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Ciudad Erótica

Rock y sexo, la muerte de Hugo «Remedios»

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La lluvia se alejó de la ciudad; dejó fríos y húmedos los pies de los transeúntes. Francisco entró al bar “El Grillo” sobre Avenida Chapultepec; percibió el ambiente enrarecido, triste; en la semioscuridad, las botellas se alineaban como soldados derrotados sobre el estante pegado a un espejo sucio y lleno de calcomanías; reflejaba los rostros aburridos de hípsters viejos.

Recordó que, por la madrugada de ese mismo día, habían matado a Hugo “Remedios”, vocalista y guitarrista de una banda de mala muerte; el chico era lo mejor de la agrupación; se decía que llegaría lejos, era célebre, pues. Entre los jóvenes, dueños de bares y los parroquianos se le admiraba.

Allí adonde tocara, una buena noche le esperaba al dueño del bar, la audiencia y la banda. Era conocido por decir al micrófono antes de cada tocada: “sean fieles a lo que son y sigan lo que los hace felices”, la gente amaba eso, se volvían locos.

Ya saben.

Era esa clase de individuo excepcional, uno que nace cada cien años; sabía leer partituras como un niño despierto sabe el abecedario y las tablas de multiplicar de memoria; sus dedos eran mágicos, famosos entre los músicos y mujeres. Tenía una novia bonita, una muñequita casi perfecta; ella combinaba con él y su sonrisa fácil— aunque era delgado como un muerto y feo como una rata—, su voz y canciones mataban carita y dinero.

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Varios expertos, maestros, reporteros, críticos de periódicos y radio locales— en sus charlas nocturnas de café y cerveza barata— lo mencionaban, querían verlo triunfar; se afanaban diciéndole que se fuera, se uniera a un buen grupo o lo formara él; sabía de música, podía crear una gran banda. Pronosticaban un futuro brillante.

Por supuesto los hombres lo admiraban también (algunos confesaban querer ser como él) o lo odiaban; al escucharlo cantar y tocar, agachaban la cabeza, metían las manos en los bolsillos y aceptaban su destino; el talento y la música, educados, interpretados con ritmo, entrega y pasión, derrotan lo que sea. Las mujeres, bueno, fueron pocas las que se resistieron a sus encantos, era un cabrón sin remedio.

La muerte de un famoso local, más o menos humilde, y que hacía amigos como pelos tiene uno en la espalda, afecta a una comunidad razonablemente pequeña; Guadalajara es un rancho, la gente siempre tiene uno que otro conocido en común. Hugo sobrepasaba esa premisa; muchos “alguienes” en varios lugares le conocían y llamaban “camarada”, “amigo”, “hermano”. 

Francisco se acercó a la barra y encontró a uno de esos “hermanos” con quien tenía relación de “camarada”; Alex era un tipo bien parecido, no obstante, se mostraba desalineado, cansado, reflejaba el rostro de un hombre que ha viajado 30 horas en un autobús apestoso y no ha dormido ni comido decentemente.

Se vestía con un saco y playera negra abajo; güero y de cabello peinado como Benito Juárez, para ocultar la naciente calva que se formaba, usaba la barba recortada y pantalones tan pegados que, con únicamente verlos, causaba dolor en los huevos.

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—Hey… ¿Cómo estás, hermano? —saludó el recién llegado y extendió la mano.

Alejandro le dio un apretón sin fuerza e inclinó la cabeza. Francisco le preguntó si podía sentarse junto a él y acompañarlo con una cerveza. El otro aceptó; Francisco jaló un taburete y pidió una barata; ya saben, la economía está “deprimida”. La barista la destapó y entregó. 

Francisco dio un trago, suspiró, bajó la botella. Luego ojeó al muchacho.

—¿Qué haces aquí? ¿Estás bien?—, inquirió por fin.

Alejandro negó con la cabeza y habló.

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—¿No sabías? Mataron a Hugo—, declaró.

—¿Hugo? ¿El “Remedios”? ¡Nooo! …ahora que lo dices, había escuchado la noticia, no le presté atención… —, contestó Francisco; aunque mentía, actuar sorpresa era una especie de manera educada de no parecer chismoso.

—Sí. Mañana es su sepelio; lo van a velar en Recinto de la Paz de Américas. Para que vayas… yo no sé si vaya. No me gustan los sepelios y… no quiero verlo. No puedo…—, confesó Alejandro.

Francisco asintió.

—Viejo, lo siento. ¿Qué fue lo que pasó? La policía dijo que fue un crimen pasional, según escuché en la radio, ¿verdad?—, argumentó Francisco.

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Alejandro negó con la cabeza y le observó con desconcierto.

—Nada que ver. Lo mató un pendejo, un puto loco que se intensió—, escupió con dolor el otro.

—¿Cómo?—, preguntó extrañado Francisco. “Lo que uno escucha”, pensó.

Alex se pasó las manos por la cara; como si tratara de olvidar, de lavarse la suciedad de los recuerdos. Arrugó la boca en un arco; su compañero de barra creyó que se echaría a llorar.

—Yo lo vi…—, terció y dio un trago a la cerveza que tenía enfrente; cerró los ojos.

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“Pobre bastardo”, reflexionó Francisco; se sintió abrumado; le iban a contar una historia que no quería escuchar y a la vez le intrigaba. De primera mano sabría cómo había muerto Hugo “Remedios”. Tragó saliva ácida.

—No es un misterio: Hugo era un cabrón. Tenía novia y le valía madre; si una morra le gustaba se la cogía; le decían “pito loco”—, afirmó Alex. Francisco asintió, “así somos los hombres”, aceptó.

—Después de un toquín nos fuimos con unas morras que conocimos; yo se las presenté y las llevé con él. Una de ellas llevaba al novio; el pendejo estaba borrachísimo, no podía distinguir de un parquímetro y su culo. Decía amar la voz y música de Hugo, “quería conocer a un rockero; uno bueno”, decía. Me rogó que lo presentara. Pensé “¿Por qué no?”. A Hugo le cagó la madre desde que lo vio; no obstante, así era Hugo, aceptaba a todo mundo, no importaba quién fueras, dijeras o hicieras—, relató Alex.

—Ajá—, le animó Francisco.

—Total. Terminaron de tocar; presenté a todos, tomamos dos jarras de cerveza que invitó el dueño del bar; cerraron y nos fuimos los cinco a la casa del novio en mi auto; el novio invitó el pisto. Tenía whisky, según él y no mintió. Vivía por Arcos de Zapopan en un apartamento de mierda—, continuó Alejandro.

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—¡Cielos!—, canturreó su acompañante.

—Ajá. Bien, entramos, nos servimos unos whiskies; era bueno, etiqueta azul. ¡Hazme el puto favor! Etiqueta azul y el cabrón no se compraba un puto auto, pendejo… Como sea, nos servimos cada quien tragos; la novia y el otro se sentaron junto a Hugo y no paraban de sacarle platica; yo me senté junto a la amiga y empecé a acariciarle la pierna, ella no me quitó la mano, se pegó a mi cuerpo y dejó que la tocara mientras observaba embobada a Hugo—.

—¿Sí? —.

—Sí. Charlamos de música; para Hugo la música de hoy era ruido de fondo, le gustaba el rock clásico (lo que sea que eso signifique); aseguraba que en los años 80 y años 90 se hizo lo mejor de la música del siglo; nadie podría imitar lo increíble de las melodías y profundidad de la letra; “la música de hoy es un sólo bit”, decía. No lo sé; no le entendí; pero Hugo sabía de eso, le creí—.

—Estoy de acuerdo—.

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—No lo sé; no me importa. El pendejo del novio asentía y decía que era cierto, que la música de hoy era basura. Hugo estaba encantando por la atención, le importaba un pito todo. Al poco, eran las tres de la mañana, empezó a cantarnos algo suave a petición del pendejo ése; se había traído una guitarra y él nos cantaba rolas de su creación; recuerdo que el pendejo dijo: “Wow. Qué chingón eres. Siempre quise conocer a un rockero de verdad. La música me inspira; tu mano es lo máximo, eres grande, viejo”, y eso—.

—Qué horror—. Alex ratificó y siguió.

—Hugo rascaba las cuerdas de la guitarra, lo hacía con cariño, natural. Era como si la música siempre estuviera en él. Eran melodías suaves y luego locas y alegres y te sentías en una pintura o en un poster de esos de los años 50. El pendejo escuchó dos o tres canciones y se quedó dormido. La novia se le pegó a Hugo. Yo y la chica, la amiga de la novia, nos besamos; no recuerdo qué le dije y nos empezamos a besar, la noche iba bien—.

—¿Y luego? —.

—Todos se callaron. Miré a Hugo y había dejado de tocar; besaba a la morra y le acariciaba las tetas. Ella se levantó, después de dar un suspiro, y lo llevó de la mano a una habitación; “ven”, le dijo. Hugo sonrió… nunca olvidaré esa sonrisa. ¡Nunca!—, hubo un silencio prolongado, Alex agachó la cabeza y se la apretó con las manos. Dio un trago a su cerveza y continuó.

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—La amiga me tomó de la mano y los seguimos. Ya lo habían planeado, seguro. Entramos a una habitación; alguien encendió un foco que alumbró un cuarto sucio y desordenado; nos arrojaron a una cama cubierta de ropa apestosa. Se quitaron las playeras, a la vez, riendo, como si practicaran una danza juntas. La de Hugo llevaba un brasier negro y la mía uno blanco. La primera tenía un tatuaje sobre el pecho, unas palabras que no entendí. Nunca lo había hecho en pareja—, aseguró Alex.

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—¡No puede ser! ¿Con el novio en el otro cuarto?—.

Alex repitió “con el novio en el otro cuarto”; se terminó la cerveza, pidió otra, la destaparon y pusieron frente a él, continuó después de dar un trago.

—Ambas se nos echaron encima. Las besamos, le metí la lengua a la mía. La chica de Hugo le dijo que le metiera la lengua, “esa lengua con la que cantas tan bonito, la quiero dentro”, le rogó. “Espera”, pidió la chica que me estaba fajoneando, “quiero ver”. Me levanté, abracé a la chica y la cargué, por las nalgas, a una silla. Ella lanzó una risita y nos sentamos a mirar cómo trabajaba Hugo. Era obvio que la chica quería también cogérselo. Así es la vida.

—Claro…—.

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—Se giraron para que los viéramos. Cabronas. Hugo dijo: “tu novio está en el otro cuarto”. Ella le contestó: “No te preocupes, la tiene chiquita y está borracho”. Todos reímos como monos. Hugo se quitó los pantalones, tenía un tatuaje de una rosa y un cráneo; ella lo imitó, se quitó los suyos también. La novia llevaba puestas unas bragas negras, de esas con encaje; sus nalgas estaban sabrosas, un culito de esos que te alegran el día. Él usaba unos boxers grises; la tenía durísima y ella se la restregó entre las piernas, le dijo que la tenía ENORME. Él contestó un “sólo para ti”. Hugo le quitó el brasier para chuparle las tetas y mordérselas. Ella pidió más, que se las mordiera, se las chupara y mordiera.

—Ajá—.

—La chava que estaba sentada en mis piernas, empezó a acariciarme; yo la tenía dura y abrió el cierre de mi pantalón para acariciármela. Me puse como loco, cerré los ojos y la dejé hacer. Miré a Hugo y ¡carajo! La tenía inmensa; la chava sobre él quería ya metérsela y él le dijo “no”, siguió besándola en la boca y empezó a acariciarle el conejo con sus enormes dedos. Poco a poco los metió entre sus piernas y las bragas y se lo acarició, los introdujo con dulzura entre los labios. La chava gimió y apretó los ojos y se restregó más sobre Hugo.

—¡Yo no hubiera aguantado!—, masculló Francisco.

—Ni yo ni la chava aguantamos; la mía se levantó e hincó; me la sacó y empezó a mamármela; le quité el brasier y le acaricié las tetas; se las froté, pellizqué, apreté y jalé con cuidado y fuerza. Ella pasó mi glande por sus dientes, ¡duele hasta el culo, pero es delicioso! Mientras, no quitábamos la vista de Hugo y la otra; me escuchaba gemir y la chica también se quejaba y su mamada se volvía feroz al compás de los dedos de Hugo y gemidos de su amiga—.

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Francisco descubrió que se había quedado sin aliento.

—La novia dijo un “ay, ya, ¿traes condón?”, Hugo contestó “no”. Me mató de risa lo que siguió; la tipa se encogió de hombros y masculló “bueno”; le quitó la mano a Hugo, hizo a un lado la braga y con su izquierda dirigió la verga de él a su coño; se la metió toda, lentamente. Disfrutó cada parte de pito que le entró. Te lo juro. Se torció y dejó que la invadiera. Hugo rio y luego gritó de gusto, ambos gritaron, el aire se les escapaba, sonreían. Sus cuerpos se arquearon. La chava lo cabalgó; primero rápido, Hugo la detuvo al poco, la hizo ir lento; le abrazó las caderas y le dirigió; subía y bajaba; “qué rico, qué rico, qué rico”, canturreaba ella, como si llorara de alegría, no lo sé.

Francisco sentía una sensación cálida entre los pantalones, se rogó serenidad; dio un trago a su cerveza que le raspó la garganta seca. Alex, con los ojos cerrados, lo imitó; se limpió los labios con la manga del saco y prosiguió.

—Hugo apretaba los dientes mientras se lo cogían; lanzaba “ahs” y la chava gemía, rogaba con sus ojos cerrados y apretados, arqueaba la espalda, luego bajaba y besaba los labios de él. Quería más; que más duro, más rápido, más lento, más rico, más caricias, más pellizcos, más alegría, más vida, más locura; más todo. “Aprieta”, le rogó Hugo, ella cerró los ojos e hizo el intento con todo el chisme dentro. Sin darme cuenta, la amiga había desabrochado mis pantalones, bajó los suyos y con sus nalgas empezó a acariciarme el pito que de a poquito entraba entre sus piernas y acariciaba su coñito mojado, lo tenía rasurado… ¡me iba a matar, a volver loco!—.

—¡Por amor a…!—.

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—Entonces Hugo aulló y nos asustamos; “me voy a correr” graznó con una sonrisa y los dientes apretados; la chica se quitó de encima de golpe aterrorizada. Él rio y, el muy idiota, dijo “no te creas”; ella le llamó “pendejo” y rio, todos reímos. Sin perder tiempo, Hugo se incorporó, con el chisme todo duro, parecía una maldita barra de hierro, tomó por las caderas a la chava y la puso en posición de perrito. La amiga ya se iba a sentar sobre mí, cuando Hugo abrió los ojos y gritó un “¡No mames!”.

—¿Qué?—, preguntó Francisco.

Alex se acarició la nuca… restregó sus ojos con las palmas de las manos y giró su cuerpo para no verlo. Tomó un trago a la cerveza.

—¿Te ha pasado que ves todo en automático?—, inquirió después de una pausa.

—¿En qué?—, contestó Francisco.

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—En automático. Como si tu no estuvieras, pero ves cómo pasan las cosas; eres un piloto sin control, viajas en automático. Como al caminar por una calle y, en medio de ésta, un pendejo sale de ningún lugar con su auto y te va a tropellar y lo único que haces es quedarte como idiota enfrente del auto a esperar que te maten… así me pasó—.

—Creo… creo que te entiendo. ¿Qué pasó?—.

—Hugo gritó “no mames”, lleno de terror; luego la novia, y la chava que estaba sobre mis piernas, vieron entrar al novio; traía una pistola en la mano, ¿puede comprarse una pistola, pero no un puto auto? ¡Hazme el favor! Hugo se arrastró por la cama y las tipas esas, en bragas, gritaron y, como pudieron, salieron corriendo del cuarto. Desaparecieron, como si nunca hubieran estado allí. El novio no les hizo caso, sólo miraba a Hugo y le dijo “no eres tan chingón”.

—“¿No eres tan chingón?”—, repitió Francisco.

—“No eres tan chingón”. Disparó. El estampido me hizo ver estrellitas verdes. La bala le dio de lleno en el pecho a Hugo, le hizo un agujerito y lo arrojó sobre la cama hasta caer al otro lado de la habitación en un hueco entre el colchón y la pared. Pude ver sus piernas… torcidas… parecían de esas que salen en las fotos de los nazis y sus campos de concentración; estaban torcidas sobre la cama y no veía su rostro. La habitación se llenó de humo. Recuerdo que lo llamé, pero ya no me escuchaba, ni yo ni él a mí, estaba sordo—, farfulló Alex y se pasó la mano sobre la frente y ojos. Sudaba.

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—¡Dios mío! Y ¿Qué hiciste?—, susurró Francisco a sí mismo.

—No sé cuánto tiempo pasó; cuando pude escuchar de nuevo, le escuché decir otra vez “no eres tan chingón”. Asustado, me estaba cagando, me levanté y grité no sé qué y lo arrojé contra la pared. Volví a gritar, recuerdo eso, gritos y gritos. No tiró la pistola, chocó contra el muro y ropa y basura… se quedó ahí, sostenía la pistola, ¿puedes creerlo? Ahí acostado mirándome, pistola en mano, y luego a Hugo. “¿Por qué lo hiciste?”, aullé; sabía por qué, sin embargo, ¿qué haces en un momento como ése? Le grité otra vez “¿por qué lo hiciste?”, quería matarlo. ¿Sabes qué respondió? “No era tan chingón. No era tan chingón”—.

—¿Qué pasó luego? —.

—Me subí los pantalones, estaba con el pito de fuera ¿puedes creerlo? Me abroché el cinturón, salí del cuarto; luego del departamento. No es como en las películas; lo he pensado todo el día. Dicen que todo pasa en cámara rápida; no es verdad, todo pasa lentamente y a la vez no percibes estar vivo como tal, ¿sí? Escuché sirenas, era la policía; en el pasillo los vecinos asomaban sus cabezas por las puertas y ventanas, perros ladraban, niños lloraban; alguien lanzó un “¿qué paso?”, yo no hice caso; me senté en los escalones que daban al apartamento. No podía moverme. Las sirenas… tuve miedo, sentí mucho miedo, mucho; no quería ni podía moverme de ahí; la gente preguntaba “qué pasó, qué pasó, qué pasó”—.

Francisco suspiró profundamente. Al mirarlo, Alex parecía más viejo, cinco años, 10 años más viejo. De repente se sintió cansado, muy cansado de todo, de la vida, el trabajo, la familia, el país, del bar, la calle. Ambos dieron un trago a las cervezas y dejaron que un silencio reflexivo, roto por la música del bar, los invadiera y separara del universo.

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—Yo lo maté—, musitó por fin Alex.

—¿Qué?—, pidió Francisco le repitiera.

—Yo lo maté. Yo lo maté; yo le presenté a ésa y su puto novio… yo lo maté…—, murmuró Alex y afirmó lentamente con la cabeza.   

Después de unos segundos, de asimilar lo dicho, Francisco dio otro trago a la cerveza; arrugó la nariz y habló, por romper el ambiente triste que los envolvía y amenazaba asfixiarlos.

—Si lo piensas bien… sí fue un crimen pasional—, concluyó serenamente.

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Alex parpadeó, relacionó lentamente las palabras; se giró y observó a Francisco como si fuera el idiota más grande del siglo.

 

 

 

Foto de portada: Dougie Wallace.

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10 libros eróticos que cambiarán tu perspectiva sobre el sexo

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​Si crees que 50 Sombras de Gray es un buen libro, échale ojo a esta lista de libros eróticos que hemos preparado para ti. Se trata, ni más ni menos, de 10 obras indispensables para adentrarnos en este apasionante género literario. ¡Qué los disfrutes!

Cartas de amor a Nora Bernacle

James Joyce (1882-1941)

La pasión fue el principal motor de la relación entre James Joyce y Nora Bernacle se conocieron desde los 19 y 20 años, desde entonces comenzaron una relación basada en el deseo, el escritor y su esposa mantuvieron correspondencia muy cachonda, y este libro es el resultado.

​»Quitándose la ropa de espaldas, y revelando sus dulces calzoncitos blancos de muchacha para excitar al descarado camarada del que ella está orgullosa; y entonces lo deja clavarle su obsceno pito gordo a través de la abertura de sus bragas y para adentro, adentro, adentro, en el querido agujerito, entre las frescas y regordetas nalgas».

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Delta de Venus (1977)

Anaïs Nin (1903-1977)

Este libro fue producto de la insistencia de los lectores, uno en particular, que deseaba leer más que poesía, querían leer encuentros sexuales y ahí tienen 15 cuentos. Así fue cómo surgió la idea de Delta de Venus en la década de 1940, pero se publicó en 1977.

«Echado boca arriba en la cama, con las piernas separadas y el miembro erecto, hizo que ella se sentara sobre él y se lo introdujo hasta la raíz, hasta que sus vellos se confundieron. Sosteniéndola, le hizo describir círculos en torno al pene. Ella cayó sobre él, apretó los senos contra su pecho y buscó su boca; luego se enderezó de nuevo y reanudó sus movimientos».

Diario de una ninfómana (2003)

Valérie Tasso (1969)

Este libro narra los encuentros sexuales de una mujer con empresarios excéntricos y muy acaudalados con algunas ideas raras sobre la excitación y el sexo.

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«La excitación me aprieta el vientre y mis muslos se contraen inevitablemente. Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido. Se agacha un poco, y empieza a buscar debajo de mi falda, hasta encontrar el elástico de mis bragas. Pienso enseguida que su intención es quitármelas, obviamente. Pero no es así».

Historia del ojo (1928)

George Bataille (1897-1962)

Simplemente es considerada la obra maestra de la literatura erótica. La Historia del ojo y Simona transgredieron a la sociedad francesa en la década de 1920 y más allá, con su comportamiento sexual, su alta carga de contenido erótico, una joya de principio a fin.

«En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.

Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba».

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Historia de O (1954)

Pauline Réage (Dominique Aury 1907-1998)

O es una chica que su amante la introduce a un mundo de sadomasoquismo, vouyerismo, roles de esclavitud sexual, entre otras depravaciones, ella es fotógrafa de día.

«Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que él desea acariciarle los senos. No. Él sólo palpa el tirante, lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora, debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre, desde la cintura hasta las rodillas».

Las edades de Lulú (1989)

Almudena Grandes (1960)

Lulú es una joven de 15 años que siente atracción por un amigo de la familia, Pablo, con quien en sus distintas etapas de la vida, sus edades, está presente este hombre que juntos sus más bajas pasiones se apoderan de ellos.

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«Apenas un instante después, todas las cosas comenzaron a vacilar a mi alrededor. Pablo se apoderaba de mí, su sexo se convertía en una parte de mi cuerpo, la parte más importante, la única que era capaz de apreciar, entrando en mí, cada vez un poco más adentro, abriéndome y cerrándome en torno suyo al mismo tiempo, taladrándome, notaba su presión contra la nuca, como si mis vísceras se deshicieran a su paso».

Trópico de cáncer (1934)

Henry Miller (1891-1980)

Este libro es un monólogo en el que el autor hace un repaso de su estancia en París en los primeros años de la década de 1930, centrada tanto en sus experiencias sexuales como en sus juicios sobre el comportamiento humano.

«Nos metemos en el retrete retorciéndonos y allí la sujeto de pie, la arrojo contra la pared, e intento metérsela, pero no hay manera, así que nos sentamos en la taza y lo intentamos pero tampoco hay nada que hacer. Y, durante todo el tiempo, ella me ha cogido la verga y la está agarrando como un salvavidas, pero es inútil, estamos demasiado calientes, demasiado ansiosos. La música sigue sonando, así que salimos del retrete al vestíbulo de nuevo, y mientras estamos bailando ahí en el cagadero, me vengo encima de su bonito vestido y ella se pone más a punto. Vuelvo tambaleándome a la mesa y allí está Borowski con su rostro rojizo y Mona con su mirada de desaprobación. Y Borowski dice: «Vámonos todos mañana a Bruselas», y asentimos, y cuando regresamos al hotel, vomito por todas partes».

Lolita (1955)

Vladimir Nabokov (1899-1977)

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Lolita es una niña de 12 años. Humbert Humbert es un hombre que secretamente se enamora de ella y para estar más cerca se casa con su madre. Es considerada una obra maestra de la literatura.

«Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro contra el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables piernas vivientes, no estaban muy juntas y cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada».

El amante de Lady Chatterley (1928)

D. H. Lawrence (1885-1930)

Una mujer casada con un hombre de clase alta, parapléjico y que no es nada romántico. Constanza quiere algo más que vida provincial y encuentra consuelo a sus deseos carnales con un trabajador de clase baja, un obrero llamado Oliver Mellors. Este libro fue censurado en su época por describir sexo explícitamente.

«Aquella noche fue un amante más intranquilo con su frágil desnudez de niño. Connie no pudo llegar a su éxtasis antes de que él hubiera realmente alcanzado el suyo. Y logró despertar en ella una cierta pasión llena de deseo con su suavidad y desnudez infantil; después que él hubo terminado tuvo que persistir ella en el salvaje tumulto y palpitación de sus lomos, mientras él se mantenía heroicamente erecto y presente en ella con toda su voluntad y desprendimiento hasta que Connie llegó a su éxtasis entre inconscientes grititos».

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Teleny (1893)

Oscar Wilde

Se le atribuye a Oscar Wilde este libro. Narra la fuerte atracción y la apasionada relación con desenlace trágico entre un joven francés llamado Camille de Grieux y un pianista húngaro, René Teleny. Erotismo homosexual de alta calidad.

«Con esto mi deseo aumentó de intensidad, y la necesidad de satisfacerlo se convirtió para mí en verdadero sufrimiento, mientras el fuego encendido en mí pasaba a ser una llama devoradora que me abrasaba; mi cuerpo entero quedó arrasado por una llamarada erótica. Sentía los labios secos, la respiración jadeante, los miembros rígidos, las venas hinchadas y, sin embargo, me mantenía tan impasible como todos los que me rodeaban. De pronto, me pareció sentir que una mano invisible se deslizaba por mis rodillas; algo en mi cuerpo fue tocado, cogido, estrechado, y una voluptuosidad indescriptible embargó de pronto todo mi ser. La mano subía y bajaba, lentamente al principio, luego cada vez más deprisa, siguiendo el ritmo del canto. El vértigo se apoderó de mi cerebro, una lava ardiente corrió de pronto por mis venas, y sentí saltar algunas gotas… mientras todo yo temblaba».

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Korang, soft porn mexicano… sólo para extranjeros

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Película

En 1969 los mexicanos adultos eran considerados poco menos que infantes para el gobierno mexicano, según sus políticas de censura.

La audiencia nacional no debía ser expuesta a contenidos cinematográficos en «extremo sangrientos» o con un «alto contenido sexual»; entiendase, mujeres semidesnudas.

La fórmula era básica: había que rodar filmes costumbristas, heroicos, cómicos, dramáticos, de lucha libre o de monstruos, siempre con límpida mesura.

 

Más allá de lo permitido

Con toda una vida como director, actor y guionista en México, René Cardona (1905) pudo ir más allá de lo permitido. De la mano de Cardona debutaron estrellas de la talla de Blanca Estela Pavón, Pedro Infante y Germán Valdés «Tin Tan». Entre 1937 y 1982 filmó más de cien películas.

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Tratándose de uno de los creadores más importantes de la época de oro del cine mexicano, Cardona aprovechó sus contactos en el extranjero, y se abrió paso en el mercado internacional con dos versiones de una misma película: una para adultos estadounidenses y europeos, y otra para el pueril público mexicano.

Ese es el caso de la conocida cinta Santo en el Tesoro de Drácula (1968), de René Cardona, cuya versión para las audiencias en el extranjero fue titulada como El Vampiro y el Sexo.

Otra menos conocida del mismo director pero igual interesante, intitulada en México como La Horripilante Bestia Humana (1969).

 

Cartel

Imagen del DVD con la versión sin censura para Europa.

Soft porn y lucha libre

Conocida en Italia como Korang, la Terrificante Bestia Humana y en Estados Unidos como Night of the Bloody Apes, esta cinta mexicana de lucha libre resulta una verdadera rareza del cine mexicano de los años 60’s, no solo por sus sangrientas escenas, sino por sus tintes de «soft porn».

La trama de la cinta gira en torno a los esfuerzos de un médico que mediante una complicada operación de trasplante de corazón busca salvar la vida de su hijo que padece leucemia.

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La cirugía resulta exitosa en todo sentido, excepto que el órgano utilizado proviene de un gorila.

Pronto el joven convaleciente sufre una violenta transmutación y ávido de sangre recorre las calles de la ciudad dejando un reguero de víctimas mortales a su paso.

 

Una película de culto

Mientras que en el País se estrenaba la «versión decente» de La Horripilante Bestia Humana —junto a Hasta el Viento Tiene Miedo, de Carlos Enrique Taboada; y Santo el Enmascarado de Plata y Blue Demon Contra los Monstruos, de Gilberto Martínez Solares—, en el extranjero disfrutaban de uno de los más atrevidos filmes mexicanos de horror jamás filmados.

 

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Horripilante bestia

Fotogramas: La horripilante bestia humana (1969).

De esta forma, Cardona abrió el camino a las míticas cintas mexicanas filmadas por  Juan López Moctezuma: La mansión de la Locura (1973) y Alucarda, la Hija de las Tinieblas (1977); o Satánico pandemonium (1975), de Gilberto Martínez Solares.

Hoy por hoy, la versión sin censura de la Horripilante Bestia Humana ya no asusta ni escandaliza a nadie.

Se trata, sin embargo, de una película de culto y una muestra de los estrechos márgenes de libertad dentro de los que podían moverse los cineastas y las audiencias del México de los años 60’s.

 

Aquí puedes ver el film completo sin censura:

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Etiquetas:      Cine      Cine mexicano      Películas      México

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Orgasmo para tres

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Desde mi habitación se percibía un fuerte olor a marihuana. Hacía rato que me había puesto la pijama y había comenzado una de mis películas favoritas. Siempre me han gustado los hoteles. Esa sensación de llegar cada vez a un lugar desconocido, que te ofrece camas y sábanas distintas, un techo que mirar y una ventana (quizá).

​Al principio le resté importancia a los ruidos que se escuchaban en la habitación contigua. Seguramente se trataba una de esas jóvenes parejitas, se estarían estrenando en las artes amatorias, dado que alcancé a escuchar con claridad en varias ocasiones a una voz femenina que se quejaba, aunque un rato después pareció disfrutarlo, porque los gemidos iban de menor a mayor y justo en mi cabecera parecía que golpeaban rítmicamente con un mazo.

Lo disfrutaba

​No puedo negar que aunque en gran medida mis estancias en los hoteles son por cuestiones laborales, en algunas ocasiones he pasado fines de semana completos en cuartuchos de mala muerte sólo para escuchar a las parejas teniendo sexo.

Es tan lindo imaginar, pensar en cómo serán, cuál será la posición que están adoptando y hasta ponerse en el lugar del uno o del otro e incluir diálogos que hagan más interesante esa historia ajena…

No pude ignorarlo

​Me levanté al baño en un par de ocasiones, y luego regresaba para darme gusto con unos tragos improvisados que preparé en el mismo cuarto. Estaba un poco mareada, así que decidí dejar sólo la luz tenue de la mesita de noche y reacomodar las almohadas.

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Subí el volumen al televisor dispuesta a ignorar lo que estaba ocurriendo unos pasos más allá de mi habitación, pero me fue imposible. Esa manía de prestar atención regresó, y también las imágenes producto sólo de mi imaginación.

​»Seguramente era virgen», pensé. Recordé entonces cuando mi virginidad me fue arrebatada en un cuarto de vecindad, así que en adelante, las historias que inventaba de acuerdo a los sonidos que escuchaba, serían mucho mejores que mi propia experiencia.

Orgasmo para tres

Foto: Obra Motel Fetish, del artista Chas Ray Krider.

​Noté después que mi ropa interior se empezó a humedecer. Era imposible omitir las imágenes que venían una tras otra y que en principio me obligaron a acariciar un poco mis senos. Los pezones habían encendido una señal de alarma y mi cuerpo me obligaba a lo que debía hacer esa noche, aunque sea desde mi trinchera.

 

Decidí participar

​Apagué la luz y el televisor. Acomodé de nueva cuenta las almohadas y las sábanas y de a poco me deshice de mi bata y luego de mis pantaletas en un acto que rayaba en lo automático, en lo debido.

Al rozar mi vulva, confirmé que estaba tan excitada que no podía esperar más para sentir un poco de lo que aquella joven estaba sintiendo con su pareja en el cuarto contiguo.

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​Acompasaba los movimientos de mis dedos con los sonidos de fondo, reaccionaba de acuerdo a sus reacciones y mis sonidos guturales que de a poco se convirtieron en gemidos ahogados, se fueron intensificando.

Un hombre invisible

Busqué incluso algún objeto extra que pudiera ayudarme a tener un orgasmo acelerado, quería terminar al mismo tiempo que ella y hacer de cuenta que era yo aquella que estaba disfrutando con un hombre para mí invisible. Nada encontré.

​Utilicé mis dedos, introduje uno, y luego dos dentro de mí, mientras que ayudada por el pulgar podía acariciar mi clítoris. En la pared, los golpeteos iban en aumento, pero para entonces ya estaban acompañados por los míos, los que provocaba al retorcerme en la cama. Me aferré a las sábanas, me detenía poco antes de llegar para volver a comenzar y experimentar una sensación aún más intensa cuando llegara al clímax.

​Mojé las sábanas de manera inevitable cuando logré vaciarme. Me quedé descansando, y escuchaba apenas los susurros de los vecinos de cuarto. A mi silencio, se sumó luego el de ellos. Había logrado mi objetivo, había llegado a un orgasmo tal vez más intenso que el de aquel par de desconocidos.

La experiencia me hizo refrendar mi gusto por esa extraña manía de contar una historia y prestarle mi cuerpo. Llamé a la recepción para que me cambiaran las sábanas.

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Foto de portada: Valeria Boltneva.

 

 

Etiquetas:      Ciudad Erótica      Sexo       Relato erótico

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