Ciudad Erótica

De sexo oral y un sacrificio – Ciudad Erótica

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Dentro de un Honda del 99 —estacionado en un terreno rodeado por una barda de ladrillo coronada con alambre de púas, cerca de la carretera Guadalajara-Tlajomulco a unos kilómetros del aeropuerto—Damara le hacía una ruidosa mamada a Juan José.

Él tenía los ojos cerrados y en la radio sonaba “Radio Ga Ga” de Queen; lanzaba murmullos y dejaba la boca abierta para tomar aire concentrado en mantener su erección el mayor tiempo posible.

Damara succionaba, sorbía, sonreía y pasaba la punta de la verga de José sobre sus dientes. Era doloroso y delicioso.

Cuando ella lo hacía, Juan José apretaba los dientes y lanzaba un grito ahogado, un “¡Ah!” de éxtasis y dolor. Apretaba los dientes, maldecía. Se quedaba sin aliento.

La mano de Juan José jugaba con los pechos puntiagudos de ella; los pezones de Damara eran picudos y con un rico capullo de carne recién salido del tallo.

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Succión, sorber, bombeo, mamada

Los apretaba cada que podía y ella se quejaba y gemía.

Él sentía como si fueran a arrancársela a cada pasada y luego el alivio venía, ella succionaba; con su mano bombeaba el pene de José, arriba-abajo; se la metía toda en la boca, y apretándola dentro, la chupaba y la acariciaba con la lengua buscando el glande, ese arito alrededor de la punta de toda verga que hace gritar a los hombres de alegría y los manda directo al infierno.

La acción se repetía. Succión, sorber, bombeo, mamada.

Ella tomaba aire, se zambullía y mamaba; una, dos, tres profundas succionadas; arriba, abajo; su cabeza subía y apretaba la mandíbula y se la sacaba y besaba la cabeza y le pasaba la lengua con furia a la punta; parecía lamer una paleta de su sabor favorito, desesperada por terminarla pronto.

En ocasiones Damara paraba y levantaba la cabeza para decirle: “La tienes bien rica”, “qué buena está”, “la quiero toda, toda, toda adentro”.

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Luego repetía. De nuevo los dientes y la verga le dolía a Juan José y se le iban los ojos, se le ponían blancos y bufaba, gemía. 

Estaba a punto de aullar en la sexta repetición. Ella reía, contenta, y se la apretaba más, la pasaba por sus dientes, bombeaba, mamaba, succionaba y bombeaba. La succión a Juan José le ocasionaba ver puntos blancos; se llenaba de un placer que nunca había sentido.

Se sentía un rey, un señor; tenía una esclava, una sirvienta que le obedecía. Su piel se enchinó, silbó por los dientes y dejó los ojos cerrados.

Foto: Ivan Obolensky.

Correrte en mi cara

Juan José se corrió, terminó con un temblor y gritó tres veces “¡Ah!”, el último fue el más largo. En la radio se escuchaba otra canción. “Starman” de David Bowie. Damara maldijo.

—¡Chingado! ¡Te dije que me avisaras antes de que terminaras! —le dijo ella incorporándose y sacando un pañuelo para limpiarse, con furia, el rostro y la boca.

—¡Ah! Perdón… —respondió Juan José sonriendo. Apoyaba su mano en el techo del auto; parecía a punto de salir disparado de su asiento. Respiraba con dificultad, no obstante, empezó a calmarse.

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Respiró hondo; se la metió en los pantalones y observó en la semioscuridad a Damara; ella terminó de limpiarse el rostro. Tiró el papel al suelo del automóvil.

—¡Hey! ¡Tira eso en tu bolso o afuera! —le exigió él poniendo una mano sobre el volante.

—No. Por correrte en mi cara sin avisar, ahora lo recoges. —Sacó de su bolso una botella de agua y sin darle tiempo para replicar le ofreció un trago.

Juan José, con hastío, tomó la botella de agua que ella le ofrecía y bebió un sorbo largo. Estaba harto de ella; en la semana que llevaban saliendo le había soportado su mal humor y su actitud de mujer de mundo —engreída y snob (lo que sea que eso significara para él)—. Había decidido que era hora de terminar con ella.

Juan José frunció el ceño tras probar el agua.

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—Esta agua sabe raro —dijo.

Sabe raro

—¿Ah sí? —preguntó ella y continuó —lleva días en mi bolso, quizá estaba algo vieja, pero no te preocupes, no te hace daño el agua de dos o tres días.

—¡Ah! —masculló y casi se atragantó con el agua. Sacó la lengua e hizo una mueca de asco.

—Estás loca o qué… esto sabe raro. ¿Es que estaba podrida? —le preguntó con enojo. Abrió la ventana del auto y arrojó la botella afuera. Se escuchó el sonido del plástico al chocar con violencia contra la tierra.

—¡No! —exclamó Damara con enojo —¡Chingado! —maldijo la chica. Salió del auto y dio un portazo para rodear el auto por enfrente.

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—¿A dónde vas? —le preguntó él con enfado desde la ventana. Al no recibir respuesta, balbuceó un “puta madre” y se quedó sentado al volante.

Silencio sepulcral

Juan José escuchó como ella se paseaba por la hierba, pateaba basuras y piedrecillas. Luego la botella y la chica desaparecieron en la semioscuridad.

En el terreno se escucharon ruidos apagados. Un camión lanzó un gruñido. Los perros ladraron. Una patrulla encendió su sirena. El arrastre de pies, una voz lejana palpitó. Entonces sintió que la lengua se le entumecía.

El aliento se le fue y la garganta se le secó. Una sed atroz lo asaltó y sus miembros parecieron soltarse.

Un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Juan José trató de hablar, pero no pudo. Un cansancio reptó por sus miembros y se le enroscó en la cabeza.

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La sintió pesada; todo era pesado, sus parpados, sus pensamientos, respirar, hablar; dejó de sentir y se hundió en una oscuridad blanda.

¿Acaso huele a…?

Un olor extraño lo llenaba todo. Era penetrante y no podía distinguir qué era. Juan José se incorporó con dificultad; no sentía el cuerpo. “¿Estaba en su cama?”, se preguntó. Lo primero que vio al despertar fue el tablero de su auto y el parabrisas.

Resplandor creciente. Rojo, amarillo, naranja en los asientos del copiloto y el piloto. Estaba en el asiento trasero. Juan José maldijo; parpadeó, gimió y observó sus muñecas. Estaban atadas. No podía separarlas; también sus pies estaban amarrados con un plástico que le cortaba la circulación. 

Amarrado, trató de levantarse y obtuvo torpes movimientos de parte de su cuerpo, tosió; podía mover sus miembros (ese olor… ¿qué es ese olor?), las piernas y manos, no sus dedos o sentir sus pies. Un fuego ardía en el asiento del copiloto… ¿un fuego?

Lanzó un gemido. No podía articular bien sus pensamientos, aquello era irreal. El resplandor creció.

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“Debe ser un sueño”, se tranquilizó. No sentía el calor del fuego y la llama crecía; lamía el asiento y ahora caía al suelo y devoraba el tapete de plástico.

“Es un sueño”, trató de razonar; gruñó al hablar. Su lengua no funcionaba. Sus miembros parecían dormidos, no podía percibir siquiera su aliento. Por desgracia el fuego era muy real. Las lenguas ardientes treparon por el asiento.

El crepitar ígneo aumentó; muy dentro de sí mismo una alarma se activó. No era un sueño y si lo era, era de otra realidad.

Un grito de terror

Juan José giró la cabeza y descubrió que afuera, al mirar por la ventanilla, figuras humanas envueltas en lo que parecían túnicas de color rojo y negro le observaban.

Sus bocas se abrían y cerraban, levantaban los brazos entrelazados por las manos y luego los bajaban. Sus bocas entonaban un canto que no alcanzaba a escuchar.

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Tosió de nuevo. Se llevó las manos a la boca instintivamente para tapársela. Los pulmones le dolían.

Un calor desagradable lo hundió en la plena conciencia de que estaba atrapado en su auto y lo iban a quemar vivo.

Lanzó un gritó de terror y trató de abrir la puerta. Las manos se le resbalaron de la manija al tratar de quitar el pestillo de la puerta, y cuando pudo tomarla, tosía sin parar, no se accionó, no funcionó, no pudo abrirla.

Su desesperación se convirtió en pánico puro, del que corre por la espalda, hiela el pensamiento y lo deja a uno lloriqueando en un rincón.

El fuego se acercaba ahora al asiento que ocupaba y recorría el tablero y asiento del piloto. Juan José gritó. Gritó y aporreó torpemente la puerta con las manos y luego trató de romper el cristal.

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Pataleaba, gemía, gritaba, se atragantaba y tosía. El humo ya no lo dejaba ver, sus ojos lloraban, el calor que sentía no podía compararse ni al de un horno de panadería.

El calor. Quería arrancarse la piel… necesitaba aire, aire fresco de la noche, “qué bello y delicioso sería sentir el aire fresco de la noche de nuevo”, pensó.

Un círculo de figuras humanas

Pataleó, zarandeó y golpeó con desesperación la puerta y su cristal. Por fin su boca pudo articular un “¡Gaaah!” largo, sonoro; el aullido de un niño al que han herido. El fuego y humo lo envolvieron dentro del auto. El grito se ahogó; tosió y expulsó otro alarido que heló la noche.

El círculo de figuras humanas calló y observó; las ventanas del auto estallaron y el fuego se alzó en lenguas furiosas; humo negro cubrió las estrellas; la hoguera pudo divisarse desde la carretera que se perdía en la oscuridad rota por las luces neón de la ciudad erótica.

 

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Etiquetas:       Ciudad Erótica      Crónica Erótica     Sexo      Erotismo

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