo mal que estaba eso, en que no era posible que alguien como yo haya llegado a este punto por unas flores, o por una calentura vecinal.
Lo cierto es que él me gustaba mucho, así que dejé que me tocara con libertad. Acarició mi vulva, metió sus dedos en mi vagina húmeda y me dio a probar de mi propio jugo caliente con sus dedos. Con timidez le abrí el cierre y liberé su miembro erecto para acariciarlo.
Le presioné un poco en los testículos y alterné los movimientos de mi mano frotando su pene. Él seguía frotándome presionando con su dedo pulgar y haciendo movimientos circulares en mi vulva. Me hizo venir y yo a él. Nos vaciamos y limpiamos la humedad con nuestra lengua.
El sabor a sal se fue con el amargo del café que estaba intacto y que bebimos apresurados. Se escuchó un motor de coche que yo conocía muy bien. Nos despedimos deprisa y me agradeció por todo mientras se acomodaba la ropa. Yo regresé a la cocina para retirar las margaritas de la ventana, estaba empezando a llover.
Ciudad Erótica Carmen Larracilla
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