Ciudad Erótica
Voy a quitarte lo virgen
Voy a quitarte lo virgen…
Hacía calor, habíamos tomado lo suficiente e ignorábamos el sudor que corría por nuestra frente. En aquella época tenía 19 años. Charlamos hasta tarde esa madrugada. No tenían muebles, sólo una mesa de cristal. Sentados en la semioscuridad Carolina, hermana mayor de Lizbeth —casi se parecían, vivían juntas en este apartamento— Edmundo y yo, en círculo, pasábamos una botella de ron barato.
Cuándo la reunión estaba por terminar, nos levantamos, ya saben, ir al baño, tirar las colillas de cigarrillo, deshacerse de los vasos desechables, charlar junto a la ventana y despedirse. Acompañé a Carolina a la cocina. Mujerona alta, rubia, de ojo negro, caderas anchas, buena pierna, madura y recién separada de su especie de esposo.
La soltería
Habíamos hablado sobre la universidad y su vida. Dos hijas, un marido perdedor que la golpeaba. La misma historia de siempre; se cansó de ser pera de box y escapó. El cabrón la encontró; por orden de un juez él tenía a las niñas, ella un pase libre a “Mundo Soltería”. Las niñas regresarían con su madre cuando demostrara que podía mantenerlas. Lo logró.
—Sí, bueno, la pasé mal de niña. Mi mamá quiso venderme a un sujeto por un anillo de oro—, dijo. Nos apoyamos en la barra de la cocina, frente a frente.
—No jodas, no puede ser—, respondí con una sonrisa de incredulidad.
—Ajá. Llegó y dijo: mira hija, ese señor me dio un anillo de oro, vete con el señor. Yo fui y me senté junto al viejo ése. Trató de sacarme platica, yo estaba muy asustada, no respondí. El viejo trató de tocarme. Me quité y corrí a la casa. Mamá me regañó y pegó esa noche. No tuvo su anillo—.
—Oh… ¿Por qué hizo eso?—.
Se encogió de hombros.
Zopenco
—¿Yo que sé? No quería tenernos, creo. Así es mi madre; no la odio, no nos llevamos bien, claro. Recuerdo que un día nos dejó solos a mis hermanos y a mí, Liz era apenas una bebé. Siempre se iba, después de que mi papá salía a trabajar, nos dejaba solos. ¿A dónde? No lo sé. Ése día, nos dejó y un tipo trató de entrar al departamento por la ventana del baño. Tomé una escoba y empecé a golpearlo con ella —el recuerdo la hizo reír y menear la cabeza— nos asustamos, bien cabrón. Cerré la ventana y me encerré, con mis hermanos, en el cuarto de mis papás hasta que ella regresó. A la chingada con ella.
—¿Con tu madre?… Sí, diría lo mismo—, sorprendido, asentí.
—No, zopenco, con el tipo—, dijo en tono irónico—. Sí, con ella. No mal intérpretes. Es… no lo sé. Dicen que no debes odiar a tu madre. Yo… sí estoy enojada con ella, no puedo mentirte, no debería… enojarme, ya sabes lo que dicen “hay que amar a la madre a pesar de todo”; al carajo con ella —reflexionó, se terminó lo que quedaba de una bebida, un chorrito de refresco con quién sabe qué. Hizo un mohín, arrugó la nariz y sacó la lengua—.
Hay que mandarlos a la mierda
—Tienes todo el derecho—, comenté—. Puedes respetar a tus padres; no obstante, si son unos hijos de puta, hay que mandarlos a la mierda; no tienes por qué soportar basura de nadie—, evangelicé; ignoraba un carajo de la vida en aquel tiempo.
Ella había puesto la mano izquierda sobre su barbilla y miraba con atención mis labios; imitaba un poco el movimiento de los míos con los suyos; sus ojos me traspasaron, se volvieron tiernos, los de una pantera que juega. Mosqueado, sonreí.
—¿Qué te pasa, zopenca?—, dije nervioso y cariñoso a la vez.
—¡Zopenco tú, zopenco!—, rió también con cariño, me dio un empujón en el hombro con la mano. Reímos. En esa barra, en ese apartamento de mala muerte de la Colonia El Colli, se sentía otra especie de cercanía y calor. Volteamos a donde estaba su hermana. Nos miraba extrañada y con cierto celo; le sonreímos. Fue una buena madrugada.
Viernes libre
Había pasado una semana desde la reunión, Carolina y yo charlábamos regularmente en Messenger. Una soleada tarde de junio, un viernes libre para ambos, acababa de terminar mis clases en la universidad y acordamos comer en su apartamento; llegué al café donde ella trabajaba como mesera, estaba en Avenida Américas; me saludó con gesto vago y sonrisa.
Me acerqué a la puerta del café, ella la abrió.
—¡Salgo en unos cinco minutos! ¿Me aguantas?—, dijo antes de que yo pudiera entrar.
—¡Sí, claro!—, tomé la puerta antes de cerrarla. Ocupé una de las mesas de afuera y esperé.
Salió al poco tiempo; llevaba una mochila colorida al hombro e iba vestida con una playera polo negra y pantalones negros a juego. Poco maquillaje en el rostro. Se veía bien, esa belleza de las mujeres maduras que resplandecen cuando la vida es favorable —a pesar de todo— y da una nueva oportunidad. La vida es una perra ingrata, sin embargo, a veces da una pausa y te deja recuperarte.
Nos fuimos a su apartamento. No teníamos auto. Tomamos el autobús. Caminamos, llegamos a una tienda y compramos algo de comer para dos. Carne, tortillas, cebolla, tomates, cilantro. Pagamos partes iguales. Llegamos a su apartamento, moríamos de hambre.
Comida para dos
Hicimos la carne con tomates y cebolla en una sartén. Mientras preparábamos la comida, rozábamos nuestros cuerpos de manera poco accidental; nos volvimos más cercanos. Caricias, toques, sonrisas, bromas, sobre nombres. Mientras cortaba los tomates, ella se acercó y posó sus pechos en mi hombro; los restregó, según ella, quería enseñarme a cortar en rodajas los tomates. Yo contesté después, mientras cocinaba la carne, repagándome en su cuerpo.
—Oh lo siento, es que no quepo en tu cocina, deberías agrandarla—.
Carolina rió; puso los ojos en blanco.
—Zopenco, quítate—, ordenó empujándome con su trasero y una caricia ligera en el brazo.
Cocinar es un afrodisiaco. Háganlo, eleva los niveles de puta madre.
No estuvo mal; fue divertido, nos pusimos melosos. No había sillas aún, comimos sentados en el piso; sacó una botella de licor barato y acompañamos la humilde tragazón con un líquido raro.
Al terminar, llevé los platos al fregadero. Carolina pidió otro vaso del licor barato. Lo serví, serví otro para mí. Fui a la sala/comedor. Ella había arrojado unos cojines, los trajo de su habitación, al suelo y se acostó. Tomó el vaso que le ofrecí.
De su cuello a su pecho
Recosté el cuerpo en el piso, puse un cojín en su estómago, descansé la cabeza en su regazo. Se quejó al principio, luego empezó a acariciar mi cabello y cuello. Hubo silencio.
—¿Te gusta mi hermana?—, preguntó de repente.
Encogí los hombros.
—Tu hermana tiene novio—, escupí, nervioso.
—Lo sé. No pregunté eso, ¿te gusta mi hermana?—, volvió a atacar.
Lo pensé por un momento.
—No me es indiferente—, argumenté, actuaba despreocupado. Afuera se oía un silencio tan profundo; podías escuchar tu propia respiración, los pasos de la gente en la calle, las tuberías gemir, las voces de los vecinos, ecos fantasmales.
—Le gustas a ella. No le digas que te dije. Le gustas. No hacen mala pareja—.
—Ya—, dije distraído. Pasó un momento de silencio—. ¿Y a ti? ¿Te gusta alguien? ̶ .
Silencio, siguió acariciando mi cabello.
—Sí. Es un chavo muy guapo que llega al café todos los días a las doce de la tarde; es como de mi edad, creo, que tiene un hijo… no me importaría. A veces lo imagino, llega con unas rosas y me las da —detalló y sonrió, hizo un ademán de alguien que entrega unas rosas a otra persona invisible— la verdad es que ahora quiero divertirme, si llega un chavo guapo y bueno, que me guste, pues tal vez le daría la oportunidad—, terminó como justificándose.
Y ¿si llega mi hermana?
Una cubeta de agua fría imaginaria cayó sobre mi cabeza. Bueno, era obvio que a mi edad no podía pensar en salir con una mujer de casi 27 años, había que poner los pies en la tierra. A medias levanté el cabeza, apoyé la mano en el suelo y la miré a los ojos.
—Yo no pregunté eso—. Nos observamos un momento, incomodo, largo, silencioso. Sobresaltada, se incorporó; no dejaba de mirarme a los labios y a los ojos; su respiración se agitó levemente. Sonrió, sonreímos, nerviosos.
Titubeó, con una sonrisilla trató de ahuyentar el momento.
—¿Qué…? ¿a ti, te gusta alguien?—.
—Sí—, le dije sin aliento—. Apreté los labios y levanté la mano, acaricié su cuello. Ella cerró los ojos y dejó que mi mano pasara de su cuello a su pecho y volviera a su nuca. Froté con cariño el lóbulo de su oreja. Suspiró, sus labios se abrieron y sus parpados temblaron. Tomó mi mano.
—¿Qué haces?—.
—Tu… no… tu sabes qué hago—, baboseé.
Lanzó una risita apagada, rompió el silencio, la tensión aumentó un poco.
—Y ¿si llega mi hermana? Les gustas… me vería mal si nos encontrara. ¿No?—.
Vacilé. Sentía estima por su hermana. Carolina volvió a reír, esta vez con más fuerza, brotó su carcajada como un puñetazo que lanzó gotitas se saliva a mi rostro.
—Sabes ¿qué me gusta?—, acarició mi brazo con una sonrisa grande, de labios apretados, luego mi nuca.
—¿Qué?—, mascullé.
Entrecerró los ojos y continuó con su sonrisa.
—¿Eres virgen?—. No me dio pena contestarle “sí”.
—Ya…—, asintió. Observó mis labios, apretó los suyos. —Me gusta quitarle lo virgen a los chicos ¿sabes? Te ves muy tierno. ¿Estaría mal si lo hiciera?—.
Respondí sin perder tiempo, tartamudeando y sin aliento:
—No… yo no tendría problema—.
Quítate la ropa
Volvió a reír.
—¿Y si mi hermana llega? ̶
Meneé la cabeza y apreté los labios con cara de suficiencia.
—Sabes que tu hermana no vendrá… deja de hacerte la tonta. Ella tiene clases hasta tarde—.
Sonrió. Nos acercamos, se detuvo, yo me detuve. Volvió a reír.
—¿Te pongo nervioso?—.
—Sí, bueno…—, enmudecí, plantó un beso en mis labios. Le metí la lengua, ella contestó brevemente con la suya. Mordí su labio inferior, Carolina apretó los míos a su vez. El beso duró un rato incalculable en años humanos.
—Ven—, se levantó; la seguí, tomó mi mano. Fuimos a su cuarto, entramos, hizo un gesto y ocupé la cama, se quitó el pantalón y la playera. Estaba de puta madre, es el mejor recuerdo de mi juventud; a la mierda la universidad o el primer amor, la graduación, el primer trabajo; la hermana Carolina es la mejor imagen para recuperar tu fe en la humanidad: existe la belleza no importa la edad. Puedes coger con semidiosas.
Alta, de piernas regordetas y cadera de madre de dos niñas, tenía un par de pechos pequeños y a leguas ricos; llevaba unas bragas blancas de encaje y un sujetador que hacía juego, encaje, encaje. Era blanca, tan blanca como la pureza de una santa. Así debían verse las santas vírgenes. Agarró su cabello con una liga e hizo una coleta.
—¿Qué me ves? Quítate la ropa, menso—, ordenó. Yo empecé a quitarme los pantalones. Por supuesto, ya tenía una erección. Al ver mi erección se mordió el labio superior. La playera cayó, le siguieron los bóxer. Carolina inspeccionaba cada movimiento y aprobaba.
Rehab
—¿Traes condón?—, contesté que no con pesar, lo había olvidado. Suspiró, sacó un condón del cajón, lo arrojó a la cama.
—Póntelo cuando estés bien listo—. Susurré que sabía usar un condón.
—No, sabes cómo funciona, NO cómo usarlo—, ronroneó, se puso perfume en el cuello y en el pecho. Fue a un closet, tomó una radio pequeña y la encendió. Veinticuatro horas de los mejores éxitos del momento en los 40. Recuerdo que la tarde transcurrió cogiendo y escuchando “Rehab” de Amy Winehouse. Música, el mejor compañero para coger. Tendido en la cama, subió, abrió las piernas, rodeó con éstas mí cadera y atrapó mis manos; empezó a besarme en la boca y frotar su cuerpo con el mío. Su coño contra mi erección, fresca, podía oler su piel, el sudor y el perfume. Era dulce, empalagoso. El corazón me latía, torpe, deseaba zafarme. Ella dejó de apretar mis manos.
—¿Qué hago?—, posando las manos en sus pechos cubiertos por el sujetador, pregunté. Ella tomó mis muñecas y las atrapó en sus garras, las acomodó junto a mí cabeza.
Déjate guiar
—Calma, déjate guiar. Para eso estoy aquí ¿No?—, con voz velada le aseguré: sí, obedecería. Siguió frotándose contra mi cuerpo. Levantó la braga y dejó que la cabeza del pene rozara su interior. Los labios de su coño besaron mi miembro. Sólo la cabeza, me puse como loco. Quería poseerla, ¿debía meterla completa? ¿Obligarla a que se la tragara? Carolina dejó que entrara otras dos veces y cuando iba a ponerme serio, se retiró y, usando una voz melosa, ordenó “abre el condón”.
Quité el envoltorio de aluminio. Ella tomó mi bulto y con maestría lo envolvió en el latex, presionó, antes de terminar, la punta. Se quitó el sujetador y dejó que me envolviera en sus pechos… me montó y dejó que entrara completo.
El calor aumentó.
—Que rico—, susurró antes de empezar, de zambullirse.
Ciudad Erótica
Claro, Lizbeth se enteró de lo que pasó. Al llegar esa noche al apartamento nos encontró, vestidos, sí, despeinados, oliendo a sexo y sudor, también. No vi a ninguna de las hermanas en mucho tiempo. Liz, volvimos a hablar; sí también tuvimos sexo, pero esa es otra historia. ¿Carolina? Se volvió a casar, con otro perdedor, claro; no obstante, esa también es otra historia de la ciudad erótica.
Un agujero de cristal, concreto, luces, motores y carne; nos devora y arroja del deseo a la locura. Nos define, viola y pervierte. Maniacos sexuales insaciables, coleccionadores de momentos y cuerpos. Te odio y amo, ciudad maldita…