Opinión
¿Fiscalizar las promesas de campaña? El caso de la Línea 5 en Jalisco

En México, la temporada electoral suele ser una pasarela interminable de promesas: infraestructura de primer nivel, planes de transporte masivo, más hospitales y un sinfín de proyectos que cautivan a la ciudadanía.
Sin embargo, una vez que los candidatos logran el cargo, la realidad se impone y muchas de esas promesas quedan en el tintero o se transforman en algo muy distinto a lo anunciado.
El caso más reciente es el del gobernador de Jalisco, Pablo Lemus, quien durante su campaña prometió la construcción de la Línea 5 de Tren Ligero en el Área Metropolitana de Guadalajara, pero terminó confirmando que, en lugar de un tren, se desarrollará un sistema de transporte eléctrico tipo BRT.
Este ejemplo es revelador en varios sentidos. Primero, exhibe la falta de mecanismos formales para que la ciudadanía exija el cumplimiento de lo prometido.
Aunque Lemus argumenta que la decisión se debe a recomendaciones técnicas y a la apuesta por la electromovilidad, lo cierto es que el proyecto final difiere de lo que se anunció en campaña. ¿Por qué es grave esto?
Porque las promesas electorales son compromisos que un aspirante a gobernar establece con la sociedad y deberían ser vinculantes de alguna manera. Cuando la esencia de la propuesta se modifica drásticamente, no hay una sanción clara ni una figura legal que exija explicaciones detalladas.
En la práctica, queda en la discrecionalidad de los gobernantes el cumplir parcial o totalmente lo que prometieron.
En un país que busca consolidar su democracia, resulta esencial instaurar mecanismos que permitan la vigilancia y fiscalización de las promesas de campaña.
Al igual que se audita el uso de recursos públicos, se debería auditar el grado de cumplimiento de los compromisos oficiales, en especial aquellos que se convirtieron en banderas electorales. Ello no implica entorpecer la gestión pública con más burocracia, sino promover la transparencia y la rendición de cuentas, recordando que un gobierno electo fue, en teoría, “contratado” por la ciudadanía para ejecutar un programa de gobierno que prometió.
¿En qué países se hace algo similar?
Estados Unidos: Existen iniciativas independientes de verificación, como Politifact o FactCheck.org, que monitorean si las promesas de campaña se concretan o no cuando el político asume el cargo. Estas organizaciones, aunque no tienen carácter oficial, funcionan como una poderosa herramienta de transparencia y presión social.
Canadá: El Parliamentary Budget Officer (Oficina del Director Parlamentario de Presupuesto) revisa la viabilidad de ciertas propuestas de campaña y monitorea el gasto público, lo que ejerce un control indirecto sobre el cumplimiento de promesas, ya que obliga a los políticos a presentar cifras realistas.
Reino Unido: Aunque no existe una figura legal que penalice directamente el incumplimiento del manifiesto (programa de gobierno), el debate público y la cultura política generan presión para que los partidos cumplan lo que se comprometen a realizar. Además, diversos grupos de la sociedad civil rastrean y evalúan el nivel de cumplimiento de dichas promesas.
Algunos países de Europa: En naciones como Alemania, los acuerdos de coalición (Koalitionsvertrag) se consideran una especie de “contrato” entre partidos, y, aunque no hay una fiscalización judicial, el sistema parlamentario exige reportes constantes sobre el progreso de los compromisos pactados. Por su parte, grupos ciudadanos y organizaciones no gubernamentales también monitorean de manera independiente el cumplimiento de lo prometido.
Estas experiencias en el extranjero demuestran que es factible, e incluso benéfico, obligar a los políticos a rendir cuentas sobre lo que ofrecen durante sus campañas. Si bien no hay un modelo universal, la fiscalización puede realizarse desde organismos gubernamentales, a través de la sociedad civil organizada o mediante una combinación de ambas.
Por supuesto, es legítimo que un proyecto se ajuste cuando existen causas de fuerza mayor o hallazgos técnicos que lo justifiquen. Sin embargo, la ciudadanía merece explicaciones claras y oportunas cuando un plan se modifica. Si desde el principio se sabía que la Línea 5 de Tren Ligero era inviable, se debió informar responsablemente en lugar de “vender” la idea para obtener votos.
Fiscalizar las promesas de campaña no es un capricho ni un obstáculo burocrático: es un paso necesario para robustecer nuestra democracia. Sólo así los proyectos que surjan de la voluntad popular se ejecutarán de manera transparente, y la ciudadanía dejará de ver cómo sus ilusiones se traducen en obras recortadas o simplemente inexistentes.
El caso de la Línea 5 en Jalisco es un ejemplo más de por qué México necesita avanzar hacia la rendición de cuentas y la vigilancia activa de los compromisos electorales. Es hora de que los políticos entiendan que sus promesas no son simples discursos, sino compromisos reales que deben cumplirse o, al menos, justificarse de forma creíble ante la sociedad.
Sobre el autor
Humberto Mendoza es un profesional comprometido en el campo del diseño y evaluación de políticas públicas en Jalisco. Es licenciado en Administración Gubernamental y Políticas Públicas Locales por la Universidad de Guadalajara con un Máster en Antropología en la Universitat Autònoma de Barcelona.
Opinión
Ojo, así se roban tus datos personales

Estimado lector, para mí es un privilegio volver a escribir estas líneas luego de una muy larga ausencia. Sin embargo volveremos a encontrarnos en esta columna cada quincena, analizando los temas de actualidad relacionados con la protección de nuestros datos personales y la privacidad que acontecen tanto en nuestro País como en el mundo.
Evidentemente no podemos dejar de comentar lo sucedido en días pasados en Guadalajara, donde existía -y seguramente siguen existiendo- un call center debidamente instalado para llevar a cabo extorsiones que se extendían no solo al resto de Jalisco, sino hasta a otros veinte estados más de nuestra República, afectando a más de 26 mil personas con llamadas fraudulentas y extorsiones.
Afortunadamente se desmanteló y según declaraciones oficiales se están realizando colaboraciones con instituciones de las demás entidades afectadas, para descubrir a todas las víctimas y por supuesto, invitarlas a denunciar, lo que resulta en una tarea titánica para las autoridades; pero al parecer no lo fue para aquellos cuyo modus vivendi consistía en realizar este tipo de nada honrosas actividades.
Datos personales de los afectados
En ese sentido caben muchas reflexiones, pero la primera es preguntarnos de dónde obtenían la materia prima, es decir, los datos personales de aquellos afectados. Aunque las respuestas pueden variar, quiero que centremos nuestra atención en dos fuentes principales.
La primera y la originaria por excelencia siempre seremos, desafortunadamente, Usted y yo, querido lector. Es decir, nosotros como titulares, dueños de esos datos personales que elegimos, muchas veces sin pararnos a reflexionar en ello, a quién, cómo y para qué le compartimos esta importantísima información.
Y digo que muchas veces sin reflexionarlo lo suficiente, porque participamos a otras personas de manera voluntaria, para poder obtener un bien o servicio; para pedir nuestros alimentos cuando no tenemos tiempo de prepararlos en casa; al inscribirnos a un curso o a nuestros hijos a la escuela, por citar ejemplos cotidianos. Pero también lo hacemos de manera involuntaria, por ejemplo cuando descargamos aplicaciones en nuestro teléfono inteligente o tableta y compartimos datos que no son necesarios; cuando somos poco discretos en una conversación o bien, ¿cuántas veces no hemos tirado a la basura documentación que contiene nuestro nombre u otros datos más sensibles, como nuestra CLABE interbancaria? Seguramente, muchas veces.
Ignoramos el valor de nuestros datos
La segunda causa de obtención de esta información es por medio de aquellos que manejan datos personales, es decir, los responsables si son particulares, o bien los sujetos obligados de orden público. Según me ha tocado atestiguar, parece que cuando la información no nos pertenece, dejamos de tener cuidado en su manejo. Se despersonaliza y solo vemos números, estadísticas, pero olvidamos que detrás de esas cifras, direcciones o palabras, se encuentra una persona que puede verse perjudicada por nuestro descuido de custodia de la información durante el ciclo de vida de los datos personales.
En fin, aunque difícilmente sabremos cómo se obtuvo esa información, es una realidad que decenas de miles de personas se vieron seriamente perjudicadas no solo en su patrimonio, sino muy seguramente hasta en su tranquilidad diaria, por este tipo de acciones ilegales. La invitación es a que le demos la importancia debida a esta información que es tan importante. La que nada más y nada menos, nos hace únicos y nos permite interactuar con el resto de quienes nos rodean. Si tenemos conciencia de la importancia de nuestros datos personales, seguramente nos daremos cuenta de la relevancia que también tiene la información relativa a otras personas.
La tarea primordial
En un entorno tan cambiante como el que vive nuestro mundo y especialmente, nuestro Estado de Derecho, la tarea primordial con la que contamos es velar porque nuestros derechos a la protección de datos personales y la privacidad no sean violentados y es más, que puedan ser garantizados, sobre todo ante la inminente desaparición de los Órganos Garantes en la materia, de lo que hablaremos en nuestra próxima entrega.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.
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Opinión
La extinción de los institutos de transparencia: ¿falta de empatía o indiferencia?

A veces, hablar de datos personales, de su protección y nuestra privacidad, resulta sumamente abstracto. Aunque incluso trabajemos con ellos, pensemos en la recepcionista de un consultorio médico o el propio profesional de la salud. O en la persona a la que le pedimos la pizza o la comida que consumiremos en ese momento.
Ahora pensemos en las veces que entramos a ciertas redes sociales, como X, Facebook o LinkedIn y encontramos explicaciones acerca de lo importante que es proteger nuestros datos personales, o bien, explicaciones de las resoluciones (que a veces se adjuntan completas) y que más bien, parecen para un público un poco más especializado, que tal vez no seremos nosotros -que solo buscamos un momento de distracción-. En no pocas ocasiones, este tipo de situaciones pasan desapercibidas hasta que somos víctimas de robo de identidad, alguna extorsión o una estafa.
En este sentido cabe preguntarnos al menos dos cosas. La primera, la razón por la que optamos por la indiferencia ante la violación de la privacidad, que se arraiga en una compleja red de factores. La omnipresencia de la tecnología ha normalizado la vigilancia, desensibilizando a muchos ante la vulneración de sus datos personales. La complejidad de las políticas de privacidad y los algoritmos opacos genera una sensación de impotencia, alimentando la resignación. Además, la gratificación inmediata de los servicios digitales y la falta de consecuencias tangibles de la pérdida de privacidad fomentan una actitud apática e incluso, indolente. A esto se suma la polarización social, que fragmenta la empatía y dificulta la acción colectiva en defensa de un derecho fundamental.
La falta de involucramiento nos aísla de nuestra comunidad. Nos desconectamos de los problemas que nos afectan a todos, como la pobreza, la desigualdad, la violencia, la inseguridad y el cambio climático. Nos volvemos indiferentes al sufrimiento de los demás, perdiendo nuestra capacidad de empatía y solidaridad.
Pero la segunda es igualmente preocupante. ¿Qué pasó con el trabajo de los organismos garantes? ¿Fue acaso incapacidad de transmitir e incluso educar al pueblo mexicano? ¿De “conectar”, empatizar? Por que los festivales, las fotos, los congresos o simposios, salvo muy honrosas excepciones, siempre iban dirigidos a cualquier público distinto a lo que han dado por llamar “el ciudadano de a pie”. O como dirían los políticos en este momento histórico, “el pueblo bueno”, ese que difícilmente, con la pobre comunicación de los “expertos” y además con pocos recursos a la mano, comprendió la importancia de un andamiaje institucional como el que logró crearse en materia de transparencia y protección de datos personales. Tal vez eso explique la indiferencia en su defensa.
No cabe duda que asistimos y en gran mayoría, las y los mexicanos solo estamos meramente atestiguando los cambios estructurales que nuestro país esta viviendo. En ese sentido, claro que vivimos una transformación. No sé cuál. Pero bien haríamos en hacer a un lado esa indiferencia, para al menos intentar entender cómo afectarán al ejercicio y garantía de nuestros derechos fundamentales.
No involucrarse en la vida del país también tiene un costo personal. Cuando nos alejamos de los asuntos públicos, renunciamos a nuestro derecho a ser escuchados y a contribuir al bienestar de nuestra sociedad. Nos convertimos en meros espectadores de nuestro propio destino, sin voz ni voto. En un mundo cada vez más interconectado, los problemas que enfrentamos son complejos y requieren soluciones colectivas. La participación ciudadana es esencial para construir un futuro más justo, próspero y sostenible para todos. No podemos permitirnos el lujo de la indiferencia.
Es hora de despertar de la apatía y asumir nuestra responsabilidad como mexicanos. Involucrémonos en los asuntos públicos, hagamos oír nuestra voz, exijamos transparencia y rendición de cuentas. Solo así podremos construir el país que queremos y merecemos.
Sobre la autora
Ana Olvera es profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con intereses en privacidad, bioética y neuroderechos.