Ciudad Erótica

¿Jugamos?

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¿Jugamos?…

Me quedé sentada al borde de la bañera mientras lo observaba masturbarse. El agua le recorría el cuerpo y bajaba por su torso como haciéndose camino a ese lugar que podía hipnotizarme con sólo mirar. Se había puesto tan duro que me reclamaba a su lado, pero eso era parte del juego, no intervenir. 

Solíamos elevar tanto la temperatura sin tocarnos siquiera, que cuando por fin poníamos fin a la tortura, podíamos venirnos en segundos. 

Tal vez un juego macabro, tal vez uno que simplemente habíamos aprendido a jugar a la perfección. Cuando él me llevaba a la cama y me abría las piernas, solía no introducir su pene, sino pasearlo entre los labios y acariciar con la punta de su miembro mi clítoris hinchado de ganas. 

Podía retorcerme, suplicarle, mojarme hasta el exceso, pero él no solía ceder. Debo decir que era más fuerte que yo, parecía disfrutar de mis ganas y de tener el control sobre mi placer. Habíamos comprado unos dildos que se convirtieron en una herramienta más de mi tortura. Introducirlos de a poco y luego, cuando estaba a punto de llegar, sacarlos y dejarme ahí, en medio de la nada, mientras me sujetaba fuerte las manos para evitar que fuera yo quien pusiera fin al juego.

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Foto: Hieu Le.

Cedí

Le había cedido todos los derechos sobre mi cuerpo, pero lo disfrutaba. Solíamos ir a cenar  a un lugarcito de la colonia Chapalita, donde vendían una lasaña deliciosa.

Tras varias copas de vino desatábamos todas las inhibiciones, incluso mientras caminábamos de vuelta a casa, él solía meterme la mano por debajo de la falda y jalar mis pantaletas hacia atrás para que con el solo roce de la tela en mi vulva, pudiera sentir un poco de lo que me esperaba.

Ya en nuestra habitación seguía manipulando mi pantaleta, la subía tanto hasta que se introducía un poco y luego la regresaba a su sitio para observar qué tanto se había mojado y luego pasar por ahí su lengua.

Una noche me vendó los ojos. Ahí, desvalida y en la más completa obscuridad, sólo podía sentir su lengua, su aliento. Evitaba besarme, se escapaba todas las veces de mi boca y de mis manos. Apreté los puños y me dispuse sólo a sentir.

Percibí un olor a lavanda en sus manos, era un aceite que comenzó a depositar en mis pechos con un masaje que terminó con los labios para luego soplar. Pasó por mi vientre y terminó en mi vagina, sólo con sus dedos.

Esa noche en que masajeó mi sexo de la manera más tierna, pero con un ritmo tan perfecto entre su pulgar y los dedos que me introdujo, pude llegar al menos en tres ocasiones. Luego me levantó el castigo y me penetró con urgencia.

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Lo escuché suspirar y gemir como desesperado antes  de ese orgasmo glorioso en el que coincidimos. Luego se hizo el silencio, me quitó la venda, se abrazó a mi cuerpo complacido y tembloroso. Estábamos listos para el siguiente nivel del juego.

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